#119 - Extraños en un tren
Una pintura crítica de la España franquista a través de un grupo de pasajeros del ferrocarril.
Esta semana en Cinematófilos, la eterna fascinación del cine por los ferrocarriles. Más abajo vas a encontrar el link para acceder a la película. Te recomiendo que la descargues en tu computadora para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Link Jones es un hombre duro y curtido, de esos que primero desenfundan su Colt y luego preguntan, un pasado violento que ahora intenta mantener oculto. Está en la estación, y mientras el tren se acerca al andén comienza a ponerse inquieto. Cuando la locomotora llega escupiendo vapor, se sobresalta: es la primera vez que ve una. “¿Qué le parece?”, le pregunta otro pasajero. “Es la cosa más fea que vi en toda mi vida”, responde él. Los primeros minutos de El hombre del Oeste (Man of the West, 1958), western supremo de Anthony Mann, nos permiten aproximarnos a algunas de las sensaciones que generó la aparición del ferrocarril: una mole de acero capaz de asustar hasta al más temerario pistolero del salvaje oeste.
El cine, otro de los grandes inventos decimonónicos, mantuvo desde su nacimiento una relación muy fructífera, de fascinación, con los trenes. Parafraseando un célebre concepto del historiador británico Eric Hobsbawm, se podría pensar en un siglo XIX corto: desde la irrupción en 1804 de una máquina a vapor que arrastraba vagones hasta surgimiento en 1895 de un aparato capaz de capturar en imágenes ese movimiento. “Ninguna de las innovaciones de la Revolución industrial encendería las imaginaciones como el ferrocarril, como lo demuestra el hecho de que es el único producto de la industrialización del siglo XIX plenamente absorbido por la fantasía de los poetas populares y literarios”, escribió Hobsbawm en La era de la revolución, 1789-1848 (1962). “Apenas se demostró en Inglaterra que era factible y útil (1825-1830), se hicieron proyectos para construirlo en casi todo el mundo occidental [...] La razón era indudablemente que ningún otro invento revelaba tan dramáticamente al hombre profano la fuerza y la velocidad de la nueva época; revelación aún más sorprendente por la notable madurez técnica que demostraban incluso los primeros ferrocarriles. [...] La locomotora lanzando al viento sus penachos de humo a través de países y continentes, los terraplenes y túneles, los puentes y estaciones, formaban un colosal conjunto, al lado del cual las pirámides, los acueductos romanos e incluso la Gran Muralla de la China resultaban pálidos y provincianos. El ferrocarril constituía el gran triunfo del hombre por medio de la técnica”, añadió.
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Desde el estático cinematógrafo de los hermanos Lumière que esperó la llegada de la locomotora a la estación de La Ciotat hasta la cámara digital de Martin Scorsese que atravesó los cielos de París hacia los andenes en La invención de Hugo Cabret (Hugo, 2011), infinidad de películas ubicaron al ferrocarril como un elemento importante de su narrativa. “Ambas tecnologías [el ferrocarril y el cine] manipulaban el tiempo y el espacio, mientras que en el auditorio o en la estación se vendían a pasajeros y espectadores nuevas formas de ver y moverse; de hecho, el vagón y el auditorio mercantilizaban una experiencia que hacía visual el movimiento. Como resultado, el ferrocarril y el cine transformaron radicalmente la vida cotidiana [...] al alterar materialmente la forma en que las personas interactuaban con el mundo”, plantea Rebecca Harrison en su libro From Steam to Screen: Cinema, the Railways and Modernity (2018).
La revista estadounidense Trains, especializada en transporte ferroviario, compiló una lista de más de 450 películas de todo el mundo donde los trenes son parte central de la trama o, al menos, tienen alguna aparición notable. Es probable que la enumeración se quede muy corta, y tratar de ser exhaustivo sería un esfuerzo vano. El cine hizo de todo con los ferrocarriles.

En los populares “phantom ride” o paseos fantasma de los inicios, como The Haverstraw Tunnel (1897), un camarógrafo se ubicaba en el frente de la locomotora para capturar el paisaje en una especie de subjetiva ferroviaria. En El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924), primer gran western de John Ford, la construcción de las vías del primer trazado transcontinental en Estados Unidos adquiere las dimensiones de una épica nacional. Los trenes están asociados al horror del Holocausto, y en las películas sobre el tema, basta oír el silbato o advertir el humo de la locomotora para que sepamos el destino que les espera a los personajes. Una estación, transitada por miles de personas cada día, puede dar lugar al encuentro casual entre dos posibles amantes, como en Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), de David Lean. Entre cruces, barreras y formaciones de carga, un joven vive sus primeras experiencias sexuales en Trenes rigurosamente vigilados (Ostre sledované vlaky, 1966), de Jirí Menzel. El espacio limitado de los vagones de una formación de pasajeros en movimiento puede ser adecuado para la intriga, como en La dama desaparece (The Lady Vanishes, 1938), de Alfred Hitchcock. Y también para amagar con un misterio criminal y terminar indagando en dramas existenciales, como en Tren nocturno (Pociag, 1959), de Jerzy Kawalerowicz.
En términos muy generales, se pueden encontrar tres narrativas en torno al ferrocarril a las que el cine apeló con mucha frecuencia. Quizás la más prolífica, la que más memorias nos genere, es la de la acción y la aventura. En El maquinista de La General (The General, 1926), Buster Keaton puso sus habituales proezas físicas sobre una máquina en movimiento, con resultados que siguen siendo increíbles cien años más tarde. Todos recordamos alguna escena de un héroe de acción que pelea sobre el techo de un vagón (y se agacha cuando el convoy atraviesa un túnel), incluso cuando el protagonista es un sexagenario Gene Hackman en la notable Al margen del peligro (Narrow Margin, 1990), de Peter Hyams. Las formaciones fuera de control, que se dirigen sin maquinista hacia el posible desastre, pueden adquirir dimensiones filosóficas en Escape en tren (Runaway Train, 1985), de Andréi Konchalovski, o abrazar reivindicaciones sindicales en Imparable (Unstoppable, 2010), de Tony Scott.

Hay algo fascinante del mundo de los trenes: su funcionamiento puede ser descripto sólo con imágenes, sin necesidad de demasiadas explicaciones técnicas, y ser comprendido hasta por el más lego. Pocas películas aprovecharon tan bien el espacio de un taller y su lógica interna como la aventura bélica El tren (The Train, 1964), de John Frankenheimer. Toda la historia está centrada en un asunto: sobre el final de la Segunda Guerra, los nazis pretenden trasladar obras de arte robadas de París a Alemania, y los trabajadores ferroviarios franceses, miembros de la resistencia, intentan impedirlo. Sus estrategias (demorar la salida de una formación, sabotear una locomotora, cambiar secretamente de vías) son mostradas de un modo absolutamente cinematográfico, con un despliegue visual que hace avanzar la narración y que, por momentos, parece un tutorial de cómo funciona un centro de control de tráfico.
Otra tradición muy longeva en la relación del cine con los trenes es la de los atracos. Desde el Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903) que Edwin S. Porter dirigió para el estudio de Edison, infinidad de películas imaginaron diversos modos en los que se puede interceptar una formación y saquear su valiosa carga. En El asalto audaz (Robbery, 1967), Peter Yates demostró su talento para filmar las máquinas en movimiento, sean trenes o autos. La brasileña Asalto al tren pagador (Assalto ao Trem Pagador, 1962), de Roberto Farias, se centra en las tensiones entre los ladrones luego del hurto, que apenas se ve. Otras, en cambio, muestran el golpe con todos sus alucinantes detalles y en tiempo real, como Ejército de cinco (Un esercito di 5 uomini, 1969), de Don Taylor e Italo Zingarelli, o Historia de un policía (Un flic, 1972), de Jean-Pierre Melville.
Un tercer tipo de películas ferroviarias es el que intenta encapsular a una sociedad, con sus diferencias culturales y de clase, dentro de los vagones de una formación. Hombres y mujeres que viajan en primera clase, en pullman o en los camarotes se ven obligados a convivir durante la duración del trayecto, y ahí puede pasar de todo. Marlene Dietrich, como la prostituta Shanghai Lily, desata el melodrama en El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932), de Josef von Sternberg. En Crimen en el expreso Oriente (Murder on the Orient Express, 1974), relato de Agatha Christie filmado por Sidney Lumet, personajes extremadamente diversos de la Europa de los años 30 se convierten en sospechosos de un asesinato en una parada forzosa del trayecto Estambul-Londres. En la surcoreana Invasión zombi (Busanhaeng, 2016), de Yeon Sang-ho, los pasajeros -pobres y ricos, viejos y jóvenes- se ven forzados a trabajar juntos para combatir a los muertos vivientes.
El film de esta semana en Cinematófilos se inscribe dentro de este último grupo, y presenta una mirada muy crítica sobre la sociedad española de los años 50, en plena dictadura de Francisco Franco. Pero además, como muchas obras ambientadas dentro de un tren, se permite momentos de suspenso y hasta deja lugar para el heroísmo. Se trata de Todos somos necesarios (1956), de José Antonio Nieves Conde, una gran película a la que injustamente se recuerda muy poco.
TODOS SOMOS NECESARIOS
Director: José Antonio Nieves Conde
Protagonistas: Alberto Closas, Folco Lulli, Ferdinand Anton, Lída Baarová, Albert Hehn, Josefin Kipper, Mirella Uberti, Rolf Wanka
Países: España e Italia
Idioma: castellano
Año: 1956
Duración: 81 minutos
Para leer después de ver la película
Es un caso curioso el de José Antonio Nieves Conde. El director nunca renegó de sus ideas falangistas de ultraderecha, incluso luego de que se reinstaurara la democracia, y sin embargo hizo algunas de las películas que más cuestionaron al franquismo que haya dado el cine español en la década del 50, lo que le trajo varios problemas con la censura.
Nacido en la ciudad de Segovia en 1911, Nieves Conde se afilió a la Falange Española en 1933, mientras estudiaba Derecho en Madrid, fascinado con las ideas de José Antonio Primo de Rivera. El falangismo pretendía instaurar en España un régimen fascista, en buena medida inspirado por la experiencia de Benito Mussolini en Italia pero con algunos condimentos propios. Durante la Guerra Civil, el futuro realizador marchó al frente como voluntario falangista y llegó a ser alférez provisional de Infantería. Pero luego se opuso cuando Franco, en 1937, unificó a su agrupación con el resto de las fuerzas golpistas que se enfrentaban a los republicanos. Quedó ubicado, entonces, como un disidente dentro del régimen dominante, con una mirada crítica del dictador católico y tradicionalista.

El ideario social de los falangistas, que eran antiliberales y anticapitalistas, marcó buena parte del cine de Nieves Conde, que supo ver con lucidez los conflictos que crecían en una nación orientada por una ideología conservadora que a la vez pretendía erigirse como una sociedad moderna. Su película más conocida es Surcos (1951), gran clásico del cine español, una obra que tiene una relación con el neorrealismo italiano más compleja -por momentos incluso irónica- de lo que suele decirse. Esta historia de una familia campesina que se traslada a Madrid con la ilusión de encontrar una mejor vida ofrece una pintura salvaje de la gran ciudad, donde casi todos corren detrás del dinero sin ningún escrúpulo y se respira machismo en cada esquina. En su momento generó un escándalo que desembocó en la renuncia de José María García Escudero, director general de Cinematografía y Teatro, que había apoyado su realización.
Más tarde, con El inquilino (1957), Nieves Conde directamente fue víctima de la censura. Para las autoridades franquistas, era inadmisible que se mostraran de manera tan cruda, a pesar del tono de comedia, los problemas de un joven matrimonio para conseguir una vivienda digna en la capital. La película fue prohibida, y cuando pudo estrenarse un par de años más tarde había sido mutilada. Al verla hoy, en su versión recuperada y con su irónico y desolador final intacto, es difícil no pensar que la misma historia podría filmarse en cualquier ciudad contemporánea de occidente, incluida Buenos Aires.
Entre ambas, Nieves Conde realizó la mucho menos conocida pero igualmente crítica Todos somos necesarios. En una entrevista publicada en 1956 en el periódico El Adelantado de Segovia, el director dijo sobre la película:
“Es la historia de tres hombres que acaban de salir de presidio con la absoluta convicción de que la calle es para ellos una inmensa cárcel sin rejas, peor que la que acaban de abandonar. El film intenta ser, como vida desarrollada en la pantalla, una llamada a la cordialidad humana. Todo hombre, por bajo que esté, por apartado que se crea del resto de los demás hombres es, en cierto modo, tan necesario como cualquier otro. Es, pues, o al menos esa es nuestra intención, un film social encaminado a resaltar la comprensión y el amor al prójimo”.
El tren funciona en Todos somos necesarios como microcosmos de la sociedad, con una diversidad de personajes que reflejan la España de la época. Aparece un cura que viene de ser misionero, un poco como el personaje de Fernando Fernán-Gómez en Balarrasa (1951), la primera película importante de Nieves Conde. Una familia con sus hijos intenta llegar a la ciudad en búsqueda de un futuro mejor, como los protagonistas de Surcos. Hay un hombre de pretensiones intelectuales, que pipa en mano comenta todo lo que pasa. También un rico industrial llamado Marcos (el actor de origen austríaco Rolf Wanka) que viaja con su mujer, su hijo enfermo y su secretaria, que además es su amante. Están también, claro, las tres figuras centrales. Julián (Alberto Closas) es un cirujano al que le quitaron la licencia por un caso de supuesta mala praxis. Nicolás (Ferdinand Anton) cometió una estafa para poder casarse con su novia. Y el adorable Iniesta (el italiano Folco Lulli) es un ladrón profesional con demasiadas entradas y salidas de prisión.
Tres cuartos de la historia de Todos somos necesarios transcurre dentro del tren o en sus alrededores, y es notable cómo Nieves Conde utiliza la geografía de cada espacio y el propio diseño de los vagones para presentar a sus personajes y relacionarlos. Hay un plano maravilloso cerca del comienzo, cuando la formación se detiene y desde dentro del salón comedor los pasajeros más pudientes observan con curiosidad -y alguno con desagrado- a los tres ex presidiarios. “Yo soy extraordinariamente liberal, pero no veo la necesidad de que el rápido se detenga en esa estación donde sólo suben y bajan criminales”, se queja el industrial poco después. “Hay muchos más ladrones y asesinos sueltos que encerrados. Sobre todo ladrones, y usted lo sabe muy bien”, le responde el intelectual. Con la ventana como marco dentro del encuadre, la película nos indica que es allí donde pondrá su foco, en las personas que ya están en el tren, y en cómo la sociedad (y en particular las clases altas) dejan rodar sus prejuicios ante los protagonistas.

Lo que muestra la película es “una sociedad mezquina, contraria a toda idea de piedad, compasión, reinserción o, en términos cristianos, expiación, perdón y absolución de los pecados, totalmente distinta a la propugnada desde los estamentos oficiales del franquismo y de la Iglesia cómplice con la dictadura”, como apunta una crítica publicada en el sitio 39 escalones. “Una sociedad que sabe ser generosa y responder en una situación de máxima necesidad, pero que una vez satisfecha se encierra de nuevo en sus respectivos pequeños egoísmos y vicios, personalizados en el millonario que alardea de su poder y su dinero, que relega a su familia -otro valor nacional y católico cuestionado- con intención de retozar con su amante y que se niega a ayudar a los desfavorecidos, es decir, un personaje que desmonta toda idea de verticalidad vendida por las instituciones franquistas como eje sobre el que cimentar los principios sociales. Esta crítica, que se filtra a través de breves observaciones y momentos puntuales, queda en un segundo plano, bajo ese relato moralista y de redención que constituye el tono central del filme, que posibilita su aceptación y aprobación por la censura, pero que realmente es el pretexto para que Nieves Conde pueda reflejar todo aquello que no funciona, no tanto en el país como en los hipotéticos -e hipócritas- valores que el franquismo propugna”, agrega el comentario.
El único personaje que no consigue ningún tipo de redención es Marcos, el inmoral hombre de negocios, que en el final se queda solo. Todos los demás aportan algo para solucionar la emergencia médica del chico y sus propios conflictos: los pasajeros colaboran con lo que tienen; Nicolás logra rearmar la relación con su esposa; Julián realiza la operación con éxito y resuelve, al menos en el plano íntimo, la relación con su profesión. Incluso Iniesta, el ladrón, se sacrifica con su heroica travesía sobre la nieve para alertar en la próxima estación y consigue el perdón divino antes de morir, con una sonrisa en el rostro y una cerveza en la mano.
“Todos somos necesarios se sitúa en el territorio del melodrama, pero Nieves Conde no se detiene en una adscripción de género al uso, quiere ir más allá”, analiza Joan Maria Minguet Batllori en el libro Tragedia e ironía: el cine de Nieves Conde (2003). Y agrega: “Los dramas de sus personajes pretenden convertirse en proverbio, en moraleja socializante. La historiografía del cine español había dado carta de naturaleza al proverbio ruralizante de Surcos mientras que había ocultado la moraleja igualitaria y solidaria de Todos somos necesarios. Sin embargo, ambos films demuestran una presteza morfológica y una inteligencia discursiva que deberían permitir reequilibrar la mayúscula atención que hasta hoy ha merecido un film frente al silencio analítico que ha obtenido el otro”.
Si tenés ganas de algo más…
- Aunque evidentes, las maquetas del tren corriendo por el paisaje nevado de Todos somos necesarios son lo suficientemente efectivas como para no distraernos de la acción. Fueron creadas por Pablo Pérez, uno de los pioneros de los efectos especiales en el cine español, que trabajó en un centenar de películas, entre ellas algunas producciones importantes filmadas parcialmente en la península ibérica como Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), de David Lean. En este blog podés leer su historia y ver algunas imágenes del detrás de escena del film de Nieves Conde.
- Alberto Closas, nacido en Barcelona, comenzó su carrera como actor en Argentina, donde apareció en algunas películas muy buenas como La honra de los hombres (1946), de Carlos Schlieper, y junto a Mirtha Legrand en La vendedora de fantasías (1953), de Daniel Tinayre, entre otras. En YouTube podés ver una emisión de 1990 del programa televisivo Historias con aplausos dedicada a su trayectoria teatral y cinematográfica. Entre otras cosas, el actor cuenta cómo fue su trabajo en La pródiga (1945), de Mario Soffici, el único film protagonizado por Eva Perón.
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Excelente espacio para enriquecer el amor al cine , lo cual mucho se agradece. Muchas gracias
Buena película! Gracias Andrés!