Esta semana, en la primera entrega del año de Cinematófilos, cine dentro del cine con una gran película italiana. Más abajo vas a encontrar el link para acceder al film. Te recomiendo que lo descargues en tu computadora para poder verlo cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Dice la leyenda que los primeros espectadores de Llegada de un tren a la estación de la Ciotat (L’ arrivée d’un train à La Ciotat, 1896), de los hermanos Lumière, huían aterrorizados de la sala porque creían que la locomotora se les venía encima. Poco importa si esa historia sobre aquel instante fundacional es cierta, está exagerada o es directamente una invención. No se puede negar que en el cine, frente a las imágenes proyectadas, nos pasan cosas: excitación, tedio, llanto, risas, enojo, alegría, desconcierto y un sinfín de etcéteras. Lo que vemos y oímos nos estimula, y un mundo de sensaciones, a veces incluso contradictorias, puede recorrernos el cuerpo y la cabeza. Las propias películas no tardaron en ponerse a indagar de muy diversas maneras en ese momento, el del espectador frente a la obra y su relación con las imágenes. Cine dentro de una sala de cine: ese será el recorrido de esta primera entrega de la cuarta temporada de Cinematófilos, a partir de una genial película italiana que fue recientemente rescatada del olvido. Como valoro a la sorpresa como parte esencial de la experiencia cinematográfica, te sugiero ir directamente a la película, verla y después leer la introducción que sigue y el análisis posterior.
Poco después del estreno de los primeros cortos de los Lumière, cuando la novedad del cinematógrafo comenzó a desperdigarse por el mundo, quedó claro que las películas no eran una moda pasajera y que merecían espacios acordes para su exhibición. “Fue el ingenio de los plebeyos que crearon el negocio cinematográfico entender que para las masas iletradas que hallaban en el flamante espectáculo una diversión más variada, una invitación a soñar más potente que las dispersadas por el music hall o el circo, el escenario era tan importante como el espectáculo”, describe Edgardo Cozarinsky en su bello libro Palacios plebeyos (2006).
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Dos obras tempranas de los Lumière, filmadas en Londres y Viena y estrenadas en 1896, mostraban al público en la puerta de un cine. Cinco años más tarde, la cámara ingresó en la sala y comenzó a explorar las posibilidades metanarrativas del nuevo medio. El corto británico The Countryman and the Cinematograph (Robert W. Paul, 1901), que sólo se conserva parcialmente, y su remake estadounidense, Uncle Josh at the Moving Picture Show (Edward S. Porter, 1902), muestran a una persona que acude por primera vez a una proyección y reacciona con vehemencia a lo que ve. Entre otras cosas, se asusta ante el arribo de un tren, lo que acaso configure la primera parodia de la historia del cine. Y en el final, frente a las imágenes de una pareja que se besa, decide intervenir, desconociendo las fronteras entre realidad y ficción: tira de la tela que funciona como pantalla y se encuentra con quien maneja el proyector, que le da una paliza.
Algunas películas fueron más allá y exploraron algún tipo de interacción “real”, un entrecruzamiento entre los dos mundos: el de las imágenes proyectadas y el de quienes las observan. El ejemplo canónico en este sentido es Sherlock Jr. (1924), una de las obras maestras de Buster Keaton, donde el proyectorista de una sala se queda dormido y, en sueños, ingresa al film que está exhibiendo. Keaton tenía tan claras las posibilidades narrativas del medio, conocía tan bien sus códigos y convenciones, que no se quedó sólo en la humorada ingeniosa. Su personaje es ajeno a la diégesis de la película dentro de la película, a tal punto que de entrada ésta intenta expulsarlo. El montaje cambia la locación constantemente y Keaton debe ir acomodándose como puede, tratando de sobrevivir a una narrativa que lo rechaza.
Woody Allen retomó la ocurrencia de Keaton en la hermosa La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985), aunque sin la mediación onírica y en sentido contrario. Aquí es el personaje de una película el que decide abandonarla y atravesar la pantalla. Esa irrupción sacude los dos mundos, el de la glamorosa ficción hollywoodense de los años 30 donde habitaba Tom Baxter (Jeff Daniels) y el de la dura realidad de los barrios obreros durante la Gran Depresión donde vive Cecilia (Mia Farrow). Con ingenio y sensibilidad, Allen presentó una fantasía recurrente en espectadores de todo el mundo. ¿O acaso no soñamos todos alguna vez con la posibilidad de que personajes interpretados por Alain Delon o Brigitte Bardot, por Humphrey Bogart o Ingrid Bergman, abandonaran su diégesis para venir a buscarnos a nuestra vida real?
En torno a esta misma idea, el polaco Wojciech Marczewski presentó La huida del cine Libertad (Ucieczka z kina “Wolność”, 1990), donde los intérpretes de una película en cartel se rebelan, abandonan las directivas del guión y, desde la pantalla, comienzan a hablar con los espectadores. Hay referencias explícitas a La rosa púrpura del Cairo, pero el asunto central del film apunta hacia otro lado: cuestionar la censura en la Polonia comunista. Dentro de este esquema de tránsito entre el celuloide y el mundo real no puede dejar de mencionarse El último gran héroe (Last Action Hero, 1993), de John McTiernan, una obra demasiado imaginativa y delirante para los estándares del mainstream hollywoodense que, en consecuencia, fue un fracaso en su país.
La sala de cine fue muchas veces terreno fértil para el terror, género que aprovechó su espacio familiar y reducido para presentar atrocidades de todo tipo, fantásticas y no tanto. Es difícil no adentrarse en el tema sin referirse primero a una película que no pertenece al género sino que más bien lo comenta: Míralos morir (Targets, 1968), de Peter Bogdanovich. El último tercio transcurre dentro de un autocine, donde un psicópata comienza a dispararle a la gente desde detrás de la pantalla donde se está proyectando, significativamente, El terror (The Terror, 1963), de Roger Corman. El horror clásico frente a uno nuevo, el de un país bañado en sangre por la interminable guerra de Vietnam. “El drive-in funciona en Targets -escribe Cozarinsky en su libro- por oposición al cine tradicional: es un espacio sin carácter, invadido por lo cotidiano en su forma más banal, la del automóvil. Cualquier film proyectado en esas condiciones perderá todo posible misterio, no podrá invitar a la ensoñación. A ese espectáculo abaratado corresponde la masacre indiscriminada, único espectáculo del que puede ser escenario digno un drive-in”.
Abro una breve digresión: el de los autocines es casi un subgénero en sí mismo de las películas que transcurren durante una proyección. Hay de todo: slashers tempranos como Masacre en el autocine (Drive In Massacre, Stu Segall, 1976); comedias adolescentes como Ese loco, loco autocine americano (American Drive-In, Krishna Shah, 1985); distopías pop como en la australiana Dead End Drive-In (Brian Trenchard-Smith, 1986); y hasta una variante de las muy argentinas películas de hoteles alojamientos con Autocine mon amour (Fernando Siro, 1972).

Vuelvo al terror. Desde la italiana Demonios (Dèmoni, 1985), de Lamberto Bava, hasta Al morir la matinée (2020), del uruguayo Maximiliano Contenti, varias historias espeluznantes eligieron como locación una sala de cine y sus alrededores, lo que les permitió establecer alguna relación entre lo que los espectadores de esa ficción miran y lo que padecen. Pero nadie lo hizo con tanta inteligencia y habilidad como Bigas Luna en Angustia (1987), un obra que debe verse sin saber nada sobre ella (y te invito a hacerlo acá antes de seguir leyendo). El director español nos entretiene durante 20 minutos con la extraña y sangrienta historia de un oftalmólogo y su madre hasta que decide mostrar sus cartas: revela que lo que estamos viendo es “The Mommy”, una película dentro de otra. Y entonces comienza a desarrollar una serie de intrincados paralelos, un juego de muñecas rusas entre lo que ocurre en el film y lo que viven quienes lo están viendo. Lejos de ser un frío experimento formal, Angustia logra sostener magistralmente el suspenso en las dos historias y a la vez plantear una reflexión metacinematográfica sobre el voyeurismo.
La película de esta semana en el newsletter transcurre casi enteramente dentro de una sala de cine, y eso es todo lo que conviene saber antes de verla. Se trata de Circuito chiuso (1978), de Giuliano Montaldo, que en Argentina se conoció en VHS con un título demasiado explícito que por ahora prefiero no revelar. Usaré entonces una traducción literal del original italiano: Circuito cerrado.
CIRCUITO CERRADO
Título original: Circuito chiuso
Director: Giuliano Montaldo
Protagonistas: Flavio Bucci, Tony Kendall, Aurore Clément, Ettore Manni, Brizio Montinaro, Loris Bazzocchi
País: Italia
Idiomas: italiano
Año: 1978
Duración: 106 minutos
Para leer después de ver la película
Circuito cerrado comienza con un “ojo” negro que nos mira durante un largo rato. Si volvemos al inicio luego de haber visto la película, comprobamos que la resolución del conflicto ya aparece revelada en ese plano detenido: el objetivo del disparo es el propio espectador. Porque ese agujero insiste en hechizarnos, abriendo un abismo al que voluntariamente nos volcamos. La pantalla como promesa y como riesgo. Y aunque la amenaza es clara, directa, a quemarropa, ahí elegimos quedarnos, expuestos y desarmados. Es esa pulsión que Edwin S. Porter supo advertir cuando el cine apenas estaba naciendo, de allí su hallazgo al eternizar al adusto cowboy que mira a cámara y nos tirotea en la emblemática The Great Train Robbery (1903). Será que en el cine siempre estamos buscando ese impacto, ese flechazo prodigioso, ese tajo íntimo, porque en el fondo todos deseamos morir ahí un poquito, imaginar que somos otros, salir de la sala renacidos. Ser distintos, aunque seamos los mismos.
Financiada por la Radiotelevisione Italiana (RAI), Circuito cerrado se pensó como un telefilm y se filmó a mediados de 1977 con un presupuesto bastante exiguo. En su libro Italian Giallo in Film and Television - A Critical History (2022), Roberto Curti cuenta que el director Giuliano Montaldo y el guionista Nicola Badalucco -que había coescrito La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969) y Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971) con Luchino Visconti, entre muchas otras cosas- trabajaron juntos en base a una idea original que el escritor milanés había bosquejado en 1967. Una de las inspiraciones surgió del cuento “La pradera”, de Ray Bradbury, publicado originalmente en 1950 y luego recopilado en el libro El hombre ilustrado (1951).
El director tomó prestadas imágenes de Ringo, una biblia y una pistola (E per tetto un cielo di stelle, Giulio Petroni, 1968), un spaguetti western muy menor protagonizado por Giuliano Gemma. Y las combinó con nuevas escenas, filmadas especialmente para la ocasión, en las que Gemma se bate a duelo con otro pistolero. Eso es lo que los espectadores de la película ven en la sala de cine de la ficción, aunque en el póster que aparece en el lobby el título es el de otro eurowestern, Días de ira (I giorni dell'ira, Tonino Valerii, 1967), con Gemma y Lee Van Cleef.
Montaldo es recordado sobre todo por películas políticas como Sacco y Vanzetti (Sacco e Vanzetti, 1971) y Giordano Bruno, el monje rebelde (Giordano Bruno, 1973). Pero Badalucco cree que Circuito cerrado fue su mejor obra. “En 1977 era experimental”, dijo alguna vez, en referencia no sólo a su tema, sino también a sus métodos de filmación: se rodó dentro de un cine, con una pantalla azul o blue screen sobre la que las imágenes de la película dentro de la película se agregaron en la posproducción. Se estrenó en la competencia oficial del Festival de Berlín de 1978 con muy buenas críticas, y la RAI intentó entonces estrenarla en cines. Pero una serie de problemas legales (todos los contratos se habían firmado por el salario mínimo, y la productora se negó a renegociarlos) lo impidieron, por lo que el film quedó en un limbo. Recién un año más tarde pudo estrenarse en la televisión italiana.
“La película de Montaldo funciona a varios niveles”, plantea Curti en su libro. “Es una variación sobre el cine como el arte que filma a la muerte trabajando, según las palabras de Jean Cocteau, y sobre la desenfrenada sociedad del espectáculo; una meditación sobre la violencia generalizada en la Italia de los setenta, tanto en el cine como en la vida cotidiana; una perturbadora anticipación de La rosa púrpura del Cairo; y, sobre todo, una metáfora de la desaparición del cine popular y un relato filosófico sobre la imparable mutación del medio”.
El sustrato autorreflexivo de Circuito cerrado ya se hace notar en las publicidades que se exhiben en la sala antes de la función principal. La impronta lúdica de esos anuncios parecería fomentar un pacto de lectura libre y juguetón con la historia que está por desarrollarse, anticipando que la trama podría alejarse del realismo. Pero lo curioso es que, a la vez, el realizador le imprime un aura de seriedad al relato. Más allá de algunos trazos livianos o pintorescos, la sensación de angustia se afianza y las tensiones nunca se disuelven en la distancia irónica, un recurso que el film elude con llamativa elegancia.
Al principio se impone un clima de thriller político, ya que la historia transcurre a fines de los años 70, en la Italia de los Años de Plomo. Después la narración adopta la dinámica del whodunit: hay que averiguar quién lo hizo, hay que hallar al asesino oculto entre ese grupo de personas sospechosas, como en las ficciones de Agatha Christie. Quienes hasta ahora eran simples espectadores y empleados de la sala se convierten en protagonistas de una intriga policial; son interrogados en el decorado del teatro, detrás de la pantalla, para luego consagrarse como actores en la trágica reconstrucción del crimen. Así entramos abiertamente en el terreno de la metarrepresentación, que irá escalando en complejidad hasta el sorprendente clímax. Y si en la primera parte la acción aparece contenida dentro de la lógica racional/detectivesca, la segunda muerte perturba el panorama y habilita una hipótesis esotérica, para terminar aterrizando finalmente en las arenas del fantástico. Lo notable es que toda esta progresión dramática, que así descripta puede parecer delirante, se resuelve con absoluta convicción desde la puesta en escena.

¿Pero de qué trata, en esencia, esta misteriosa y fascinante película? Pensemos en el título. Las puertas del teatro se cierran cuando matan a la primera víctima, es cierto. Sin embargo, ya en el inicio del film la cámara pone el foco en el cerrojo de la entrada principal, cuyas rejas sugieren que son los espectadores los que están atrapados afuera, en la prisión de la realidad. Por eso están todos amontonados, ansiosos por entrar y refugiarse en el cine. Podría decirse, entonces, que el verdadero circuito cerrado remite a ese vínculo personal e intransferible que cada sujeto establece entre su mente y la dimensión imaginaria que el cine viene a estimular y completar.
“Sentimos las necesidades -afirma Edgar Morin- que son las de todo lo imaginario, de todo ensueño, de toda magia, de toda estética; las que la vida práctica no puede satisfacer. Necesidad de escaparse, es decir, de perderse en otra parte, de olvidar su límite, de participar mejor en el mundo. Es decir, necesidad de escaparse para volverse a encontrar”. El acto de ver una película -e ilusionarse- implica un proceso psíquico y afectivo fundamental para la configuración de la subjetividad, asuntos que Morin pensó en su libro El cine o el hombre imaginario (1956). Y estos son, precisamente, los conceptos teóricos que el film italiano busca explorar desde la ficción. De hecho, uno de sus protagonistas es un sociólogo especializado en los intereses y la conducta de las audiencias.
Otro personaje clave es el primer hombre que muere en su butaca durante la proyección. Un señor mayor, de traje gris y aspecto discreto, que a veces asistía a tres funciones por día. Un cinéfilo culto y solitario, para quien las mejores películas eran las que nunca se habían llegado a filmar: es decir, las imágenes latentes, las que aún son propiedad exclusiva de la fantasía. Un hombre que proyectaba en un doble imaginario aquello que el espejo no podía devolverle. Es un mecanismo psíquico que opera en todos los seres humanos, ya que “todos vivimos acompañados de nuestro doble”, asegura Morin (y Circuito cerrado parece deslizar un guiño a esta idea, con los gemelos que vemos primero afuera y luego en el interior de la sala). El doble es ese otro yo, superior, dueño de una fuerza mágica, que se disocia del ser que duerme “para ir a vivir literalmente la vida suprarreal de los sueños”.

¿Qué era lo que buscaba nuestro hombre de traje gris cada vez que llegaba al cine cuando la película estaba por terminar? ¿Cuántas veces había reiterado ese ritual? ¿Acaso anhelaba el milagro que finalmente se corporiza en ese extraño bucle metafísico? En una película, el tiempo está sellado. Eso aporta la certeza de que en la pantalla todo se repite, todo será igual en cada nueva función. Puede cambiar la percepción del observador, su sentir, su memoria, su bagaje de experiencias, su capacidad interpretativa, pero no la película en su materialidad. Además ese final involucra una escena de duelo en un western, quizás una de las acciones más artificiales y a la vez previsibles que el cine supo ponderar, en donde lo que adquiere estatuto mítico es el propio suspenso. Lo reconoció más de una vez Clint Eastwood, que transitó infinidad de veces esos paisajes: “Eso no pasa en la vida real: el cowboy nunca espera a que el otro desenfunde”. Pero el espectador igualmente elige creer, porque ahí es cuando interviene el doble, como señaló Jean-Louis Comolli: “Sé bien que no soy Gary Cooper (por así decirlo), pero me alojo en él cuando consuma lo que no hago”. Quizás el hombre de traje gris sólo intentaba nutrirse una y otra vez de esa grandeza, fantaseando con desafiar a ese otro yo para que por fin se atreva a eliminar a uno de los dos. Y ahí es donde ocurre la fractura, la inquietante confluencia entre ficción y realidad: el héroe en la pantalla -preso en su loop perpetuo- finalmente se cansa y se rebela contra el público.
En las escenas especialmente filmadas para Circuito cerrado, Giuliano Gemma luce un pañuelo con un diseño muy parecido al del personaje en el final de aquel cortometraje fundacional de Porter. Hemos visto a muchos personajes romper la “cuarta pared”: para hablarnos mientras nos miran a los ojos, para reírse con nosotros, para buscar nuestra complicidad, para asustarnos o para lanzarnos una flecha o dispararnos una bala. Y sí, tal vez deseamos estar por un instante en ese lugar, sucumbir, expirar de modo vicario, sólo para poder confirmar inmediatamente que seguimos vivos. Que no estamos condenados a la repetición, porque todavía somos sujetos históricos, adentro y afuera de una sala de cine.
Agradezco especialmente a Carolina Giudici por el aporte de ideas y lecturas para este texto.
Si tenés ganas de algo más…
- En Argentina, Circuito cerrado se conoció en VHS como Disparen al espectador, un título que dice demasiado. Según la información recopilada en la web de RaroVHS, sólo se editó en video acá y en Grecia. Recién el año pasado la empresa Severin Films lanzó una edición en Blu-ray de la película, restaurada y en su versión completa, lo que finalmente la rescató de años de olvido.
- Armé en Letterboxd una lista de películas que transcurren mayoritariamente (o, al menos, fundamentalmente) dentro de una sala de cine. Hay de todo: desde las desventuras de un joven matrimonio que intenta salvar un viejo cine en Inglaterra en la divertida El espectáculo más chico del mundo (The Smallest Show on Eart, Basil Dearden, 1957) hasta el realismo sucio de una sala venida a menos de Filipinas en Servicio (Serbis, 2008), de Brillante Mendoza, pasando por la bella y lúcida celebración melancólica de Tsai Ming-liang en Good Bye, Dragon Inn (Bu san, 2003) o la experimentación formal de Abbas Kiarostami en Shirin (2008). Si se te ocurre alguna otra que no esté en la lista, escribime y la sumo.
- Las últimas tres películas de la temporada pasada siguen disponibles, así que si recién te suscribís al newsletter o en su momento te las perdiste, aún podés acceder a ellas: El botín de la muerte (Nowhere to Go, 1958), de Seth Holt; Riens du tout (1992), de Cédric Klapisch; y John y Mary (John and Mary, 1969), de Peter Yates.
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Muchas gracias por la pelicula y por el texto, hace mucho tiempo que no disfrutaba tanto una obar tan llena de ironia y sutilezas conematograficas
No entra en la lista ya que no transcurre mayormente en una sala de cine, sino solamente su potente final. Pero ese final hace ya a The Mouth of Madness (de John Carpenter) una buena compañera a las películas de esta entrega, planteando quizá algunos temas similares, a veces en sentido opuesto.