Esta semana en Cinematófilos, un potente y poco convencional drama criminal británico. Más adelante vas a encontrar el link para ver la película, que estará activo durante una semana. Te recomiendo entonces que la descargues en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Los Estudios Ealing, en Londres, son los más antiguos del mundo aún en funcionamiento: desde que el pionero británico Will Barker compró el terreno, en 1902, nunca se dejó de filmar allí. Pero hubo un período en estos 121 años de historia que es particularmente jugoso: las dos décadas, en los años 40 y 50, en las que las películas ya no sólo se hacían en Ealing, sino que eran realizadas por Ealing. Sobre la base de una organización creativa muy particular, que fomentaba el talento interno y la calidad por sobre la cantidad, en esos estudios surgieron algunos de los films más amados y recordados del cine británico. Y también otros menos conocidos pero igualmente notables, como el que veremos esta semana en Cinematófilos.
En los Estudios Ealing, ubicados en el distrito homónimo de la zona oeste de la capital británica, se filmaron muchas películas exitosas. Desde Henry VIII (1911), de Will Barker, sobre la obra de William Shakespeare, hasta El gran golpe (The Bank Job, 2008), de Roger Donaldson, pasando por las comedias protagonizadas por Gracie Fields o George Formby en los años 30, cuando la productora Associated Talking Pictures (ATP) era dueña de las instalaciones. Pero la historia que nos interesa aquí comienza en 1938. Y uno de los personajes centrales es Michael Balcon.
Hijo de inmigrantes judíos de Europa del Este y criado en un hogar muy pobre, Balcon (1896-1977) comenzó a trabajar en el cine luego de la Primera Guerra Mundial. Fue, entre otras cosas, responsable de que el artista galés Ivor Novello se convirtiera en una estrella, y apoyó desde muy temprano la carrera de Alfred Hitchcock, a quien le produjo El jardín de la alegría (The Pleasure Garden, 1925), El inquilino (The Lodger: A Story of the London Fog, 1927) y Los 39 escalones (The 39 Steps, 1935), entre otras. En los años 30, como uno de los productores de la compañía Gaumont-British Picture Corporation, Balcon sumó mucho talento técnico y artístico al ofrecerle trabajo a varios inmigrantes alemanes que escapaban del nazismo. Luego de una breve e insatisfactoria experiencia como jefe de la filial británica de la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), en 1938 se hizo cargo de los Estudios Ealing. Y los transformó: pasaron de ser un espacio físico donde se realizaban rodajes a un nombre propio. El tradicional logo de la productora, que aparecía siempre luego de los títulos de crédito iniciales, era una especie de garantía de calidad en el cine de las islas en los años 40 y 50.
“La Ealing de Balcon duró veinte años. En una actividad notoria por su tamaño e inestabilidad, por la rápida rotación de dinero, ideas y personas, Ealing consiguió mantenerse pequeña y estable”, narra Charles Barr en su libro Ealing Studios (1977). “En total, el nombre de Balcon figura en casi un centenar de largometrajes de Ealing realizados en estos veinte años. Durante la mayor parte de este tiempo, su staff siguió siendo prácticamente el mismo. El equipo de rodaje se formó durante el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y muchos de sus miembros permanecieron en la empresa hasta que cesó su actividad. Tanto la política general como el funcionamiento del estudio permanecieron invariables durante todo el período”, agrega.
Balcon nunca dirigió ni un cortometraje, pero le imprimió su sello a las creaciones de la productora. Desde su arribo, se dedicó a formar un nuevo equipo de jóvenes cineastas. Basil Dearden, que había sido asistente en los tiempos de ATP, fue ascendido a productor asociado y pronto demostró ser un director versátil y prolífico. Charles Frend, Charles Crichton y Robert Hamer, todos montajistas experimentados, comenzaron a dirigir. A ellos se sumaron el estadounidense Alexander Mackendrick, radicado en Escocia, y el escocés Harry Watt, que venía de trabajar en documentales con John Grierson y Robert Flaherty. Ellos seis dirigieron al menos el 60 por ciento de las realizaciones de Ealing entre 1938 y 1958. Otro hombre surgido de la tradición documental, Alberto Cavalcanti (nacido en Río de Janeiro y formado en Europa), también fue muy importante, sobre todo durante la guerra. Y guionistas de primera línea, como T. E. B. Clarke, Angus MacPhail y William Rose, siempre ofrecían su ingeniosa pluma.
Lo más conocido del catálogo de Ealing son las comedias, una serie de películas disparatadas e imaginativas, amablemente disruptivas, sutilmente provocadoras. Muchas veces partían de una premisa extravagante para, desde allí, reírse de cuestiones auténticamente británicas. En Dicha para todos (Whisky Galore!, 1949), de Mackendrick, los habitantes de una remota isla escocesa sufren repentinamente la peor de las catástrofes: se quedan sin whisky. En Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, 1949), de Henry Cornelius, la explosión accidental de una antigua bomba de la guerra revela que una porción de Londres pertenece legalmente al último duque de Borgoña. En Los ocho sentenciados (Kind Hearts and Coronets, 1949), de Hamer, un hombre pobre decide asesinar a las ocho personas que le preceden en la línea sucesoria para acceder a un título nobiliario.
A estas tres hay que sumar las geniales Su primer millón (The Lavender Hill Mob, 1951), de Crichton, en la que un opaco y rutinario empleado bancario planea dar el golpe de su vida, y El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), de Mackendrick, donde una excéntrica banda de ladrones se hace pasar por un quinteto de cuerdas y se esconde en la casa de una anciana de apariencia inofensiva. Ambas están protagonizadas por el gran Alec Guinness, el actor de los mil rostros: en cada película de Ealing interpretó a una criatura absolutamente distinta, y en ocasiones es imposible reconocerlo. A tal punto es así que en Los ocho sentenciados se puso en la piel de ocho personajes diferentes, que en una escena incluso aparecen todos juntos en el mismo plano.
Aunque hoy lo que más se recuerda son las comedias, no más del 30 por ciento de la producción de Ealing fueron de ese género. En el resto hubo de todo. Se adentraron en el terror con Al morir la noche (Dead of Night, 1945), una antología de historias breves. 48 horas de terror (Went the Day Well?, 1942), de Cavalcanti, alertaba sobre la posibilidad de una invasión alemana durante la guerra. Las aventuras del capitán Scott (Scott of the Antarctic, 1948), gran éxito de Frend rodado en Technicolor, narraba la trágica expedición que intentó alcanzar el Polo Sur en 1912. Muelles de Londres (Pool of London, 1951), drama criminal dirigido por Dearden, mostraba el romance entre un marinero negro y una chica blanca. En Siempre llueve los domingos (It Always Rains on Sunday, 1947), de Hamer, se puede hallar un antecedente de lo que sería el kitchen sink realism del cine británico de la década siguiente.
La película de esta semana en el newsletter es una de las últimas realizadas por Ealing durante la conducción de Balcon. Hacia mediados de los años 50, una serie de realizaciones que no funcionaron en la taquilla arrastraron a la compañía hacia una crisis financiera. En diciembre de 1955 las instalaciones fueron vendidas a la BBC, y la compañía Ealing, como productora, se trasladó al MGM Studio en Borehamwood, al sur de Londres, donde realizó media docena de films hasta 1958. Allí se filmó El botín de la muerte (Nowhere to Go, 1958), protagonizada por George Nader y una joven Maggie Smith, un potente policial con algunos climas noir que fue dirigido por Seth Holt, uno de los alumnos de la escuela Ealing. Nacido en lo que hoy es Palestina y formado como actor, en 1944 Holt se unió al equipo de montaje, en 1954 comenzó a producir y ésta fue su ópera prima como realizador. En su libro, Charles Barr define a El botín de la muerte como una obra con “una inteligencia y una energía que hacen que la mayoría de las películas británicas de los años 50 parezcan definitivamente geriátricas”. Y lamenta que haya llegado tan tarde, cuando Ealing ya estaba en sus últimos días, porque representaba “una línea bastante fresca y potencialmente fructífera” para la empresa. En la segunda parte de esta entrega contaré la historia de la película, que fue mutilada en el momento de su estreno y aquí veremos en su versión completa.
EL BOTÍN DE LA MUERTE
Título original: Nowhere to Go
Director: Seth Holt
Protagonistas: George Nader, Maggie Smith, Bernard Lee
País: Inglaterra
Idioma: inglés
Año: 1958
Duración: 103 minutos
Para leer después de ver la película
Cinco minutos y medio se extiende la secuencia precréditos de El botín de la muerte. Sin diálogos significativos, apenas con sonido ambiente, con muchos detalles visuales y una minuciosa puesta en escena, se narra el escape de Paul Gregory (George Nader) de la cárcel con la ayuda de su socio Victor Sloane (Bernard Lee). Es una secuencia extraordinaria, y además fija el tono narrativo que tendrá el resto de la película: mostrar en lugar de explicar. En su intento cada vez más desesperado por tratar de escapar, Paul irá improvisando diferentes ardides que la película exhibe en tiempo real. Es decir, nos da tiempo para que los comprendamos en el momento, mientras ocurren.
¿Por qué Paul entra a comprar en una veterinaria? ¿Qué va a hacer a una biblioteca pública? ¿Para qué llama a una casa desconocida desde un teléfono público? ¿Con qué objetivo le quita el freno de mano a un coche estacionado en la calle? En su ópera prima, el director Seth Holt maneja con sabiduría el tiempo y el espacio para que todas estas situaciones puedan desarrollarse, para que nosotros, como espectadores, podamos ir dándoles el sentido que a priori parecen no tener. El director lo explicó en estos términos en una entrevista con la revista Screen en 1969:
“Muchas cosas no se explican hasta que emergen en su función adecuada. Esto hace que la gente se pregunte: ‘¿Por qué hace esto?’ Y la respuesta es: ‘Nadie mira a un lisiado a los ojos’. Lo que estaba intentando hacer era implementar una nueva técnica para que el público se preguntara: ‘¿Qué mierda está tramando este hombre?’ Es una especie de técnica de suspenso cerebral en la que el público se compromete mentalmente. La arena que compra en la tienda de animales es otro ejemplo. La gente se pregunta: ‘¿Para qué demonios quiere eso?’ Y es muy satisfactorio cuando se encuentra una solución”
En el momento de su estreno, en diciembre de 1958, la mayoría de los críticos definieron a El botín de la muerte como una película inteligente pero fallida, a la que le faltaba “algo”. Acaso esa impresión haya tenido que ver con que el film que se exhibió en los cines era bastante distinto al de esta edición del newsletter. Michael Balcon, el jefe de los Estudios Ealing, reclamó (probablemente por presión de la MGM) que el corte original fuera editado para quitarle unos 20 minutos, y se distribuyó en salas como segunda película de un doble programa con Ataque submarino (Torpedo Run, 1958), de Joseph Pevney, producida por la MGM. No tengo claro qué escenas o momentos fueron descartados para esa versión de El botín de la muerte, que hoy no se consigue. La de 103 minutos fue lanzada por primera vez en 2013 en DVD por el British Film Institute (BFI).
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En la entrevista con Screen que mencioné antes, le preguntaron a Holt si era consciente del estilo de la película, porque “no parece muy británico”. El director respondió: “Tenía muchas ganas de hacer algo con estilo. Quería hacer la película menos Ealing jamás hecha”. En este sentido, Charles Barr afirma en su libro sobre los estudios: “El botín de la muerte abandona por completo la preocupación por una comunidad benévola [típico de Ealing] y ofrece una historia policíaca que no está centrada en la policía ni es moralista; está hecha con el disfrute creativo del cine como medio del que, con la excepción de Mackendrick en su discreto estilo, Ealing careció por completo en los años 50. Algunas críticas de la época la acusaron de ser demasiado astuta, de hacer alarde de su ingenio cinematográfico, pero en retrospectiva esto se siente como un puritanismo irrelevante, como el que deploraba el mal gusto de las películas de terror de la Hammer de la misma época”.
Si el estilo de la película no parece muy británico es porque la principal referencia hay que encontrarla del otro lado del Canal de la Mancha: Jean-Pierre Melville. Lo sorprendente es que resulta más próxima a las películas que el director francés haría en las décadas siguientes, como El círculo rojo (Le cercle rouge, 1970) y Un policía (Un flic, 1972), que a las que realizó en esos años, como Bob le flambeur (1955). Así lo advirtió el crítico británico David Thomson en la revista Sight and Sound en 2011, cuando definió a El botín de la muerte como “un thriller fresco y sumamente visual que, por sus diálogos mínimos y su atrevido juego narrativo, está más cerca del mundo de Jean-Pierre Melville que de cualquier precedente británico”.
Otro de los asuntos interesantes del film es que la historia no se centra en el robo, en su planificación y su ejecución, sino en lo que ocurre después. El modo en el que el protagonista obtiene las monedas se narra en un extenso y notable flashback, que muestra cómo Paul se acerca a Harriet (Bessie Love), se gana su confianza y finalmente le roba la colección. Así nos enteramos de que escapó de la cárcel para subsanar el primer problema que se le presentó: lo condenan a 10 años de prisión, bastante más de lo que esperaba. Pero una vez libre no consigue sacar el bolso con el dinero de la caja de seguridad donde lo había ocultado. Con la policía buscándolo, la traición de su socio, una asesinato accidental y el desinterés del submundo criminal londinense, que le suelta la mano, Paul tiene cada vez menos margen de maniobra, se va quedando sin lugar a dónde ir. Y entonces recurre a Bridget (Maggie Smith, en su primer rol acreditado en el cine) y escapa hacia un pequeño pueblo de Gales que terminará siendo su tumba.
El botín de la muerte está basada en una novela de Donald MacKenzie, un ex preso, publicada en 1956. En la transposición, Holt y su coguionista, el crítico teatral Kenneth Tynan, decidieron eliminar todo lo concerniente al pasado del protagonista, que en el libro había sido integrante de las fuerzas armadas británicas. Tampoco conocemos cuáles son sus intenciones, qué deseos tiene una vez que consiga el dinero. La deliberada indefinición de la película sobre su personaje principal, al que decide no presentar como una víctima ni como un villano, hace que sigamos sus andanzas con curiosidad pero también con cierta distancia. Nos vamos empapando de ese mundo amargo y solitario a medida que la historia avanza, pero sin dramatismos. En el final, Paul, herido de muerte, se ubica al volante del camión y pisa el acelerador desesperado, una escena que remite al cierre de Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950), de John Huston. Es el tramo final de su travesía -geográfica, existencial- sin destino.
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube de este newsletter podés ver el tráiler original de El botín de la muerte, que subtitulé al castellano.
- El soundtrack jazzero de la película es una creación del gran trompetista jamaiquino Dizzy Reece. Se puede escuchar en Spotify.
- En YouTube también podés ver (en inglés, sin subtítulos) el documental Forever Ealing (2002), dirigido por Andrew Snell y narrado por Daniel Day-Lewis, nieto de Michael Balcon. Se trata de un informativo recorrido por la historia de los estudios, con testimonios de Martin Scorsese, Stephen Frears, Colin Firth y Terry Gilliam, entre muchos otros.
Archivo de publicaciones
Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de esta temporada. Y acá al de la temporada pasada. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.