Esta semana en Cinematófilos, un recorrido por los centros comerciales como escenario en el cine. Más adelante vas a encontrar el link para ver la película, que estará activo durante una semana. Te recomiendo entonces que la descargues en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Una de las imágenes más célebres de la historia del cine: Harold Lloyd cuelga de las agujas de un reloj en las alturas de un rascacielos de Los Ángeles en El hombre mosca (Safety Last!, Sam Taylor y Fred C. Newmeyer, 1923). Lo que no se recuerda tanto es qué estaba haciendo ahí arriba: había propuesto que alguien escalara la fachada del enorme edificio para publicitar el centro comercial que funcionaba allí, y del que él era empleado. Trabajo, riesgo, ascenso y marketing, todo conjugado en una película brillante, tan divertida como inquietante. Tiendas departamentales, shoppings, supermercados y diversas variantes de enormes espacios dedicados a la venta de productos sirvieron al cine desde sus inicios como escenario para la aventura, el terror, la comedia, la acción o el romance. Y, a su vez, hacia finales del siglo pasado los shoppings se fueron apropiando del cine: hoy la mayoría de las salas integran -o son aledañas a- un gran centro comercial. En estos tiempos en el que el e-commerce amenaza seriamente a los locales tradicionales, vale la pena recorrer brevemente cómo las películas utilizaron a estos espacios en su narrativa.
Las tiendas departamentales o grandes almacenes, en las que en un enorme edificio ofrece todo tipo de productos (indumentaria, calzado, muebles, electrodomésticos, juguetes, artículos decorativos y un larguísimo etcétera), nacieron hacia mediados del siglo XIX y se popularizaron en la primera mitad del siglo XX. Un ejemplo son las recordadas tiendas Gath & Chaves, inauguradas en 1883 en el microcentro de Buenos Aires. Los shoppings o centros comerciales, en cambio, comenzaron a surgir en Estados Unidos en los años 50 y en las décadas siguientes se fueron expandiendo en todo el mundo. En Argentina, el primero fue el Shopping Sur, que comenzó a funcionar en 1986 en Avellaneda, y le siguieron Patio Bullrich, en Retiro, y Unicenter, en Martínez, que abrieron sus puertas en 1988. La diferencia entre ambos modelos es que en el primero una sola empresa maneja todo el negocio, mientras que en el segundo alquila sus locales a diferentes marcas. Además, los shoppings destacan en su oferta otro tipo de consumos: comida, entretenimiento, servicios.
Tanto las tiendas departamentales como los centros comerciales cambiaron las formas de consumir. Ya no se iba a un local sólo por necesidad, sino como una forma de esparcimiento, un paseo al que se podía asistir en familia, con amigos o en pareja. Se transformaron en un destino: ir al shopping era un objetivo en sí mismo, al margen de si se comprara algo o no. Un espacio ajeno a la ciudad que lo rodeaba, donde el exterior (social, meteorológico) apenas se dejaba ver y el tiempo parecía transcurrir con otro ritmo. Espacios tan particulares, en los que confluye tanta gente, captaron la atención del cine desde muy temprano.
Los centros comerciales son terreno fértil para la comedia, ya sean enredos entre la multitud de visitantes y trabajadores o como escenario para el gag visual. Manuel Romero situó en una tienda departamental Mujeres que trabajan (1938), una sus comedias combativas y protofeministas, que además marcó el debut en el cine de la gran Niní Marshall. Charles Chaplin descubrió las posibilidades para el humor físico que ofrecían las escaleras mecánicas en Carlitos jefe de tienda (The Floorwalker, 1916), y los hermanos Marx aprovecharon cada uno de sus rincones y productos en las delirantes persecuciones de Tienda de locuras (The Big Store, Charles Reisner, 1941). Más cerca en el tiempo, las ambiciones materialistas del protagonista de Crimen Ferpecto (2004), de Álex de la Iglesia, empleado de unos grandes almacenes en Madrid, lo envuelven en una sucesión de disparates mientras intenta ocultar un asesinato.
También el cine de acción encontró en estos espacios semicerrados un ámbito propicio para todo tipo de extravagancias físicas. El final de Police Story (Ging chaat goo si, 1985), donde estallan en mil pedazos toneladas de cristales de vidrieras y vitrinas, le permitió a Jackie Chan desplegar una de las más fabulosas coreografías que haya dado el género en toda su historia. En la frenética Beast (2022), de Nelson Dilipkumar, la superestrella del cine indio Vijay se convierte en un ejército de un solo hombre para liquidar a los terroristas islámicos que toman de rehenes a todos los clientes de un centro comercial de Madrás. Hay incluso una especie de subgénero: films en los que Arnold Schwarzenegger en algún momento se agarra a las trompadas o a los tiros en un shopping, como Comando (Commando, 1985), de Mark L. Lester, o Terminator 2: El juicio final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), de James Cameron.
Las historias románticas también aprovecharon con frecuencia las instalaciones de los grandes centros comerciales para plantear relaciones entre compañeros de trabajo o entre empleadores y empleados. A pesar de sus diferencias sociales, la vendedora que encarna Clara Bow terminaba seduciendo a su jefe en Ese no sé qué (It, 1927), enorme éxito de Clarence Badger. El italiano Mario Camerini mostró su habitual sensibilidad para retratar a la clase trabajadora, sus problemas y sus amarguras en Grandes almacenes (I grandi magazzini, 1939), donde los empleados interpretados por Vittorio De Sica y Assia Noris se terminan enamorando. Una mirada más amarga aparece en Golden Eighties (1986), colorido musical de Chantal Akerman, que restringe su acción a una galería para plantear, entre otras cuestiones, la inestabilidad del amor. En Escenas en un centro comercial (Scenes from a Mall, 1991), de Paul Mazursky, el matrimonio de Bette Midler y Woody Allen recorre un enorme shopping de Los Ángeles en el día de su aniversario en medio de revelaciones inesperadas y replanteos existenciales.
Los mall, como se los conoce en Estados Unidos, están asociados sobre todo al cine hollywoodense de los años 80, época en la que este tipo de moles de concreto alcanzaron su punto máximo de popularidad: más de 2.500 se desperdigaban por todo el país, en especial en los suburbios de las grandes ciudades. Hay infinidad de películas, sobre todo comedias adolescentes, que incluyen alguna escena en un centro comercial. En un momento de La noche del cometa (Night of the Comet, 1984), de Thom Eberhardt, en la que un fenómeno astronómico convierte a la mayoría de los seres humanos en zombis, dos chicas que sobreviven se ocultan en un shopping, lo que permite la clásica secuencia de montaje: se prueban toda la ropa que encuentran mientras suena una versión de “Girls Just Want to Have Fun”. Algo similar ocurre en Career Opportunities (1991), comedia romántica de Bryan Gordon escrita por John Hughes, donde Frank Whaley y Jennifer Connelly pasan una noche encerrados en una sucursal del hipermercado Target y patinan entre sus góndolas. Pero la diversión no siempre termina bien en la consumista era de las reaganomics: en Chopping Mall (1986), de Jim Wynorski, los robots de seguridad que custodian un centro comercial terminan atacando a un inofensivo grupo de jóvenes empleados que se habían ocultado para pasar la noche allí. El lado oscuro de la economía capitalista se hace aún más evidente en Terror en el shopping center (Phantom of the Mall: Eric's Revenge, 1989), pobre slasher de Richard Friedman, donde un hombre decide vengarse de quienes le incendiaron la casa para quedarse con el terreno y construir un centro comercial.
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Hay otro tipo de películas ambientadas en shoppings o tiendas departamentales que, aunque puedan tener una filiación genérica, intentan plantear otros conflictos. Una de las primeras ficciones situadas en un gran almacén es el corto The Kleptomaniac (1905), de Edwin S. Porter, que narra en paralelo las historias de dos mujeres: una rica, que roba por placer, y otra pobre, que manotea un pedazo de pan porque tiene hambre. Ambas son atrapadas y deben comparecer ante la Justicia, que no se muestra ecuánime: a la primera la dejan irse a su casa, pero la segunda termina presa.
La filosa y divertida El diablo y la señorita (The Devil and Miss Jones, 1941), de Sam Wood, debe ser una de las producciones más abiertamente prosindicatos que haya dado el Hollywood clásico. El hombre más rico del mundo (Charles Coburn, el diablo del título), que entre otra decena de compañías es dueño de una gran tienda departamental en Nueva York, decide infiltrarse entre sus empleados para detectar quiénes están organizando una serie de protestas. Pero a medida que los va conociendo comienza a encariñarse con ellos, y comprende que el origen de su malestar está en las condiciones de trabajo y en la persecución patronal. Y termina participando de una manifestación en contra suya en la puerta de su propia casa.
El grupo cómico francés Les Charlots hizo varias películas muy populares en los años 70. En 5 locos en el supermercado (Le grand bazar, 1973), de Claude Zidi, los amigos se quedan sin trabajo en una fábrica y deciden ayudar al dueño de una pequeña tienda para luchar contra la competencia de un gigantesco centro comercial que se instala enfrente. Con un humor surrealista, la película plantea uno de los temores que generó la aparición de los shoppings: la homogeneización de la oferta y la muerte de los locales de barrio.
Por último, en la atrevida e inquietante Nocturama (2016), de Bertrand Bonello, un grupo de jóvenes que acaba de cometer una serie de atentados terroristas en distintos puntos de París se refugia en una tienda departamental. La película nunca explicita qué motivó al grupo a hacer los ataques, y Bonello no parece interesado en cuestiones sociológicas o psicológicas. En cambio, se centra, en la segunda mitad, en las actitudes de cada uno luego del desastre que acaban de provocar. Como advirtió Miguel Muñoz Garnica en el sitio El antepenúltimo mohicano, “el encierro en el centro comercial le sirve [al director] para mostrar que sus terroristas (...) son jóvenes hedonistas corrientes, entre asustados y aburridos pero nunca demasiado conscientes de las implicaciones éticas de sus actos”.
La película de esta semana en Cinematófilos también está mayormente ambientada en una enorme tienda departamental de París, aunque no podría ser más distinta a Nocturama. Se trata de la comedia coral Riens du tout (1992), ópera prima de Cédric Klapisch, que nunca tuvo estreno comercial en Argentina pero alguna vez se exhibió en la Alianza Francesa de Buenos Aires. Su título podría traducirse como “nada de nada” o “nada en absoluto”, pero no hay que dejarse engañar: aquí pasa de todo, y Klapisch ofrece una mirada muy lúcida y divertida sobre el mundo del trabajo, las estrategias de recursos humanos y las grandes corporaciones.
Quizás te llame la atención que haya llegado hasta acá sin mencionar un título fundamental en la historia del cine y los centros comerciales. Me guardé lo mejor para el final de esta introducción: El amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 1978), obra maestra de George A. Romero. Tres hombres y una mujer que buscan dónde refugiarse en medio del apocalipsis llegan a un shopping atestado de zombis. “¿Qué hacen acá? ¿Por qué vienen?”, pregunta un personaje en un momento, mientras los muertos vivos deambulan frente a los locales. “Este fue un lugar importante en sus vidas. Estas criaturas son... puro instinto motorizado”, le responde un compañero. El amanecer de los muertos tuvo una remake bastante buena hace casi 20 años, dirigida por Zack Snyder. Pero creo que ya no podría volver a filmarse, porque aquella distopía se convirtió en presente. Hoy todos llevamos un shopping en el bolsillo: el celular nos permite mirar vidrieras, conseguir algo para comer, acceder al más reciente lanzamiento musical y hasta ver una serie o una película. Y con frecuencia nos encontramos, sin darnos cuenta, caminando como zombis con la vista clavada en la pequeña pantalla, scrolleando sin sentido, por puro instinto motorizado.
RIENS DU TOUT
Director: Cédric Klapisch
Protagonistas: Fabrice Luchini, Pierre-Olivier Mornas, Marie Riva, Olivier Broche, Coraly Zahonero, Jean-Michel Martial, Jean-Pierre Darroussin
País: Francia
Idioma: francés
Año: 1992
Duración: 97 minutos
Para leer después de ver la película
“Para tener éxito, mi intención es unir, asociar, reunir la energía de todo el personal. Una estrategia global contra la distracción, la disipación, la división... En una palabra, la dispersión”. Reunido con los dueños, Lepetit (Fabrice Luchini), el nuevo director de las Grandes Galerías de París, plantea su estrategia para tratar de revertir la situación. Tiene un año de plazo para que el centro comercial, que está celebrando su centenario, comience a dar ganancias. Si no lo logra, el lugar será vendido y sus empleados, despedidos. O al menos eso le dicen.
El director Cédric Klapisch definió a Riens du tout, su primer largometraje de ficción, como una “comedia conceptual”. La etiqueta parece adecuada: aunque en los primeros minutos la película deja en claro cuál será su arco narrativo (la necesidad de que la compañía, en los próximos doce meses, deje de perder dinero), a medida que la historia avanza ese deadline o plazo se va desvaneciendo en favor de una mirada fragmentada pero atenta sobre una veintena de trabajadores. Apenas conocemos unos retazos de la vida de los personajes en este relato coral, pero son más que suficientes para que podamos sentirnos cerca de ellos. “Es cierto que mis películas no hablan de otra cosa: de las relaciones entre el individuo y el grupo. Cómo unirse, cómo formar un grupo, un coro. Cómo cantar juntos. Cómo ser feliz solo y con los demás”, sostuvo Klapisch en 1996, en una entrevista con el periódico Le Figaro.
El término “recursos humanos”, que comenzó a popularizarse en los años 50, es conflictivo, porque considera a las personas como un bien más dentro de la organización. Lo mismo ocurre con “capital humano”, una definición que los argentinos escucharemos con frecuencia en los próximos años. El recién llegado Lepetit pone en marcha una enorme batería de estrategias para que esos recursos del centro comercial comiencen a funcionar de forma más aceitada, a trabajar juntos para evitar la indeseada dispersión. Sospecho que en el momento del estreno de Riens du tout, hace más de tres décadas, varias de estas iniciativas pudieron haber parecido más heterodoxas que ahora. No me sorprendería saber que alguna empresa invita hoy a sus empleados a practicar bungee jumping como un modo de fortalecer el carácter frente a futuros desafíos. O les pone una entrenadora para ejercitar la sonrisa. O contrata a algún coach de expresión corporal para desarrollar la confianza. O arma un coro para afinar las relaciones laborales.
Roger (Pierre-Olivier Mornas), el nuevo empleado que entra en el “banco de suplentes” del centro comercial, es un tipo inquieto. No parece tener muchas ganas de trabajar, y de a poco se va convirtiendo en una figura disruptiva dentro de la empresa. “Somos verdaderos esclavos”, se queja en un momento. Es él quien pega los carteles que anuncian la realización de un carnaval, que invita a los empleados a asistir disfrazados, una idea que no cuenta con la aprobación de la gerencia. El carnaval surgió como una festividad que posibilitaba momentos de pura liberación para el pueblo, en los que reinaba cierto caos y las máscaras permitían ocultar jerarquías sociales y económicas. Por unos días, mientras duraban los festejos, la autoridad dejaba de existir. En la película, el carnaval aparece como una broma, un inocente acto de jocosa rebeldía. Pero cuando Lepetit advierte la situación, le gusta y hasta la abraza con unas improvisadas palabras. Se adueña de la idea: el neoliberalismo muestra otra vez su capacidad de apropiarse de todo y usarlo a su favor.
El film también pone el foco en esos discursos que han sido fácilmente asimilados por la maquinaria capitalista. Cuando Zaza (Marie Riva) se toma unos días de descanso, se cruza de casualidad en la playa con Lefèvre (Olivier Broche), con quien no se llevaba bien en el trabajo. Ambos practican nudismo, y a partir de allí se hacen amigos. Comparten una concepción de la vida que podríamos definir como New Age, aunque adaptada sin pudores al sistema económico imperante. Y entonces van juntos de compras. “Este lugar es genial. Hay tantos productos naturales”, comentan, mientras empujan un changuito como Dios los trajo al mundo. Adán y Eva en el supermercado, para confirmar que hoy los sujetos pueden ser despojados de absolutamente todo, menos de su capacidad de consumir.
Otros trabajadores, a diferencia de Roger, tienen la camiseta puesta. Véronique (Coraly Zahonero) parece enamorada de todas las decisiones que plantea el nuevo director y está dispuesta a ascender en la jerarquía interna. Luego de una pelea con una compañera, pide que le den un puesto de supervisora. En su solicitud cuenta que tuvo un aborto. “Para mí, era un hijo o la empresa”, explica, con perturbador orgullo. En el caso de Hubert (Jean-Michel Martial), el empleado de seguridad, lo de la camiseta es literal: la viste para correr el maratón. Hace rato que viene entrenando y está seguro de que puede ganar. Pero en los metros finales lo supera Mamadou (Billy Komg), el encargado de la limpieza, un personaje que no dice una sola palabra en toda la película y al que Hubert había maltratado en el comienzo. Apenas cruza la línea de llegada, Mamadou (originario de Guadalupe, un territorio francés en el Caribe) es abordado por Lepetit, que le pone la remera de las Grandes Galerías y lo empuja a la conferencia de prensa. Es desolador el plano posterior, que lo muestra sonriendo por su triunfo mientras se aleja en soledad, sin que nadie lo note.
“Esto nos demuestra que somos poquita cosa”, dice un empleado mientras observa el cielo nocturno, durante una de las actividades organizadas por el departamento de recursos humanos de la compañía. “No hay necesidad de mirar a las estrellas para saber que no somos mucho”, le apunta un compañero, en una frase que se revelará profética. En el final, las extravagantes iniciativas de Lepetit resultan efectivas: el centro comercial comienza a dar ganancias. “Nos sorprende cómo logró remontar la empresa en tan poco tiempo”, le dicen los dueños. Pero la suerte ya estaba echada: las instalaciones serán vendidas, la tiende departamental cerrará sus puertas y todos los trabajadores serán despedidos. “Sus habilidades para la gestión nos permitieron duplicar el precio de la venta. Es un negocio redondo para los accionistas”, le informan a Lepetit, que parece no poder creer lo que oye. Como seres humanos no somos nada frente al infinito, ante la inmensidad que nos rodea. Y como trabajadores parece que para el Capital también somos nada de nada, nada en absoluto.
Si tenés ganas de algo más…
- En YouTube podés ver el tráiler original de Riens du tout, que subtitulé al castellano.
- El año pasado, en la edición número 45 del newsletter, programé otra película que transcurre en una tienda departamental: Employees’ Entrance (1933), de Roy Del Ruth. Acá podés acceder al film y acá al texto de aquella entrega, en el que recorrí la dimensión política -y lo increíblemente a la izquierda que se ubicaban- varias realizaciones de Hollywood a comienzos de los años 30.
- La del sábado próximo será la última edición del año de Cinematófilos. No te la pierdas, porque veremos una hermosa película protagonizada por dos grandes estrellas que, sin embargo, permanece bastante olvidada.
Archivo de publicaciones
Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de esta temporada. Y acá al de la temporada pasada. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.
La verdad, tu blog es invaluable para cualquier cinéfago que se precie. Y después del cierre del blog de scalisto, es uno de los pocos blogs de calidad sobre cine que quedan, al menos en castellano. Muchísimas gracias.