#96 - Heredarás la tierra
La importancia del apoyo estatal a la producción cinematográfica en todo el mundo.
Esta semana en Cinematófilos, la primera gran película de un país sin historia en el cine. Más adelante vas a encontrar el link para ver la película, que estará activo durante una semana. Te recomiendo entonces que la descargues en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
El cine puede ser muchas cosas al mismo tiempo: una forma de entretenimiento, una expresión artística, un lenguaje para contar historias, una herramienta educativa, una industria más o menos artesanal, un modo de propaganda o de resistencia, el testimonio de una época, un manera de repensar el pasado y de imaginar el futuro. Y también puede ser una forma de identidad cultural, de ponerle imágenes y sonidos a las alegrías y preocupaciones de un pueblo o una nación. Con este objetivo, gobiernos de todo el mundo vienen apoyando de diversos modos a la producción cinematográfica local desde hace varias décadas, incluso en países con una industria poderosa y de influencia global. Vale la pena repasar brevemente algunas cuestiones en torno a esto y derribar algunos mitos, sobre todo en estos tiempos en que parecen ganar adhesión ideas que desprecian el rol fundamental que juegan los diferentes estados nacionales y locales en el fomento a la producción audiovisual.
A diferencia de otras expresiones artísticas, hacer cine suele ser caro y complejo en términos de logística y organización. Realizar una película involucra el trabajo de una gran cantidad de gente con saberes muy específicos, y el resultado final debe ser distribuido -físicamente en otros tiempos, de modo casi exclusivamente digital en la actualidad- para que pueda llegar a su público, ya sea en una sala de cine o en una pantalla doméstica. Para respaldar la realización, distribución, exhibición o preservación de esas obras, los estados nacionales intervienen en el proceso desde hace cerca de un siglo.
Ya en 1927, el Reino Unido legisló para implementar una cuota de pantalla (un número mínimo de días en el que las salas deben exhibir producciones autóctonas) en un intento por cuidar a su industria fílmica, amenazada ante el avance de las realizaciones estadounidenses que dominaban la cartelera. Otro ejemplo temprano es el de Brasil, que puso en marcha una iniciativa parecida en 1932. Hoy casi todos los países del mundo imponen regulaciones en este sentido. Los resultados no siempre son los esperados: en las islas británicas, la legislación de 1927 fomentó el fenómeno conocido como quota quickies, películas realizadas velozmente con muy poco dinero y ninguna pretensión de calidad para cumplir con la cuota de pantalla. Pero la ausencia de este tipo de medidas también puede ser desastrosa, como le ocurrió a México luego de firmar el acuerdo de libre comercio con Canadá y Estados Unidos (NAFTA) en 1994: de 75 films realizados en 1990 se pasó a apenas 9 en 1997.
SI NO USÁS MERCADO PAGO, PODÉS HACER UNA TRANSFERENCIA POR EL VALOR QUE ELIJAS AL SIGUIENTE CBU: 0170056540000030252347 (ALIAS: MIEL.PODER.DELFIN)
Estas intervenciones estatales están apoyadas en una idea: que el cine (y el arte en general) es una forma de identidad cultural que no puede quedar a merced de las leyes del mercado como cualquier otro producto de consumo. Así lo entendieron la mayoría de los países del planeta, que en las últimas décadas adhirieron a la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Impulsado por Canadá y Francia, el acuerdo comenzó a funcionar en 2005 y busca que las naciones puedan tomar medidas para proteger y promover la diversidad de sus industrias culturales ante el riesgo de que la globalización termine homogeneizando todo. Hasta hoy, fue ratificado por 178 de los 194 países miembros, incluidos todos los integrantes de la Unión Europea, Gran Bretaña, la India, China y casi toda África y América latina, entre otros. De los Estados que se negaron a sumarse, el caso más notable es la de Estados Unidos.
“La política cultural es un elemento importante en el dominio mundial de la industria cinematográfica estadounidense. El objetivo de la política cinematográfica del gobierno de Washington es eliminar las cuotas de pantalla en otros países para garantizar que sus mercados estén abiertos a las películas de Hollywood. A principios de la pasada década, la UNESCO reconoció el carácter excepcional de los bienes culturales y afirmó el derecho de los Estados nación a aplicar políticas que protejan y faciliten la expresión cultural [...] Mientras que los países europeos, en especial Francia, apoyaron ardientemente la convención, Estados Unidos se negó a firmarla y ejerció un enérgico lobby en su contra”, explicó la estadounidense Diana Cranea, del departamento de Sociología de la Universidad de Pensilvania, en su artículo Cultural Globalization and the Dominance of the American Film Industry (2013).
A diferencia de lo que suele creerse, en Estados Unidos el Estado también incentiva la producción audiovisual. En 2010, 43 de los 50 estados del país ofrecieron algún tipo de subsidio para la realización de películas y series por un total de 1.500 millones de dólares. La California Film Commission, creada en 1985 para solidificar la posición de ese estado como el corazón de la producción de cine, televisión y publicidad, ofrece actualmente un programa de créditos fiscales que destina 330 millones de dólares por año. En algunos casos, el gobierno local le devuelve a la compañía productora hasta el 40 por ciento de lo que se gastó en ese territorio. Si prestás atención a los créditos finales de cualquier película hollywoodense, lo más probable es que encuentres el logo de la comisión de cine del lugar donde se filmó.
Quienes cuestionan que el Estado apoye al cine también suelen mencionar a la India, que desde hace cinco décadas es el país que más películas produce cada año, como un caso exitoso de iniciativa exclusivamente privada. Pero la realidad es más compleja. Pather Panchali: El pequeño sendero (Pather Panchali, 1955), que inauguró la célebre e influyente Trilogía de Apu de Satyajit Ray, se pudo terminar gracias a un préstamo del gobierno de Bengala Occidental. En 1960, el estado nacional creó la Film Finance Corporation (luego rebautizada National Film Development Corporation) con el objetivo de “proporcionar, facilitar o procurar financiación u otras facilidades para la producción de películas de buena calidad” que permitan desarrollar “la promoción de la cultura nacional, la educación y el sano entretenimiento”. Casi todo el cine indio de repercusión internacional -la obra de Mrinal Sen, Mani Kaul o Shyam Benegal, entre otros directores- fue financiado total o parcialmente con aportes estatales. Además, al menos 18 de los 28 estados que conforman el país ofrece algún tipo de incentivo (préstamos, exenciones impositivas, desgravaciones fiscales) a la producción autóctona, en un intento por alentar el uso de idiomas locales en una nación tan diversa. En Madhya Pradesh, que el año pasado fue declarado durante los National Film Awards el estado más amigable del país para filmar, se ofrecen subsidios de hasta 100 millones de rupia indias (unos 1,2 millones de dólares).
Luego de la Segunda Guerra Mundial, los países europeos, devastados por el conflicto, entendieron que debían apoyar al sector audiovisual ante la amenaza de que la producción de Hollywood copara todo. Se diseñaron diferentes esquemas de financiación, que en términos generales pueden resumirse así: un porcentaje del valor de cada entrada que se vende va destinado a un fondo para el fomento del cine. Es decir que, bajo este sistema, la producción cinematográfica es sostenida por quienes asisten a las salas de cine, y no con los impuestos de los contribuyentes, como suele repetirse desde la ignorancia o la mala fe. En Argentina, este esquema funciona con variantes desde 1968. Recomiendo leer al respecto un texto riguroso y didáctico de María Iribarren publicado esta semana en el sitio Con los ojos abiertos.
En Cinematófilos ya repasé la historia de algunos países que recién comenzaron a tener una producción cinematográfica propia y sostenida a partir del apoyo estatal: Nueva Zelanda, Australia (acá y acá), Canadá, Chile. La película de esta semana proviene de una nación pequeña, escasamente poblada, alejada de todo, con un idioma que no se habla en ningún otro lado: Islandia. El año pasado, en la edición número 43, conté cómo hizo esta isla perdida en las aguas del Atlántico norte para desarrollar un cine con sabor local y proyección internacional a partir de la creación, en 1978, del Fondo Cinematográfico Islandés (Kvikmyndasjóðs). Hoy veremos la primera realización surgida de esa experiencia: la hermosa y melancólica Land and Sons (Land og synir, 1980), de Ágúst Guðmundsson.
LAND AND SONS
Título original: Land og synir
Director: Ágúst Guðmundsson
Protagonistas: Sigurður Sigurjónsson, Jón Sigurbjörnsson, Jónas Tryggvason, Guðný Ragnarsdóttir, Sigríður Hafstað
País: Islandia
Idioma: islandés
Año: 1980
Duración: 91 minutos
Para leer después de ver la película
“De chico, mi sueño era ser veterinario. Pero mi familia no pudo costearlo. Entonces mi padre consideró que, ya que tenía un hijo varón, yo debía encargarme del arado. Fue un trabajo terriblemente duro arar los campos rocosos de Norsholmen. Tenía que pensar en otra cosa para poder soportarlo”. Esto le contaba un hombre mayor a Ingmar Bergman en el fascinante documental Mi isla (Fårö-dokument 1979, 1979), su segundo film dedicado a registrar la vida de los habitantes de la isla sueca de Fårö, ubicada en el mar Báltico, en la que el mismo realizador vivió durante casi 40 años. En la década del 30, ese hombre debía tener la edad que tiene el joven protagonista en Land and Sons. Sólo que Einar (Sigurður Sigurjónsson) sí se termina animando a dejar el pueblo para hacer su propio camino, con todos los riesgos que esa decisión implica.
Land and Sons (“Tierra e hijos” en castellano) fue una de las tres primeras películas islandesas filmadas con apoyo del flamante Fondo Cinematográfico, y la que más temprano llegó a los cines. Se estrenó en enero de 1980 con enorme éxito en la isla: se calcula que la vieron entre 80 y 100 mil personas, un tercio de la población total del país. Hasta ese momento, apenas un puñado de largometrajes de ficción se habían producido en Islandia en toda su historia. Y algunos de ellos habían sido realizados por directores extranjeros, como The Girl Gogo (79 af stöðinni, 1962), del danés Erik Balling, el único de la década del 60.
“El Fondo Cinematográfico se creó en 1978, y con mis socios obtuvimos una de las tres primeras ayudas a la producción. Ninguno de nosotros había rodado nunca un largometraje. Estábamos haciendo todo por primera vez. Filmar era caro, pero ahorramos en todo”, contó en una entrevista en 2010 el director Ágúst Guðmundsson, que en los años 70 estuvo vinculado al cineclub de la universidad de Reikiavik, un punto de encuentro importante para la cinefilia de la capital de la isla, y estudió cine en Inglaterra. “Cuando miro la película ahora, creo que las limitaciones con las que trabajamos finalmente terminaron siendo beneficiosas. Le dieron al resultado final un cierto estilo acorde con el tema”, agregó.
Land and Sons es una transposición de la novela homónima del escritor y periodista Indriði G. Þorsteinsson, que no sólo aportó la historia original sino que también ayudó a financiar y promocionar la película a través de sus contactos en el mundo de la prensa. Guðmundsson creía que la mayoría de los actores islandeses de esos años tenían una experiencia teatral que les quitaba naturalismo frente a cámaras, por lo que se decidió mayoritariamente por intérpretes aficionados. Entre ellos Guðný Ragnarsdóttir, que encarna a Margrét, la novia de Einar. Dos de los protagonistas, sin embargo, eran actores profesionales conocidos: Sigurður Sigurjónsson, que luego se convirtió en un comediante de gran popularidad, y Jón Sigurbjörnsson, que interpreta a su vecino, el padre de Margrét.
La historia transcurre en los años 30, y ya desde los planos iniciales el realizador transmite una sensación de enorme humildad, como si le alcanzara simplemente con capturar ese universo en vigorosas imágenes y sonidos, con la suficiente seriedad antropológica como para convertir al film en “un asombroso diario de viaje visual”, como apuntó en 1981 el crítico Michael Auerbach en el Daily Bruin de la Universidad de California. Efectivamente, desde el nivel más llano, la película puede disfrutarse como una crónica de costumbres, un documento sensible que describe una época y registra una forma de vida. Se trata de una narración muy diáfana y directa, casi sin subrayados dramáticos ni simbolismos extraños que deban ser descifrados: en esta historia, lo que se ve es lo que hay. Desde nuestra distancia de espectadores, podríamos quedarnos horas y horas contemplando esos paisajes magníficos.
Pero vivir ahí es otra cosa. Hace años que Einar cultiva una callada desesperación. Para él, y para muchos otros jóvenes, ese lugar ya está totalmente vencido y ajado, como sugiere el paisaje que actúa como fondo decorativo durante el baile que reúne al pueblo. Lejos de la conexión con lo sublime que los románticos ponderaban ante la naturaleza, para el habitante del lugar esa imagen representa la confirmación del agobio. Filmada en un valle del norte de Islandia, la película expone la belleza del entorno pero también su aspereza. En la profundidad del encuadre siempre visualizamos más terreno o más montañas, y cuando se atisba el cielo, casi siempre aparece invadido por nieblas ominosas. ¿Dónde está el horizonte? ¿Dónde están los puntos de fuga? Cuando nos ubicamos en la perspectiva del protagonista, todo ese inmenso espacio abierto comienza a traducirse en asfixia.
Una crítica de Michael Ventura publicada en el LA Weekly en 1981 celebró al film por su voluntad de rescatar la memoria de los padres fundadores: “Porque prácticamente hemos olvidado que la mayoría de nosotros tenemos antepasados que dejaron de trabajar la tierra en algún momento de los últimos 200 años, que fueron arrancados de ella por fuerzas que apenas comprendían, a las que odiaban por instinto y a las que no podían oponerse. Nos han entrenado para ser buenos trabajadores de corporaciones, fábricas y servicios, por lo que nuestra educación se olvidó de recordarnos -y mucho menos de permitirnos hacer el duelo- lo que una vez les ocurrió a nuestras familias”. Y, en este sentido, comparó a Land and Sons con El árbol de los zuecos (L'albero degli zoccoli, 1978), de Ermanno Olmi.
El padre de Einar fue uno de los pioneros del pueblo, en donde también promovió la creación de una cooperativa de trabajo. Pudo sentirse parte de esa construcción, de ese origen colectivo, y ese orgullo forjó su identidad. Pero el hijo ya está cansado de esas condiciones de vida tan precarias, en una rutina de perpetua repetición en donde no existen los cambios ni las sorpresas (salvo las sorpresas que nadie anhela, como una peste). No quiere estar sometido a los azares del clima, el ritmo biológico de los animales y los ciclos de la tierra. Otros lo llaman “pesimista” cuando en realidad él simplemente no se conforma con lo dado, con la mera supervivencia. Desea algo más, aunque aún no sepa bien qué.
“Soy viejo y todavía no he visto tiempos felices”, confiesa el vecino, el padre de la novia, una frase brutal que revela una historia personal de absoluta desazón. Por momentos, ese hombre parecería sentir envidia por ese joven que está dispuesto a rechazar el mandato de la tradición. Le ofrece un trago y asegura que “el alcohol lubrica el optimismo”, cuando en verdad lo que hace es afianzar su resignación. Luego de la agotadora redada de ovejas, el suegro llega borracho a la casa, desmayado sobre su caballo. Su felicidad consiste en perder la conciencia. Eso es lo que Einar no quiere para su futuro.
En las escenas iniciales, el relato muestra cómo los protagonistas se ocupan de alimentar a un cordero que esa misma noche será sacrificado, en un degüello a cargo del padre que la cámara decide dejar fuera de campo. Haberse acostumbrado a las faenas del campo no significa que esas acciones sean fáciles de tolerar como algo cotidiano. Por eso resulta llamativo que el director elija, más adelante, exhibir todo el proceso de la muerte del caballo de Einar. Primero cava la tumba, luego lleva al caballo al borde de la fosa y, finalmente, le pega un tiro en la frente. Somos testigos de la sangre y el dolor del animal. El joven ejecuta ese ritual porque necesita asumir la violencia que implica abandonar el legado. No alcanza con haber perdido al padre y vender la propiedad: tiene que aniquilar, por desgarrador que sea, toda esa parte suya que lo ata a ese pasado.
Cuando la película llega a su fin, uno no puede evitar preguntarse cómo será la vida de Einar en la ciudad. Acá es donde el documental de Bergman funciona como un perfecto complemento que permite amplificar el mundo narrado en Land and sons. En 1969, el director entrevistó a varios adolescentes habitantes de Fårö que manifestaban su deseo de mudarse al continente, debido a que en la isla no había trabajo ni otras cosas que los estimularan. Diez años después, Bergman fue a buscar a esas mismas personas, ya instaladas en otras ciudades. Como era de esperarse, los jóvenes migrantes ya no veían tantas virtudes en la dinámica urbana, y hasta uno de ellos dice con nostalgia que “ir a Fårö y mirar el mar es liberador”. Siempre hay una cuota de idealización en esa otra vida que se proyecta pero que aún no se conoce. Pero eso no importa, porque primero hay que intentar. El film termina con el micro sobre la ruta, nada menos que cruzando un puente. El puente hacia una posibilidad: ser el artífice de la propia historia.
Si tenés ganas de algo más…
- La anterior película islandesa comentada en el newsletter fue la extraordinaria Hijos de la naturaleza (Börn náttúrunnar, 1991), de Friðrik Þór Friðriksson, que estuvo nominada a los premios Oscar como mejor film extranjero. Vuelvo a compartirla (la podés descargar acá), ahora en su versión restaurada digitalmente en alta definición, que no estaba disponible en aquel momento.
- En 2021, Fernando Martín Peña, Roger Koza y Fiorella Sargenti le dedicaron una emisión de su programa radial Filmoteca: cine sin pantallas a la relación entre las películas y el dinero. Y entre otras cuestiones hablaron de cómo se financia el cine y qué rol cumple el Estado. Lo podés escuchar en Spotify o en YouTube.
- El documental Mi isla, de Ingmar Bergman, se puede ver en YouTube, con subtítulos en castellano.
Archivo de publicaciones
Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de esta temporada. Y acá al de la temporada pasada. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.
Buena película, muy cuidada en sus detalles ! Gracias