Esta semana en Cinematófilos, una película intensa y lúcida sobre la dura vida de los ex combatientes en la Italia de posguerra. Más adelante vas a encontrar el link para ver la película, que estará activo durante una semana. Te recomiendo entonces que la descargues en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
La historia del cine italiano es tan rica, está tan llena de nombres imprescindibles, que muchas veces directores importantes quedan relegados injustamente a un segundo plano. Hace unos meses le dediqué una entrega de Cinematófilos a Pietro Germi, un realizador que no tuvo una obra tan sólida e influyente como, digamos, Luchino Visconti, Michelangelo Antonioni o Pier Paolo Pasolini, pero que sin embargo dejó un buen número de grandes películas. Esta semana voy a explorar un caso parecido: el de Alberto Lattuada.
Hay al menos tres cuestiones que explican por qué Lattuada tiene menos reconocimiento del que merece. En primer lugar, su película más famosa es la ópera prima de Federico Fellini. Luces del varieté (Luci del varietà, 1950) fue escrita, producida y dirigida en conjunto, y protagonizada por las esposas de ambos, Carla Del Poggio y Giulietta Masina. Durante años primó la idea, desde una mirada retrospectiva, de que era una obra “fellinesca”, que presentaba temas y estilos que más tarde el creador de Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) iría profundizando: el humor melancólico y amargo, cierto grotesco, la vida errante de los actores en gira permanente. Incluso circularon rumores de una supuesta mala relación entre los dos directores y de fuertes diferencias creativas en el set. Pero como confirman varias fuentes -entre ellas el libro Federico (2002), de Tullio Kezich-, Luces del varieté fue un trabajo realmente colaborativo, en el que Lattuada y Fellini hicieron aportes igualmente relevantes y no hubo conflicto alguno. En última instancia, y más allá de sus méritos, es una película menor en la filmografía de ambos.
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Lattuada también recibió el calificativo de “caligrafista”, que en sí mismo no tenía una connotación negativa. Se denominó así a los directores de fines de los años 30 y comienzos de los 40, durante el fascismo, que realizaron films visualmente sofisticados y en general basados en obras literarias del siglo XIX. Un buen ejemplo es Pequeño mundo antiguo (Piccolo mondo antico, 1941), de Mario Soldati, con guión de Lattuada sobre una obra de Antonio Fogazzaro. Pero un sector importante de la crítica acusó a estas películas de ser políticamente apáticas, burguesas y de un romanticismo decadente. La ópera prima de Lattuada, Giacomo l'idealista (1943), adaptación de una novela de Emilio De Marchi, recibió el mismo tipo de cuestionamientos. “La orientación humanista de este grupo y el hecho de que careciera de cualquier forma de populismo lo aislaron del resto del cine italiano. La etiqueta ‘caligrafista’ actuaría como una especie de cordón sanitario. A pesar del ostracismo crítico que seguiría creciendo incluso después de la guerra, estos cineastas contribuyeron a afirmar el papel del director como autor”, sostiene Gian Piero Brunetta en su libro Guida alla storia del cinema italiano (2003).
Más adelante, Lattuada quedó asociado al erotismo (a veces refinado y otras no tanto) de varios de sus films y al “descubrimiento” de actrices jóvenes y hermosas que luego serían famosas, como la francesa Jacqueline Sassard, que tenía 16 años cuando protagonizó La Guendalina (Guendalina, 1957). Más celebres fueron los casos de Catherine Spaak en Dulce engaño (I Dolci inganni, 1960), que narra 24 horas en la vida de una adolescente que está descubriendo el amor; y de Nastassja Kinski en Tentación prohibida (Così come sei, 1978), sobre la relación entre una joven y un hombre mayor (Marcello Mastroianni) que sospecha que podría ser su padre.
Pero el cine de Lattuada (1914-2005) es mucho más que todo esto. Demasiado popular para ser considerado un autor y demasiado intelectual como para dejarlo de lado fácilmente, la crítica en general no supo cómo ubicarlo. “Sensualidad, belleza, ambigüedad, control formal, perfeccionismo y experimentación son sólo algunos de los ingredientes de la asombrosamente diversa producción de un hombre libre, curioso y anticonformista que hoy merece más que nunca ser redescubierto por el público”, escribió el italiano Roberto Turigliatto, curador de una retrospectiva integral que el Festival de Cine de Locarno le dedicó a Lattuada en 2021.
Nacido en una familia vinculada al arte, desde muy joven comprendió qué quería hacer de su vida. “Fue a los 8 años, en los bastidores de La Scala de Milán, junto a mi padre, el compositor Felice Lattuada (que más tarde colaboró en varias de mis películas), donde descubrí el arte de dirigir y el poder de los artificios del espectáculo”, contó en 1961, en una entrevista con la revista francesa Télérama. Estudió arquitectura, fue fotógrafo, escribió crítica cinematográfica y relatos de ficción. En 1933 comenzó a trabajar en el cine como escenógrafo, y poco después fundó junto con Luigi Comencini y Mario Ferrari el primer archivo fílmico de Italia, que luego se transformó en la Cineteca Milano y atesora una de las mayores colecciones de cine mudo de Europa.
Como director, Lattuada fue un creador versátil que supo hacer de todo. Films hoy no muy recordados como Anna (1951) y La tempestad (La tempesta, 1958), ambos protagonizados por Silvana Mangano, se cuentan entre los más grandes éxitos de la historia del país. Con El mafioso (Mafioso, 1962), quizás su obra maestra, planteó de modo tragicómico las tensiones entre modernidad y tradición en la Italia del milagro económico. En la genial El abrigo (Il cappotto, 1952), basada en el cuento de Nikolái Gógol, presentó en tono grotesco la historia de un pobre empleado público que intenta no morirse de frío en una ciudad burocrática e hipócrita.
En la posguerra, Lattuada se acercó a los temas y las formas del neorrealismo con dos películas que conjugan la problemática social de la época con los códigos genéricos del cine policial. Una es Sin piedad (Senza pietà, 1948), sobre la relación entre una joven desesperada y un soldado negro obligado a tratar con los mafiosos que controlan el mercado ilegal. El otro film es el que veremos esta semana en el newsletter: El bandido (Il bandito, 1946), protagonizado por Anna Magnani y Amedeo Nazzari. Se trata de una película notable, que condensa gran cantidad de ideas y acción en sus breves e intensos 80 minutos y que algunos críticos definieron como neorealismo nero (neorrealismo negro). En la segunda parte explico por qué.
EL BANDIDO
Título original: Il bandito
Director: Alberto Lattuada
Protagonistas: Anna Magnani, Amedeo Nazzari, Carla Del Poggio, Carlo Campanini
País: Italia
Idioma: italiano
Año: 1946
Duración: 80 minutos
Para leer después de ver la película
El bandido fue un gran éxito: la segunda película más vista de 1946 en Italia. Parte de su atractivo para el público se debe a sus dos protagonistas, Anna Magnani como Lidia y Amedeo Nazzari como Ernesto. No creo necesario explayarme sobre Magnani, una de las más grandes actrices italianas, a quien todos conocemos. Pero la presencia de Nazzari es interesante por motivos ajenos a la propia historia. Se había convertido en un actor muy popular en los años 30, sobre todo en papeles de aventurero valiente y de gran corazón, en especial en películas de Alessandro Blasetti. “Nazzari, apuesto y físicamente imponente, aportó a su papel una sensación de glamour y peligro, dando a la película su carga libidinosa y su viabilidad comercial, pero su popularidad procedía en parte de haber protagonizado películas militares fascistas. El lamentable destino que le aguarda en El bandido como ejemplo irredimible de masculinidad militarizada tiene, pues, un significado performativo en varios sentidos”, sostiene Ruth Ben-Ghiat en un artículo publicado en 2005 en el Journal of Modern Italian Studies.
Como Sin piedad, la otra película cercana al neorrealismo de Lattuada, El bandido comienza con un tren en movimiento. Está cargado de soldados italianos que regresan a su país luego de haber sido prisioneros de guerra en Alemania. Ernesto y su amigo Carlo (Carlo Campanini) llevan consigo la esperanza de un futuro mejor, pero se encuentran con un entorno hostil: policía militar estadounidense controlando todo, un paisaje en ruinas, carteles en inglés. Cuando llegan a Turín toman caminos distintos, con los que la película muestra las diferentes posibilidades que los veteranos enfrentaron al volver a casa.
Carlo regresa a su hogar, en el campo. Se reencuentra con su hija y puede narrar ante su familia lo vivido en la guerra. Es una escena conmovedora, en la que el personaje logra ponerle palabras al horror y cuenta cómo Ernesto, en un acto de heroísmo, le salvó la vida.
El protagonista, en cambio, no tiene tanta suerte. Su casa está destruida, su madre murió y su hermana está desaparecida. Cuando va a buscar un subsidio estatal para los ex combatientes se encuentra con la absurda burocracia. Intenta encontrar un trabajo hasta que se cruza, de casualidad, con Lidia. Ella le pregunta qué hacía antes de la guerra. “Era soldado. Sé matar con fusil, metralleta o bomba. Me lo enseñaron durante 10 años. Ahora no hago nada. Hay un montón de gente a la que debería matar, pero me dicen que ahora está prohibido, que ya no se hace...”, responde él.
“La relación de Ernesto con Lidia, cargada de erotismo, parece al principio restaurar su identidad y dignidad masculinas; la conquista sexual compensa sus rechazos y humillaciones en la esfera pública. Sin embargo, lo que Lidia encuentra atractivo, tanto por razones económicas como personales, son precisamente las actitudes autoritarias y las dotes marciales que Ernesto desea dejar atrás”, plantea Ruth Ben-Ghiat en su artículo.
Luego de descubrir que su hermana se prostituye para sobrevivir, de matar al proxeneta que la controlaba y de huir de la policía, Ernesto regresa con Lidia. Como su amante, afirma Ben-Ghiat, el protagonista “recupera su condición de mando, al frente de un ‘batallón’ de delincuentes que perpetran atracos y toman y matan rehenes con despreocupación y eficacia. Como bandido, su posición en la historia pasa de víctima a agresor, pero sigue atormentado interiormente, alternando asesinatos al estilo gánster con gestos tipo Robin Hood y la compra de regalos para Carlo y su hija Rosetta. Lidia se ríe de su sentimentalismo y finalmente huye tras haber traicionado a toda la banda ante la policía”.
Una de las cuestiones más interesantes de El bandido es su amalgama de géneros y estilos. En principio, el neorrealismo y el cine negro pueden parecer territorios irreconciliables. Si el primero tendía a optar por los escenarios naturales, los planos prolongados, la cotidianidad de sus historias y un acento en la dimensión social de los problemas, el segundo bien puede verse como lo opuesto: el estilo por encima de todo, a tal punto que con frecuencia contradice su propia narrativa. Las cosas, por supuesto, son más complejas. André Bazin explicó hace casi ocho décadas que uno de las rasgos que hizo grande al neorrealismo italiano fue “haber recordado una vez más que no hay ‘realismo’ en el arte que no sea ya en su comienzo profundamente ‘estético’”.
Lattuada no inventó esta intersección entre neorrealismo y film noir, que los críticos italianos bautizaron neorealismo nero. De hecho, una de las primeras películas neorrealistas es una versión de El cartero llama dos veces (1934), del estadounidense James M. Cain: Obsesión (Ossessione, 1943), de Luchino Visconti. Pero Lattuada sí logró conjugar ambos estilos de modo bastante armonioso, o al menos de manera coherente. El bandido tiene el pulso narrativo de las mejores producciones noir estadounidenses de la clase B, y es notable todo lo que logra contar en apenas 80 minutos. Pero tampoco descuida su mirada social sobre un país y sus hombres destruidos por la guerra.
En este sentido, Lattuada publicó un texto muy interesante en junio de 1945, mientras filmaba El bandido, en la revista Film d’oggi. Bajo el título “Pagamos nuestras deudas”, escribió el director: “¿Así que estamos en la miseria? Entonces mostremos nuestra miseria al mundo. ¿Así que estamos derrotados? Entonces contemplemos nuestros desastres. ¿Así que se los debemos a la mafia? ¿A la hipocresía? ¿Al conformismo? ¿A la irresponsabilidad? ¿A la educación defectuosa? Entonces paguemos todas nuestras deudas con un feroz amor a la honestidad, y el mundo se sentirá movido a participar en este gran combate con la verdad. Esta confesión arrojará luz sobre nuestras virtudes ocultas, nuestra fe en la vida, nuestra inmensa fraternidad cristiana. Nos encontraremos al fin con la comprensión y la estima. El cine es inigualable para revelar todas las verdades fundamentales de una nación”.
El desenlace de El bandido va en línea con estas palabras. Ernesto consigue poner a salvo a Rosetta, pero no hay un final feliz. Luego de despedirse de la nena, decide “entregarse” a la policía en lugar de combatir. En un plano hermoso y potente, lo vemos desde atrás, mientras observa las alturas infinitas de las montañas nevadas, las posibilidades de otra vida que jamás podrá alcanzar. Dice Ben-Ghiat en su artículo: “Cuando la policía se inclina sobre el cuerpo sin vida de Ernesto, la película transmite su mensaje final sobre los límites difusos entre el presente y el pasado: sus cascos y uniformes se parecen mucho a los de los soldados de Mussolini, lo que da a entender que Ernesto fue asesinado dos veces: una por la dictadura, que lo convirtió en el instrumento perfecto de la violencia, y otra por la república, que trató de olvidarse de él y de otros ex soldados como parte de la negación de la historia de esa violencia. El conmovedor plano final de la película, en el que aparece Ernesto muerto con el juguete de Rosetta en la mano, da a entender que él también podría haber contrarrestado su propia historia y formación si hubiera recibido apoyo público o privado”.
Si tenés ganas de algo más…
- Subtitulé al castellano el tráiler de El bandido, que podés ver en el canal de YouTube de este newsletter.
- En julio de 2005, unos días después de la muerte de Alberto Lattuada, el crítico Fernando López recordó en el diario La Nación una anécdota genial: la vez que el director organizó una proyección pública en Milán de La gran ilusión (La grande illusion, 1937), obra maestra pacifista de Jean Renoir, en mayo de 1940, apenas unas semanas antes de que los nazis ocuparan París. En plena dictadura fascista, hubo problemas con la policía y Lattuada logró escapar por los techos para no ser detenido. Podés leer el texto acá.
Archivo de publicaciones
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