PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 6 DE AGOSTO DE 2022
Esta semana en Cinematófilos, cómo el apoyo estatal hizo resurgir el cine islandés. Te recomiendo que descargues la película en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
¿Cómo puede hacer un país pequeño, muy escasamente poblado, alejado de todo, con un idioma único que no es mutuamente inteligible con ningún otro, para desarrollar un cine propio, que le ponga imágenes y sonidos a su historia y a sus preocupaciones? Acaso Islandia, una isla perdida en las aguas del Atlántico norte, tenga la respuesta. Desde hace unos años films producidos y filmados en el país recorren los festivales del mundo e incluso llegan ocasionalmente hasta las salas de este otro lejano rincón del mundo. Y, quizás lo más importante, algunos críticos e investigadores ya están hablando de una tradición fílmica propiamente islandesa. Uno de los responsables de que esto esté ocurriendo es Friðrik Þór Friðriksson, el director de la bellísima película de esta semana en Cinematófilos.
En las últimas décadas películas islandesas como Noi, el albino (Nói albinói, 2003), de Dagur Kári, Rams: La historia de dos hermanos y ocho ovejas (Hrútar, 2015), de Grímur Hákonarson, y Lamb (2021), de Valdimar Jóhannsson, entre otras, tuvieron buena repercusión en distintos festivales de cine y recibieron una amplia distribución en buena parte del mundo. En medio de la fascinación literaria y audiovisual por el denominado noir nórdico, la serie Trapped (Ófærð), que comenzó en 2015, llega a las pantallas de decenas de países. Pero esto no fue siempre así: el número de largometrajes de ficción producidos en Islandia en los primeros ochenta años del siglo pasado puede contarse con los dedos de una mano. Un dato es útil para ilustrar la situación: la primera película sonora de la historia del país, Between Mountain and Shore (Milli fjalls og fjöru), dirigida por el pionero Loftur Guðmundsson, se estrenó en 1949, cuando el sonido en el cine ya llevaba más de dos décadas de desarrollo.
La primera transmisión televisiva en Islandia se realizó en septiembre 1966, a través de la cadena estatal RÚV, y la realización publicitaria para el nuevo medio ofreció posibilidades para que algunos jóvenes pudieran ir aprendiendo cuestiones técnicas del oficio. Pero recién en 1978, con la creación del Fondo Cinematográfico Islandés (Kvikmyndasjóðs), comenzó una producción regular en la isla. “Los cineastas islandeses llevaban tiempo trabajando duro para que se aceptara el cine como una forma de arte y, en consecuencia, para que el país lo apoyara en las mismas condiciones que otras formas de arte”, explica la sueca Astrid Söderbergh Widding en el capítulo dedicado a Islandia del libro Nordic National Cinemas (1998). “La creación del fondo cinematográfico y la irrupción del cine islandés a finales de los años 70 tuvieron que ver con el hecho de que una nueva generación de jóvenes cineastas regresara a su país tras haberse formado en escuelas de cine de otros países. Entre ellos, varios habían elegido ir a instituciones de otros países nórdicos: por ejemplo, Suecia y Dinamarca. Estos jóvenes directores empezaron a hacer las nuevas películas islandesas”, agrega.
Una de las primeras producciones financiadas con fondos estatales fue Land and Sons (Land og synir, 1980), de Ágúst Guðmundsson, una película melancólicamente hermosa que planteaba algunos de los temas a los que cine islandés volvería con frecuencia en esos noveles años de desarrollo: las tensiones entre tradición y modernidad y entre el campo y la ciudad. Fue un enorme éxito en su país, lo que también planteó una paradoja. Se calcula que la vieron cerca de 80 mil personas, más de un tercio de la población total de la isla. Fue un número enorme (imaginá una película argentina que convoque a 15 millones de espectadores) pero que sin embargo no alcanzó para cubrir los gastos de la producción. Los problemas de un país que entonces tenía menos de 250 mil habitantes.
Land and Sons marcó el inicio de lo que se conoce como la “primavera del cine islandés”, por una frase de un crítico local que reseñó la película: “Y ahora que la primavera ha llegado a Islandia, una nueva forma de arte está naciendo nada menos que en Islandia”. En pocos años se estrenó un buen número de películas que los islandeses fueron a ver con entusiasmo. También surgió en esa efervescente etapa una temática auténticamente nacional: la traslación licenciosa al cine de las sagas islandesas, el tesoro literario de la nación que tanto fascinaba a Jorge Luis Borges. La más conocida de esa época acaso sea la trilogía que el director Hrafn Gunnlaugsson inició con El vuelo del cuervo (Hrafninn flýgur, 1984), una especie de remake muy libre de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961) ambientada en el mundo vikingo y narrada y musicalizada con ritmo de spaghetti western.
Pero la bonanza no duró demasiado. “El optimismo pronto dio paso a la desesperación cuando el número de espectadores empezó a descender rápidamente, ya que la novedad de las películas islandesas empezó a desaparecer. Muchos cineastas debieron enfrentar la bancarrota, ya que los aportes del Fondo Cinematográfico eran demasiado escasos para cubrir la brecha entre los costos de producción y la recaudación en taquilla. Al final de la década parecía que los cineastas islandeses sólo tenían dos opciones: dejar de hacer películas (como hicieron algunos) o buscar financiación en el extranjero”, sostiene Björn Norðfjörð en el libro The Cinema of Small Nations (2007).
Aquí es donde cobra fuerza el nombre de Friðrik Þór Friðriksson (a veces mencionado como Fridrik Thor Fridriksson, pero yo prefiero respetar las letras ð y Þ del alfabeto islandés, así como a nosotros nos gusta que nos respeten la ñ). Considerado por muchos como el padre del cine islandés contemporáneo, Friðriksson nació en 1954 y a mediados de los 70 estuvo a cargo del cineclub de la universidad de Reikiavik, un punto de encuentro importante para la cinefilia de la capital de la isla. A comienzos de los años 80 realizó algunos cortos documentales, entre ellos Rock en Reikiavik (Rokk í Reykjavík, 1981), que mostraba un panorama de la escena rockera de la época e incluía imágenes sobre el escenario de una muy joven Björk. En 1985, mucho antes de que Islandia se convirtiera en un destino turístico internacional, filmó la experimental Hringurinn (1985), el registro de un viaje en auto alrededor de la hoy popular Þjóðvegur 1, la ruta que circunvala toda la isla. Esta película se puede ver completa en YouTube.
El primer largo de ficción de Friðriksson, White Whales (Skytturnar, 1987), sobre dos arponeros que emprenden un viaje fatal hacia Reikiavik, tuvo escaso éxito en su país pero recibió cierta atención en algunos festivales. La crítica definió al director como un iconoclasta, y pronto aparecieron las comparaciones con realizadores como Wim Wenders, Jim Jarmusch y Aki Kaurismäki. Pero fue su siguiente película la que lo puso a él, y a todo el cine de Islandia, definitivamente en el mapa: Hijos de la Naturaleza (Börn náttúrunnar, 1991), que veremos esta semana en el newsletter. El film recorrió con éxito varias muestras y festivales alrededor del mundo, obtuvo más premios que cualquier otra producción islandesa hasta entonces y, sobre todo, logró una nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera en 1992.
Con su propia productora, que había fundado en 1987, Friðriksson supo aprovechar los nuevos canales de financiación para proyectos audiovisuales que ofrecía Europa (como los programas MEDIA y Eurimages, que buscaban beneficiar a los países pequeños) y sacarle el jugo a las coproducciones, para ya no depender tanto del entusiasmo de la escasa población de su país. Un buen ejemplo es Cold Fever (Á köldum klaka, 1995), la extraña y fascinante historia de un japonés que viaja a Islandia para rendirle un último tributo a sus padres, que habían muerto allí. Fue una coproducción entre cinco países, hablada en tres idiomas, en la que sin embargo Friðriksson logró mantener un sabor local. Es, probablemente, la que más se asemeja al estilo Jarmusch, y no sólo por la presencia del productor y guionista Jim Stark y del actor Masatoshi Nagase, habituales colaboradores del estadounidense.
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Remote Control (Sódóma Reykjavík, 1992), de Óskar Jónasson, hoy considerada un clásico del cine islandés, se presentó en la sección Un Certain Regard de Cannes y abrió el camino para una serie de comedias urbanas sobre veinteañeros sin rumbo. La más famosa de todas seguramente sea Invierno caliente (101 Reykjavík, 2000), ópera prima de Baltasar Kormákur, un director que luego repartió su carrera entre Hollywood e Islandia con proyectos hechos decididamente por encargo, como Dos armas letales (2 Guns, 2013), y otros algo más personales, como Lo profundo (Djúpið, 2012).
En 1999 Islandia aprobó una ley de bonificaciones fiscales para las producciones filmadas en la isla, ya sean locales o extranjeras. Muchas realizaciones de Hollywood, en consecuencia, comenzaron a utilizar los increíbles paisajes islandeses. Otro día para morir (Die Another Day, 2002), de Lee Tamahori, y La increíble vida de Walter Mitty (The Secret Life of Walter Mitty, 2013), de Ben Stiller, son apenas dos ejemplos. Desde entonces el país ha venido tratando de sostener un difícil equilibrio entre el cine como expresión de una identidad cultural y como una forma de desarrollo económico, un vaivén que puede resumirse en dos películas tan distintas como Historias de caballos y hombres (Hross í oss, 2013), de Benedikt Erlingsson, y Reykjavík-Rotterdam (2008), de Óskar Jónasson.
HIJOS DE LA NATURALEZA
Título original: Börn náttúrunnar
Director: Friðrik Þór Friðriksson
Protagonistas: Gísli Halldórsson y Sigríður Hagalín
Países: Islandia, Noruega y Alemania
Idioma: islandés
Año: 1991
Duración: 82 minutos
Para leer después de ver la película
Lo primero que vemos es a Þorgeir (Gísli Halldórsson) y otros hombres guiando a las ovejas hacia la parte trasera de un camión mientras entonan alguna canción tradicional islandesa. El vehículo quizás lleve el ganado a algún galpón de esquila o, quién sabe, acaso directamente al matadero. Algo parecido sufrirá un poco más adelante el propio Þorgeir. Su hija, incapaz de comunicarse genuinamente con él, decide llevarlo a un asilo, que en la película funciona como una especie de depósito de viejos, el lugar donde sólo pueden sentarse, resignados, a esperar la muerte. Pero ahí aparece Stella (Sigríður Hagalín) y entonces todo cambia.
Es notable el comienzo de Hijos de la naturaleza. Al margen del canto inicial, no se pronuncia una sola palabra en los primeros once minutos, y sin embargo ya conocemos la vida de Þorgeir. Las antiguas fotos que arden en la chimenea; el afectuoso sacrificio del perro, viejo y enfermo; los últimos acordes en el piano; la cuidadosa elección de los pocos objetos que integran el equipaje. Y el viaje en micro, que en un fundido pasa de la natural belleza de los paisajes agrestes a las artificiosas luces de neón de la oscura ciudad.
Reikiavik es presentada como una urbe poco amigable. El baño de la estación de micros está sucio, con el espejo roto. El complejo de edificios es un mamotreto de concreto, gris, sin gracia. El primer encuentro con su hija y su familia es tan frío como una interminable noche de invierno: él sentado solo de un lado, el resto enfrente, en otro sillón, como si una zanja infranqueable se interpusiera entre ellos. No da la impresión de que Þorgeir vaya a durar mucho en ese departamento, y el ruido cotidiano de la ciudad a la mañana siguiente lo confirma.
En esta primera parte, la película de Friðrik Þór Friðriksson parece un drama social acerca del menosprecio que reciben los mayores en Islandia y, más en general, en Occidente. Pero en el asilo pasan varias cosas. Por un lado, Þorgeir se encuentra con Stella, vieja amiga de la infancia, una inconformista que no se resigna a adaptarse a lo dado. Por otro, es testigo de la muerte de su compañero de cuarto, un hombre que había aceptado las reglas del juego y hasta se había convencido de la invención de un hijo cariñoso para poder sobrellevar la situación. La fría y reglamentaria reacción de la enfermera ante el cuerpo del anciano deja en evidencia las condiciones del lugar. Entonces ahí, hacia la mitad del relato, los protagonistas de lanzan a la ruta y la película se transforma en otra cosa.
Þorgeir y Stella se roban el viejo jeep y parten hacia el zona de su infancia, en la península de Vestfirðir, en el remoto norte de la isla. Pero aunque la policía comienza a buscarlos no se trata de una huida a lo Bonnie y Clyde, sino más bien de una road movie mística. Vemos una serie de situaciones fantásticas que la película nunca cuestiona; es decir, no hay asombro de los personajes frente a lo inexplicable que sucede. El jeep desaparece en el horizonte mientras es perseguido por la policía y en la siguiente escena Þorgeir y Stella aparecen en la cascada Dynjandi, lugar de belleza inconcebible. Hay allí una celebración casi idílica: familias enteras (nenes y nenas, adultos, ancianos) reunidas al calor de las velas y disfrutando de la música. La pareja en fuga se sienta sobre el césped a disfrutar del espectáculo. ¿Es real eso? ¿O es otra mágica estación de este último viaje?
El jeep se descompone y queda varado en medio del camino, con esas luces chillonas y el humo del motor que lo hacen parecer un objeto alienígena frente a la inmensidad del paisaje natural del anochecer. Los fugitivos deben continuar a pie, y encuentran cobijo en un viejo establo. “¿Seguirá siendo la misma Luna que nos alumbraba en los viejos tiempos?”, pregunta ella. “No lo sé. No creo que se haya recuperado desde que empezaron a dar paseos allá arriba”, responde él.
Los personajes que se van sucediendo (el verborrágico camionero, la espectral figura de la mujer desnuda sobre el acantilado) son cada vez más extraños. Pero la película transita de la realidad urbana a la fantasía agreste con tanto naturalismo que el camino se recorre sin sobresaltos. Y entonces llegan a la tierra deseada, al hogar primigenio, donde ambos, Þorgeir y Stella, se reconcilian consigo mismos y con su vida en los últimos momentos. Eligen morir con dignidad, haciéndose dueños de su propio destino. Primero ella, en esos breves y maravillosos flashbacks íntimos (Friðriksson hace un uso magistral de las imágenes de un documental islandés de los años 50; volveré sobre esto en el punteado final). Y luego él, en esa esforzada caminata final.
Þorgeir llega a las ruinas de una base militar estadounidense (la Straumnes Air Station, en el extremo norte de la isla, abandonada desde 1960). El lugar remite a Stalker: La zona (Stalker, 1979), de Andréi Tarkovski, un realizador al que Friðriksson admira. En la obra maestra soviética la zona es el lugar donde los deseos (los deseos reales, sinceros, no los declamados) se cumplen. Con sus anhelos claros y sus pies maltratados de tanto caminar sobre roca volcánica, Þorgeir se sienta un instante. Entonces aparece el ángel que interpreta Bruno Ganz, una obvia conexión con Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, 1987), de Wim Wenders. Apoya su mano sobre el hombro del exhausto anciano, un gesto de aprobación para esos últimos metros que Þorgeir deberá transitar hasta desaparecer en la niebla.
La influencia de Friðriksson en Islandia se puede notar, en términos amplios, en el desarrollo creativo y de producción que tuvo el cine local en los años 90. De modo más concreto, se advierte además en algunas realizaciones más o menos recientes. Notablemente en el corto The Last Farm (Síðasti bærinn, 2004), de Rúnar Rúnarsson, también nominado a un Oscar, que puede verse como una remake de Hijos de la naturaleza. Pero también en otras realizaciones. “Dos largometrajes de debutantes, Either Way (Á annan veg, Hafsteinn Gunnar Sigurðsson, 2011) y Volcano (Eldfjall, Rúnar Rúnarsson, 2011), pueden considerarse herederas -aunque de forma diferente- de la que probablemente sea la película islandesa más importante, Hijos de la naturaleza”, analiza Björn Norðfjörð en otro libro, A Companion to Nordic Cinema (2016). Y agrega: “Al constituir un linaje de este tipo, estas óperas primas sugieren que el cine islandés tiene su propia tradición, lo que es una marca del establecimiento de un cine nacional. Se trata de un cambio fundamental, porque el significado ya no se limita a las películas extranjeras o a la literatura local, sino a la propia tradición cinematográfica de Islandia”.
Si tenés ganas de algo más…
- Subtitulé el tráiler de Hijos de la naturaleza que se lanzó en Estados Unidos con la edición en VHS de la película, en 1993. No te lo tomes demasiado en serio porque es un poco tramposo en la venta de la película. Lo podés ver en el canal de YouTube de este newsletter.
- También hice subtítulos para un fragmento de una charla que Friðrik Þór Friðriksson ofreció en 2019, luego de una proyección de Hijos de la naturaleza en el Festival de Cine de Toronto. Allí habla de la participación de Bruno Ganz en la película y de su relación con Wim Wenders, a quien admira.
- El bello soundtrack de la película, creación de Hilmar Örn Hilmarsson, se puede escuchar en YouTube o en Spotify.
- Las imágenes del flashback del personaje de Stella, sobre el final de la película, están tomadas del corto documental Hornstrandir (1956), producido por el pionero Ósvaldur Knudsen y narrado por el antropólogo Kristján Eldjárn, que unos años después se convertiría en presidente de Islandia. Se puede ver en YouTube, con subtítulos en inglés. También allí se pueden ver otros dos interesantes cortos de Knudsen, narrados en inglés, sobre las desventuras de vivir en una isla volcánica en permanente erupción: Birth of an Island (Surtur fer sunnan, 1964) y Fire on Heimaey (Eldur í Heimaey, 1974).
- Un dato final: en 1978, cuando Islandia creó su fondo de fomento al cine, también puso en funcionamiento el Archivo Nacional de Cine (Kvikmyndasafn Íslands), que se encarga de resguardar y difundir al acervo audiovisual del país. En Argentina, que produce en un año casi tantas películas como Islandia en toda su historia, aún estamos esperando la puesta en funcionamiento de una Cinemateca Nacional.
Archivo de publicaciones
Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de Cinematófilos. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.
Notable película.
Muy groso. El crossover entre La Zona y Las alas del deseo me parecio magnifico y muy pertinente. Hasta que no lei el articulo dudaba de si era cierto o me lo estaba imaginando. Saludos y gracias por tanto laburo