#40 - La vida de los otros
Una sorprendente película sobre los conflictos raciales en Estados Unidos en los 50.
PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 16 DE JULIO DE 2022
Esta semana en Cinematófilos, el ciclo de las “películas con mensaje” en el cine estadounidense de posguerra. Te recomiendo que descargues la película en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
“Prefiero interpretar a una criada que tener que trabajar de criada”. Estas célebre palabras son atribuida a varias actrices negras del Hollywood clásico (Butterfly McQueen, Ethel Waters, Louise Beavers), pero sobre todo se las suele mencionar asociadas a Hattie McDaniel, la primera afroamericana en ganar un Oscar, justamente por hacer de sirvienta en Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939). La frase es genial porque condensa varias cuestiones: por un lado, da cuenta del rol al que los interpretes negros solían estar relegados en el cine de esos años; por otro, refleja también las pocas posibilidades laborales que existían en Estados Unidos para la mayoría de los descendientes de esclavos. Esta semana veremos una película sorprendente en este sentido, que plantea las tensiones raciales de un modo bastante más arriesgado que la mayoría de sus producciones contemporáneas.
La Segunda Guerra Mundial tuvo un fuerte impacto interno en Estados Unidos. Soldados negros que habían luchado por su patria comenzaban a demandar con mayor ímpetu mejores condiciones de vida y los mismos derechos que los blancos. Muchos, incluso, habían experimentado de primera mano en Europa un trato mejor que al que recibían en su propio país. Además, con la Guerra Fría ya en marcha, Estados Unidos no podía pretender ser visto como el defensor de la libertad y la democracia en el mundo mientras mantenía prácticas segregacionistas y discriminatorias en su territorio. El presidente Harry Truman le puso fin a la segregación en las fuerzas armadas en 1948, y un año antes un reporte gubernamental denominado To Secure These Rights pedía eliminar el racismo en el país, que se había convertido en “una carga en la conciencia común” y “un problema en la política mundial”. El escenario estaba preparado para el resurgimiento de los movimientos por los derechos civiles. Y para que Hollywood empezara a hacer otro tipo de películas sobre el tema.
En su libro Making Movies Black: The Hollywood Message Movie from World War II to the Civil Rights Era (1993), Thomas Cripps identifica un breve período, entre fines de los años 40 y principios de los 50, en el que Hollywood produjo una serie de films que él define como “películas con mensaje” (otros investigadores las denominan “problem pictures”). Cripps sostiene que con realizaciones que denunciaban el antisemitismo, como Encrucijada de odios (Crossfire, Edward Dmytryk, 1947) y La luz es para todos (Gentleman’s Agreement, Elia Kazan, 1947), los estudios habían comprobado que temáticas delicadas también podían ser rentables en la taquilla. Las películas sobre las tensiones raciales en el país que se hicieron a continuación, escribe Cripps, “señalaron la apertura de una era caldeada por un sentido de urgencia que surgía no sólo del dinero que ganaban Encrucijada de odios o La luz es para todos, sino también de la sensación de que los cuatro años de maduración desde la guerra situaban al país borde de la era más importante de las relaciones raciales en tiempos de paz desde la Reconstrucción [período inmediatamente posterior a la guerra civil estadounidense]. De hecho, que estas películas pasaran tan pronto a parecer cursis y anticuadas atestiguaba su temprana llegada a una nueva era”.
Casi todas las producciones del ciclo son bienintencionadas, pero en general parecen algo tímidas en sus planteos y se quedan cortas a la hora de abordar la cuestión del racismo en Estados Unidos. El eje suele estar puesto en cómo los blancos lidian con los prejuicios (cómo aprenden a tolerar al otro) y no en los padecimientos de los negros. Como sostiene Cripps, los personajes negros de estas películas “son tan decentes que obligan al espectador a considerar la raza como el único motivo de discriminación”.
La primera en estrenarse fue Clamor humano (Home of the Brave, 1949), de Mark Robson, adaptación de una obra de teatro de Arthur Laurents con un cambio fundamental: el personaje que en el original era un judío aquí pasa a ser un negro. Escrita por Carl Foreman, que luego integraría las listas negras del macartismo, es la historia de un grupo de soldados enviados a una misión especial a una isla del Pacífico durante la Segunda Guerra. Uno de ellos, el único negro, regresa con un trauma y recién puede “curarse” cuando logra escupir ante su psiquiatra la rabia reprimida de toda una vida de maltratos y discriminación. Es una de las mejores del ciclo.
Linderos perdidos (Lost Boundaries, 1949), de Alfred L. Werker, inspirada en una historia real, apela a una temática bastante común del cine estadounidense: el passing, los negros de piel clara que se hacen pasar por blancos, una práctica encubierta que siempre suscitó sentimientos encontrados en ambas razas. Aquí es un matrimonio (interpretado por los blanquísimos Beatrice Pearson y Mel Ferrer) que logra ocultar durante 20 años su condición de negroes en un pueblo de la región de Nueva Inglaterra, hasta que en un momento se conoce la verdad. Al final, los verdaderos protagonistas son los blancos, cuya virtud es tolerar a sus ejemplares vecinos “blancos” cuando se enteran de que, en realidad, son “negros”, aunque no lo parezcan. En esta misma línea se ubica Lo que la carne hereda (Pinky, 1949), de Elia Kazan, estrenada apenas unos meses después, sobre una negra de piel clara que regresa a su pueblo del sur luego de haber estudiado en el norte haciéndose pasar por blanca. Pero al menos el film está ambientado en una zona mayoritariamente negra y se interesa por los sufrimientos de la protagonista.
En Rencor (Intruder in the Dust, 1949), de Clarence Brown, basada en una novela de William Faulkner, se apela a la figura del falso culpable: un negro (interpretado por el gran Juano Hernández, actor imponente) es acusado del asesinato de un blanco en un pueblo de Misissippi. Lo mejor de la película está en los detalles, en los apuntes sobre los personajes y en la recreación de ese opresivo ambiente sureño, pero el film presenta otra vez a un negro solitario en un ambiente de blancos como dispositivo dramático.
La más recordada de todo este ciclo, y una de las mejores, es El odio es ciego (No Way Out, 1950), de Joseph L. Mankiewicz, en la que debutó el que sería el actor negro más importante de Hollywood durante las dos décadas siguientes: Sidney Poitier. La cuestión del falso culpable está otra vez en el centro, en este caso en forma de mala praxis médica. Un paciente muere y el doctor que lo atendió (Poitier) es acusado por el racista hermano de la víctima (Richard Widmark). Lo más interesante es el planteo en términos generales: la idea de que, si no resuelve sus tensiones raciales, Estados Unidos está al borde de un colapso social e institucional.
Bastante más arriesgado es lo que hizo Richard Wright al trasladar su propia novela al cine en Sangre negra (Native Son, 1951), que dirigió el francés Pierre Chenal. En lugar de apelar a un personaje impoluto acusado de un crimen que no cometió, el protagonista Bigger Thomas (interpretado por el propio Wright) sí es culpable, y la película indaga en por qué un joven negro traduce instintivamente su miedo en violencia. Se trata de una producción muy curiosa, que Wright decidió filmar en Buenos Aires (las calles de un barrio de Chicago fueron sorprendentemente reconstruidas en los estudios de Argentina Sono Film) porque suponía que no podría hacerlo en Estados Unidos. Tenía razón: la censura de su país mutiló la película hasta volverla políticamente inocua y narrativamente incomprensible. Recién en los últimos años comenzó a ser redescubierta en su versión completa y revalorizada.
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Sobre el final del ciclo de “películas con mensaje” se estrenaron dos de las más cobardes en sus intenciones de plantear la problemática de la discriminación. La primea es ¿Acusaría usted? (Storm Warning, 1951), de Stuart Heisler. Una mujer (Ginger Rogers) llega a un pueblo del sur a visitar a su hermana, y de casualidad es testigo de cómo miembros del Ku Klux Klan (entre ellos su cuñado) asesina a un periodista blanco. Un fiscal progresista (interpretado, ironías del destino, por Ronald Reagan) intentará resolver el crimen, y el dilema es si la testigo está dispuesta a contar lo que vio. Pero en la hora y media de película no aparece un solo negro, principales víctimas de las actividades del grupo supremacista. La otra es Nuevo amanecer (Bright Victory, 1951), también de Mark Robson, vergonzoso melodrama donde un veterano de guerra recién aprende que todos los hombres son iguales, no importa el color de piel que tengan, luego de quedar ciego.
Thomas Cripps sostiene en su libro que, a pesar de sus obvios defectos y debilidades, estas películas presentaron de forma efectiva ante el público popular una agenda racial de un modo que el cine comercial nunca había abordado. Y además derribaron la idea de que estas temáticas no eran atractivas para los espectadores de las conservadoras regiones del sur del país. De hecho, y a pesar de algunos problemas con la censura local, la mayoría se estrenaron en los antiguos Estados Confederados con relativo éxito. Pero en los años siguientes Hollywood se limitó a reiterar las fórmulas. La década del 50, plantea Cripps, puede resumirse “en las carreras de dos buenos actores, Sidney Poitier y Harry Belafonte, el primero circunspecto, excesivamente controlado, el segundo producto de las bohemias bodegas donde se cantaban canciones populares para públicos de izquierda [...] Hollywood eligió a Poitier y optó por excluir a Belafonte, para repetirse en lugar de abrir nuevos caminos; al menos hasta que la crisis del movimiento por los derechos civiles le proporcionó la ocasión de volver a poner en marcha sus apagados motores”.
La mejor de todas las películas de este ciclo es la que veremos esta semana en Cinematófilos: El pozo de la angustia (The Well, 1951), dirigida por Leo C. Popkin y Russell Rouse. Se trata de una producción independiente, con un elenco de actores en general desconocidos, lo que permitió una mayor libertad en el abordaje de los conflictos raciales. Y además, como veremos, tiene un pulso narrativo notable. En el momento de su estreno recibió buenas críticas y hasta logró dos nominaciones a los premios Oscar (mejor guión original y montaje), pero con los años fue quedando en el olvido.
EL POZO DE LA ANGUSTIA
Título original: The Well
Directores: Leo C. Popkin y Russell Rouse
Protagonistas: Barry Kelley, Harry Morgan, Christine Larson, Tom Powers, Robert Osterloh, Maidie Norman, Ernest Anderson
País: Estados Unidos
Idioma: inglés
Año: 1951
Duración: 86 minutos
Para leer después de ver la película
El pozo de la angustia comienza con la pequeña Carolyn, de 5 años, que recorre un descampado en búsqueda de flores hasta que cae accidentalmente en un agujero y desaparece. En la siguiente escena la Policía ya está en la casa de los padres y comienza el operativo de búsqueda. La película no pretende generar suspenso acerca de qué le pasó a la nena, sino que deja en claro de entrada por qué desapareció y, entonces, se centra en otras cuestiones.
El relato está dividido en dos partes de similar extensión, muy distintas entre ellas pero evidentemente complementarias. La primera narra cómo una serie de rumores pueden hacer estallar la violencia y los disturbios raciales en un pueblo de apariencia pacífica. Toda esta etapa de la historia está relatada de modo minucioso y, sobre todo, con mucha atención colocada en qué se muestra y cómo se lo muestra. La riqueza está en los detalles.
“No me llames más al trabajo, Martha”, se queja Ralph, el padre de la nena desaparecida, frente a su esposa, que lo hizo venir a la casa. “No puedo dejar el trabajo cada vez que Carolyn desaparece unas horas. Me costó encontrar un buen empleo en este pueblo y no quiero perderlo”, agrega. Los negros, nos dice la película, son los que tienen problemas para conseguir trabajos decentes, y también los que viven con miedo a perderlo.
Poco después, cuando la Policía detiene al sospechoso, su tío -conocido empresario de la zona, un hombre poderoso, prepotente- va a verlo a la comisaría. “Deciles que estuviste conmigo todo el tiempo”, le ordena a su sobrino, obligándolo a mentir. Lo único que le preocupa a este hombre es cuidar su propia imagen y su prestigio en el pueblo. El paradero de la chica no parece generarle ningún interés.
El modo en el que los rumores comienzan a circular y la violencia va escalando también está muy cuidado. El padre de la nena va a increpar al empresario a la salida de la comisaría y le reclama que le diga lo que sabe sobre su sobrino. El hombre se niega y hay un forcejeo, pero nunca es atacado por los familiares de Carolyn. Los rumores se multiplican, se van distorsionando a medida que pasan de boca en boca. Pero lo que dispara definitivamente la violencia es el comentario falso y malicioso de una chica blanca, que le asegura a su novio que un negro (nigger, dice ella, un término peyorativo que hoy es inaceptable) la insultó en la calle. En la siguiente escena vemos a cuatro blancos que se bajan de un auto y atacan a un solitario e indefenso negro que iba caminando.
Es decir que, en una narración que parece bastante equilibrada, la película sugiere a partir de estos elementos que son los blancos los que inician la violencia, y que los negros son el grupo más desprotegido, más vulnerable, que sufre las condiciones que les imponen. En este sentido también se muestran, claro, los prejuicios policiales: los agentes intervienen en una pelea entre negros y blancos pero sólo se llevan detenidos a los primeros. Durante toda la escalada de violencia hay, sin embargo, un breve instante de solidaridad interracial, una especie de adelanto de lo que será la segunda parte de la película, en el que un negro que va manejando un auto se detiene para ayudar a un blanco que intenta escapar corriendo de una banda que lo persigue para golpearlo.
Es en esa mirada fina, sin subrayados, donde El pozo de la angustia se despega de la mayoría de las “películas con mensaje” bienintencionadas pero tímidas que comenté en la primera parte de esta entrega. Aquí los negros no son personajes secundarios sino centrales, y se ofrecen pinceladas de su vida cotidiana y sus padecimientos.
Y entonces, en la mitad exacta del relato, la chica aparece. No la encuentra algún hombre o mujer, demasiado ocupados por los disturbios incontrolables que azotan al pueblo. Es un perro, ser vivo no atravesado por la cultura, indiferente a los colores de piel o rasgos faciales, el que halla a la nena en el fondo del pozo. Y entonces se pone en marcha el operativo de rescate y la película se transforma en otra cosa, igualmente apasionante aunque acaso algo más complaciente.
La segunda parte es un prodigio narrativo. La acción casi nunca sale de ese descampado donde está el pozo, y expone con mucho detalle el complejo plan para tratar de sacar a la nena. La cámara nunca baja a las oscuras profundidades, que quedan fuera de campo. Posiblemente se trató de una cuestión de recursos: en una película de escaso presupuesto como esta, recrear el fondo del agujero excedía de las posibilidades de los productores. Pero la decisión terminó pagando sus dividendos en términos de suspenso y climas. Sólo suponemos lo que ocurre allí abajo por los sonidos y la información que nos proveen los diálogos.
Todos colaboran, negros y blancos, trabajando codo a codo. Al final todos terminan rezando y celebrando juntos, en una especie de fantasía de mancomunidad, la apuesta esperanzadora de la película por un posible futuro mejor. Pero las herramientas las ponen los blancos, que son en definitiva los dueños de los medios de producción.
Lo peor que se podría decir de El pozo de la angustia es que es una película tranquilizadora, que resuelve su conflicto de un modo indoloro y casi sin consecuencias. Pero en el medio, con sus cuestionamientos a los privilegios de los blancos y la desconfianza en el sistema judicial, ofrece una mirada bastante más jugada que la del cine de Hollywood de la época. Y, acaso sobre todo, les da una visibilidad a los negros, con retazos de sus vidas y sus angustias, sin estereotipos, que difícilmente se pueda encontrar en otra película de esos años.
Si tenés ganas de algo más…
- Los guionistas de El pozo de la angustia se inspiraron en un caso real: el de Kathy Fiscus, una nena de 3 años que en abril de 1949 cayó en un pozo de agua abandonado mientras jugaba con su hermana en la localidad de San Marino, en California. La nena no pudo ser rescatada con vida, y el operativo para tratar de sacarla recibió una cobertura mediática a nivel nacional nunca antes vista en Estados Unidos. En el archivo de British Pathé podés ver un newsreel con imágenes de la época.
- La película de la segunda edición de Cinematófilos fue Nothing But a Man (1964), obra maestra de Michael Roemer, que trata con sensibilidad e inteligencia las dificultades cotidianas de una pareja de negros que intenta armar una vida juntos en el sur profundo de Estados Unidos. Acá podés acceder a aquella entrega.
- Mañana se cumple un año de la primera edición de Cinematófilos. Muchas gracias a todos por el apoyo y el interés en el proyecto durante todo este tiempo. En estas 40 entregas ya se comentaron 45 películas de 26 países distintos habladas en 17 idiomas diferentes. Armé un mapa de Google con la ubicación donde se filmaron o transcurren todas esas historias. Lo podés ver acá.
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