#22 - La epopeya de los años de fuego
La respuesta soviética a las películas de Hollywood sobre la Segunda Guerra.
PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 11 DE DICIEMBRE DE 2021
Esta semana en Cinematófilos, a una descomunal épica soviética que puede verse como una miniserie. Te recomiendo que la descargues en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
Tu aporte es muy importante para este proyecto. Más adelante encontrarás los links para colaborar, tanto desde Argentina como desde el exterior. ¡Muchas gracias!
Para leer antes de ver la película
Los rusos siempre creyeron que el mundo, en especial Occidente, nunca valoró lo suficiente el esfuerzo que hicieron en la Segunda Guerra Mundial. Se calcula que entre 20 y 27 millones de ciudadanos de la Unión Soviética, entre civiles y militares, murieron durante el conflicto más sangriento de la historia, una cifra mayor a la de cualquiera de los países que participaron de la guerra y que supera a la del conjunto de las naciones que integraron el Eje. Y sin embargo los episodios más populares de la guerra no involucran al Ejército Rojo: el desembarco aliado en las playas de Normandía, la lucha contra las fuerzas japonesas en el Pacífico, la resistencia en Francia y otros países ocupados, las campañas de Erwin Rommel en el norte africano. Esta sensación de falta de reconocimiento, que en buena medida es certera, también se trasladó al ámbito del cine. Hollywood realizó gran cantidad de películas que mostraban las heroicas hazañas de sus soldados en Europa y Asia, algunas de ellas producciones enormes y muy costosas, que no hacían referencia a sus circunstanciales aliados del Este. A mediados de la década del 60, entonces, los soviéticos decidieron responder como sólo ellos podían hacerlo: con una épica descomunal, que veremos en esta edición de Cinematófilos. Además, se los prometo, si nunca vieron una película bélica soviética de este tipo se van a sorprender. Esto no se parece a ninguna producción de Hollywood.
En 1962, el estreno de El día más largo (The Longest Day) resultó particularmente irritante en la Unión Soviética. La costosa producción de Darryl F. Zanuck -que no tiene director; o mejor dicho tiene tres, que viene a ser lo mismo- se toma casi tres horas para narrar el Día D, el desembarco de tropas estadounidenses, inglesas, francesas y de otros aliados en el norte de Francia en junio de 1944. Hay un elenco de estrellas (John Wayne, Henry Fonda, Robert Mitchum, Richard Burton y un larguísimo etcétera), un despliegue de miles de extras y el uso de material bélico real para recrear al detalle el avance de los aliados en la Europa continental, lo que abrió el demorado segundo frente que venían reclamando los soviéticos. La misma sensación tuvieron las autoridades políticas y militares soviéticas unos años más tarde ante el estreno de La batalla decisiva (Battle of the Bulge, Ken Annakin, 1965), otra superproducción, ahora sobre la última ofensiva importante de los alemanes en el frente occidental.
Al margen de sus cualidades y calidades (interesantes en el caso de la primera, nulas en la segunda), estas películas son importantes porque marcan cierto cambio en el cine bélico hollywoodense. Hasta ese momento los films sobre la Segunda Guerra Mundial solían apelar a imágenes documentales, que editaban junto a escenas de ficción, para ilustrar las grandes batallas o los movimientos de tropas y equipamiento a gran escala. Producciones como El día más largo, en cambio, imponen un nuevo modelo que “implica la recreación de una sola batalla o campaña de la guerra, episodios interconectados que presentan varios grupos en lugar de un único protagonista o pelotón, el reparto de muchas estrellas reconocibles para ocupar la multitud de personajes, recreaciones colosales con cientos o miles de extras y masas de equipo militar como tanques o barcos, estética de combate que incluye puntos de vista remotos que muestran vistas generales de la acción, y narrativas que exploran la recopilación de información, la toma de decisiones y las jerarquías de poder dentro de la institución militar”, describe Tanine Allison en su libro Destructive Sublime - World War II in American Film and Media (2018). Estas películas también marcaron una nueva etapa en la relación -ocasionalmente tensa, habitualmente amigable- entre Hollywood y la corporación militar estadounidense.
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En realidad, este modo de narrar la guerra tiene varios antecedentes en el cine ruso. Se trata de una especie de subgénero que se suele denominar “documental artístico”, pero que en algunos casos también podría etiquetarse como “manual escolar soviético”. Aunque hay ejemplos anteriores, el modelo se consolidó en películas de posguerra como The Third Blow (Tretiy udar, Igor Savchenko, 1948), las dos partes de The Battle of Stalingrad (Stalingradskaya bitva, Vladimir Petrov, 1949) y, sobre todo, en la más famosa y recordada del período: La caída de Berlín (Padenie Berlina, Mijaíl Chiaureli, 1950). Todas comparten un esquema similar: películas largas, costosas, con cientos de extras y la representación de Iósif Stalin como el gran héroe de la guerra, el hombre sabio y paciente que sabe anticiparse a los movimientos enemigos y desplegar sus ejércitos en consecuencia.
En La caída de Berlín, por ejemplo, la guerra es mostrada casi como un juego de mesa que Stalin domina como ninguno. La narrativa de las altas esferas políticas y militares (las historias de Stalin y de Adolf Hitler, que en comparación aparece como un imbécil) se entremezcla con la ficción: el romance entre una maestra y un trabajador que se alista en el ejército, interrumpido por la invasión alemana. En el final, mientras los soldados soviéticos celebran en las calles de la recién conquistada Berlín, Stalin desciende de los cielos (en avión), vestido de impecable traje blanco, felicita a sus generales por la victoria y brinda un discurso sobre la importancia de preservar la paz a la multitud que lo vitorea. Y los amantes terminan juntos. En su libro Russian War Films On the Cinema Front, 1914-2005 (2007), Denise J. Youngblood define a la película como “el artefacto cinematográfico más famoso del culto a Stalin”.
Este tipo de films desaparecieron de la esfera pública unos años más tarde, cuando Nikita Kruschev tomó el poder, denunció algunos de los horrores del stalinismo y dio comienzo a la llamada etapa del deshielo en la Unión Soviética. La caída de Berlín y otras de tono similar fueron sacadas de circulación o drásticamente editadas, y al calor de la apertura cultural surgió un nuevo cine soviético que comenzó a enfocar a la Gran Guerra Patria (como denominan los rusos a la Segunda Guerra Mundial) de otro modo. La guerra también podía ser mostrada como una tragedia nacional, como ya vimos en la entrega de este newsletter dedicada a El destino de un hombre (Sudba Cheloveka, 1959), de Serguéi Bondarchuk.
La respuesta soviética a El día más largo fue Liberación (Osvobozhdenie), una serie de cinco películas, casi ocho horas en total, producidas entre 1968 y 1971 y estrenadas entre 1970 y 1972. Se trató de una iniciativa oficial: los ministerios de Defensa y Economía y las autoridades del Comité Estatal de Cinematografía le dieron luz verde al proyecto, que contaría con recursos virtualmente ilimitados y sería estrenado en coincidencia con el 25° aniversario de la victoria en la Gran Guerra Patria. El director elegido fue Yuri Ózerov, que ya había realizado algunas películas que hoy se recuerdan muy poco, como Kochubey el guerrero (Kochubey, 1958). Además, era un veterano de guerra: había visto acción en las batallas de Moscú y Königsberg, entre otras, y había sido licenciado en 1945 con el rango de Mayor. Pero sobre todo Ózerov era un hombre confiable, cuyas pretensiones artísticas difícilmente entraran en conflicto con la visión de las autoridades.
Liberación fue concebida y producida cuando Kruschev ya había dejado el poder y cierto conservadurismo había regresado de la mano de Leonid Brézhnev. Por lo tanto, la película regresa al esquema de “documental artístico” e ilustra la interpretación oficial de la guerra que reinaba en ese momento. Nina Tumarkin la resume así en The Living and the Dead: The Rise and Fall of the Cult of World War II in Russia (1994): “La colectivización y la rápida industrialización [...] prepararon a nuestro país para la guerra, y a pesar de un abrumador ataque por sorpresa de la bestia fascista y de sus inhumanas prácticas bélicas, a pesar de la pérdida de veinte millones de valientes mártires para la causa, nuestro país, bajo la dirección del Partido Comunista encabezado por el camarada Stalin, se levantó como un solo frente unido y expulsó al enemigo de nuestro propio territorio y del de Europa del Este, salvando así a Europa -y al mundo- de la esclavitud fascista”.
Pero etiquetar a Liberación simplemente como propaganda soviética sería un error, que no permitiría apreciar muchas cosas valiosas. La película tiene varios matices y es más rica de lo que esa definición inicial puede hacer presuponer. En primer lugar, porque marca una distancia con el culto a la personalidad de Stalin que se veía en La batalla de Berlín, como veremos con más detalle en la segunda parte de esta entrega. Pero sobre todo porque Ózerov creó secuencias de un ingenio visual impactante y supo muy bien cómo ir y venir con fluidez entre lo general y lo particular para sostener el interés. Es una película que nunca podrá volver a hacerse en estos tiempos digitales: el despliegue de recursos analógicos no sólo es monumental, sino también inteligente.
Un par de advertencias antes de que veas la película. La primera: Liberación está hablada en muchos idiomas, pero los rusos tienen la costumbre de doblar todo lo que no esté en su propia lengua. Es decir que cuando habla, por ejemplo, un alemán, vas a oír encima una voz en ruso (una misma voz hace todos los doblajes, no importa el idioma o el género de quien esté hablando en ese momento). No existe otra versión de la película, sin el doblaje. Pero por suerte la mayor parte del metraje está hablado en ruso. De entrada esta cuestión puede resultar extraña, pero rápidamente te vas a acostumbrar.
La segunda advertencia: Liberación está dividida en cinco partes de entre 73 y 130 minutos de duración cada una, por lo que puede verse perfectamente como una miniserie, de a una a la vez, a lo largo de varios días o incluso semanas. Más abajo vas a encontrar los links para descargarla, en una versión de buena calidad y con subtítulos, como es habitual en Cinematófilos. Pero esta vez te recomiendo que, si podés (y sobre todo si tienés un televisor moderno y de gran tamaño), veas la película en YouTube: está disponible en el canal de la productora Mosfilm, en 4K y con subtítulos en castellano (los activás en el ícono del engranaje, desde donde también podés modificar el color y el tipo de letra). Te dejo los links a la primera parte, la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta.
LIBERACIÓN
Título original: Osvobozhdenie
Director: Yuri Ózerov
Protagonistas: Nikolái Olialin, Larisa Golubkina, Bujuti Zaqariadze, Mijaíl Uliánov, Fritz Diez, Stanisław Jaśkiewicz, Yuri Durov
Países: Unión Soviética, Polonia, Yugoslavia, Alemania del Este, Italia
Idiomas: ruso, alemán, polaco, inglés, italiano, croata
Años: 1970-1972
Duración:
Parte I - El arco de fuego: 91 minutos
Parte II - La ruptura: 88 minutos
Parte III - La dirección del golpe principal: 130 minutos
Parte IV - La batalla de Berlín: 86 minutos
Parte V - El asalto final: 73 minutos
Para leer después de ver la película
La acción de Liberación comienza en abril de 1943, luego de la victoria del Ejército Rojo en la batalla de Stalingrado. Se trata de una decisión deliberada: de este modo, la película evita lidiar con algunos temas escabrosos y controvertidos de la participación soviética en la guerra, como el pacto de no agresión que firmaron Stalin y Hitler en 1939 y la falta de previsión ante el ataque alemán en 1941, entre otras cuestiones. En su recorrido, que arranca en Kursk y llega hasta Berlín, Ózerov conjuga realidad y ficción en un intento por abarcarlo todo: desde las intrigas políticas del más alto nivel hasta el romance entre un soldado y una enfermera en el frente, pasando por las maniobras tácticas y estratégicas de los mandos militares.
Es que Liberación es varias películas en una, en un sentido literal (es una saga de cinco films) pero también en otros. Quiero decir que sucesos históricos que bien podrían justificar una película en sí misma -y que en algunos casos lo hicieron- aquí son meros episodios de una narrativa más amplia: las conferencias de Teherán y Yalta, el rescate nazi de Benito Mussolini en los montes Apeninos, el fallido atentado contra Hitler y sus últimos días en el búnker de Berlín, todas las grandes batallas. En este sentido la narración se torna por momentos algo confusa. Se mencionan tantos nombres, tantos rangos, tantos ejércitos y divisiones que de a ratos es difícil entender cabalmente qué está pasando o qué se está discutiendo.
Liberación marca el regreso de Stalin en el cine soviético luego de una larga ausencia: entre 1953 y 1968 apenas había aparecido como personaje secundario en tres oscuras películas. Pero aquí ya no es el héroe impoluto y todopoderoso de los films de posguerra. Si bien se lo sigue presentando como un hombre paciente y sabio, que sabe escuchar, su retrato es en alguna medida más humano. Se muestra incluso cierta tensión en la relación de Stalin con el mariscal Gueorgui Zhúkov, cuya figura también es revaluada en relación al cine inmediatamente posterior a la guerra: en La caída de Berlín, por ejemplo, Zhúkov aparecía como un tonto que necesitaba supervisión permanente. También se muestran las discusiones y la competencia de Zhúkov con el mariscal Iván Kónev. Como sostiene Youngblood en otro libro, Histories of the Aftermath: The Legacies of the Second World War in Europe (2010): “Es importante subrayar que [Ózerov] estaba lejos de ser un ‘instrumento’ de propaganda de culto a la guerra: Liberación indica hasta qué punto el deshielo había penetrado en la cultura soviética, incluso en un producto que parecía rechazar sus valores clave. Ózerov individualiza y humaniza a sus personajes tanto como puede”.
La influencia del deshielo también puede verse en la historia de la relación del soldado Serguéi con la enfermera Zoia. Es uno de los intentos de la película por mostrar la dimensión humana del conflicto, al nivel de las trincheras, como habían hecho varias películas soviéticas de fines de los 50 y principios de los 60. Hay incluso momentos de erotismo, como en el encuentro que tienen los amantes hacia la mitad de la tercera película, cuando ella se está dando un baño desnuda en el río. “Eres mi esposa”, le dice él, abrazándola por sorpresa. “Soy tu mujer del frente, de la guerra”, responde ella con ironía. “Luego dejarás de quererme, me olvidarás”. En el final los amantes están separados, y su destino juntos es una incógnita. Mientras los soldados celebran la victoria en las escalinatas del edificio del Reichstag, en Berlín, Zoia aparece sola, llorando, indiferente a la alegría de la multitud.
Liberación está plagada de inexactitudes históricas a lo largo de sus casi ocho horas y de a ratos parece una enciclopedia de mitos relacionados a la guerra. Es, como expliqué en la primera parte de esta entrega, la versión soviética de la guerra, en particular la visión de la era Brézhnev. Cualquier adulto que alguna vez haya ojeado algún manual de historia podrá advertirlo. Lo interesante, creo, pasa por otro lado: el colosal tamaño de la producción, algo que no tiene equivalentes en la historia del cine bélico. Hay decenas de aviones, tanques, lanchas, artefactos de artillería y vehículos de todo tipo. Miles de extras atraviesan permanentemente el formato de pantalla ultra ancha. La producción contó con recursos técnicos y artísticos de todos los países del bloque soviético, a los que también se sumó Italia (Dino De Laurentiis fue productor asociado). Pero Ózerov no se dedicó a amontonar cosas frente a la cámara, sino que en general las exhibió con astucia.
Hay un momento extraordinario sobre el final de la primera película en el que unos soldados salen de un tanque en llamas y comienzan a luchar cuerpo a cuerpo contra los alemanes; con un travelling la cámara pasa delante del fuego y toda la imagen vira al rojo. En la segunda película, durante la batalla de Kiev, hay una secuencia que es una coreografía perfecta, en la que un soldado soviético se acerca a un tranvía destruido y deja fuera de combate a dos alemanes mientras de fondo hay explosiones, tanques que disparan, edificios en ruinas. El cruce del río Bug, hacia la mitad de la tercera película, es un despliegue impresionante de recursos. Algo similar puede decirse de la secuencia de la inundación del subte en Berlín: se construyeron decorados que recreaban una estación en el canal de Moscú, donde una serie de reclusas permitían controlar el nivel del agua. Toda la lucha final en el Reichstag, que se filmó en la capital alemana (en buena medida en la plaza Gendarmenmarkt, que en ese momento seguía en ruinas), es un prodigio de puesta en escena.
En medio de toda esta parafernalia analógica Ózerov se permite mechar situaciones de impronta poética. Como cuando el general Nikolái Vatutin, poco antes de morir, aprende cómo se dice “vida” en polaco. O el momento casi onírico, en el final de la cuarta película, en el que los tanques del Ejército Rojo que avanzan sobre Berlín se cruzan con los animales del zoológico. El cierre de este capítulo es delirantemente hermoso: un sargento le pide permiso a sus superiores para poder quedarse con un mono que, como él, sufrió una herida en un brazo. “Claro, lléveselo. Después de todo, son nuestros antepasados”, le responden.
Las cinco películas de Liberación vendieron en conjunto cerca de 120 millones de entradas en la Unión Soviética, una cifra importante pero menor a la esperada para una superproducción de este tipo. En esos años eran mucho más populares entre los rusos las películas que mostraban la Segunda Guerra como una aventura. El mejor ejemplo es la saga The Shield and the Sword (Shchit i mech, Vladimir Basov, 1968), cuatro películas que vendieron más de 180 millones de entradas.
La repercusión internacional de Liberación le dio cierto prestigio a Ózerov, por lo que fue convocado a participar junto a otros realizadores reconocidos de la época (Arthur Penn, Milos Forman, Kon Ichikawa, Claude Lelouch) del documental Visions of Eight (1973), sobre los Juegos Olímpicos de Múnich 72. Pero la mayor parte de su vida artística la dedicó a épicas en la línea de Liberación, aunque ninguna llegó tan alto.
Soldados de la libertad (Soldaty svobody, 1977) son cuatro películas, unas seis horas y media en total, que narran cómo el comunismo (en sus vertientes locales, pero siempre apoyado e inspirado por el Ejército Rojo, plantea la película) liberó de la opresión fascista a los países de Europa del Este. Al final, todo parece una excusa para reverenciar a los líderes comunistas de Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria, Hungría, Rumania y Yugoslavia de los 70. Personajes tan disímiles -y con participaciones tan diferentes en la guerra- como Nicolae Ceaușescu, János Kádár o Ludvík Svoboda son tratados casi de la misma manera. Acá es todo mucho más tedioso y predecible que en Liberación, y los combates se muestran en general con escasa gracia.
La batalla de Moscú (Bitva za Moskvu, 1985), casi seis horas divididas en dos partes, es un poco mejor. A tono con los nuevos tiempos políticos, Ózerov pudo aquí meterse con los estadios iniciales de la la guerra y plantear algunas críticas a los altos mandos (e incluso al propio Stalin) por no haber sabido advertir la Operación Barbarroja. Y ubica a Zhúkov (interpretado, como siempre, por Mijaíl Uliánov, un gran actor) como el estratega de la defensa de la capital.
La última épica bélica de Ózerov fue Stalingrado (Stalingrad, 1990), dos partes de tres horas en total, que tuvo una producción muy problemática. La inestabilidad política y económica de la Unión Soviética hacia fines de los 80 puso en peligro el proyecto, y el director buscó apoyo en Estados Unidos. La Warner Bros. decidió sumarse, pero impuso al actor protagónico, el estadounidense Powers Boothe. El resultado final fue menos de lo mismo.
Ózerov pasó los últimos años laboralmente activos de su vida editando material de todas sus películas para armar miniseries para la televisión local a principios de los 90. Murió en 2001, a los 80 años. En el nuevo milenio su figura y su obra comenzaron a ser revaluadas positivamente en Rusia, a tono con el clima conservador impuesto por el gobierno de Vladímir Putin. Pero al margen de las consideraciones políticas, Liberación merece su propio lugar en la historia del cine.
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube de este newsletter podés ver un breve tráiler de Liberación que la productora Mosfilm realizó en 2020 con motivo del lanzamiento en 4K de la película.
- El cine soviético y de los países de Europa del Este llegaba a las salas argentinas gracias a la empresa Artkino Pictures, la distribuidora independiente de mayor trayectoria en el país, fundada por Isaac Argentino Vainikoff. Hoy tiene un canal de YouTube donde todas las semanas sube films que alguna vez tuvieron estreno comercial. Por ejemplo, se pueden ver con subtítulos en castellano clásicos como Cenizas y diamantes (Popiól i diament, 1958), de Andrzej Wajda, o Locas margaritas (Sedmikrásky, 1966), de Vera Chytilová, entre muchísimas otras. También ahí podés ver La epopeya de los años de fuego (Povest plamennykh let, 1961), de Yuliya Solntseva, película que le da título a esta entrega.
- Recordá que también está el canal de YouTube de Mosfilm, con cerca de medio centenar de películas soviéticas y rusas de todas las épocas para ver en excelente calidad y con subtítulos. Acá podés encontrar una lista de reproducción con todos los títulos disponibles.
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