#120 - Escuchar con los ojos
Mujeres encerradas en un palacio en un clásico del cine feminista.
Esta semana en Cinematófilos, la renovación del cine tunecino en los años 80 y 90. Más abajo vas a encontrar el link para acceder a la película. Te recomiendo que la descargues en tu computadora para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
La locación que se utilizó para la casa donde vive Luke Skywalker en La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), en el desértico planeta Tatooine, es el hotel Sidi Driss, en Matmata. En un momento de Los cazadores del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981), Indiana Jones pelea contra un mecánico nazi sobre el fuselaje de un avión en Egipto, lo que en realidad se rodó en las afueras de Tozeur. Dos de las sagas más exitosas de Hollywood nos mostraron imágenes de Túnez, aunque las disfrazaron de otra cosa. Por esos mismos años, se estaba gestando una renovación importante en el cine del país del norte africano. Un grupo de realizadores comenzó a retratar la realidad de un modo más personal, con algunos elementos autobiográficos, y ya sin urgencia por plantarse contra el colonialismo europeo o abordar la lucha por la liberación. Es una etapa que algunos críticos e investigadores denominan la “edad de oro” del cine tunecino, y que exploraré en esta entrega de Cinematófilos.
“La utilización de Marruecos y Túnez como escenarios de producciones estadounidenses y europeas pone de relieve la disparidad entre la cinematografía magrebí y la occidental”, comparó Roy Armes en su libro Postcolonial Images: Studies in North African Film (2005). “En el Magreb [la parte más occidental del mundo árabe, que incluye Argelia, Libia, Mauritania, Marruecos y Túnez] se ruedan muchas más películas extranjeras, con recursos infinitamente mayores, que las producidas por directores magrebíes. Las cifras de Marruecos en 1996-1997 son elocuentes: nueve largometrajes locales con un presupuesto total de 21,5 millones de dírhams (unos 2,4 millones de dólares), veintitrés largometrajes extranjeros con un presupuesto (para rodaje local) de 885,5 millones de dírhams (es decir, 98 millones de dólares)”, agregó. En Túnez -donde en esos años se filmaron, por ejemplo, escenas de El paciente inglés (The English Patient, Anthony Minghella, 1996)- la situación no es muy distinta.
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Hubo dos acontecimientos que modificaron el paisaje del cine tunecino en los años 80. En 1981 se terminó el monopolio en la importación y distribución de películas que tenía la Sociedad Anónima Tunecina de Producción y Expansión Cinematográficas (SATPEC, por su sigla en francés), que había sido creada en 1957 para fomentar el desarrollo audiovisual en el recientemente independizado país. Ese mismo año comenzó a funcionar un sistema de asistencia a la producción de cortos y largometrajes, financiado con un porcentaje de la recaudación en los cines. En este contexto, en 1985 el empresario Tarak Ben Ammar, que había estado involucrado en la realización de La guerra de las galaxias y Los cazadores del arca perdida, creó los estudios Carthago Films en la ciudad de Sousse, que se consideran los más importantes construidos en África luego de los procesos de independencia. Y Ahmed Attia surgió como el productor más trascendente del país con su empresa Cinetelefilms, que estuvo detrás de la mayoría de las realizaciones que renovaron el panorama local y ubicaron a Túnez en el mapa del cine internacional.
La primera producción de Cinetelefilms fue Man of Ashes (Rih Essed, 1986), ópera prima de Nouri Bouzid, realizador nacido en Sfax en 1945 que había estudiado cine en Bélgica. Cuenta la historia de un joven carpintero que, días antes de casarse en un matrimonio arreglado, recuerda su traumática infancia, en particular los abusos sexuales por parte de su jefe que sufrió cuando tenía 12 años, un tema del que no puede hablar con su familia. La segunda realización de Bouzid, The Golden Horseshoes (Safa'ih min dhahab, 1989), presenta los problemas de un intelectual para conectar con su familia y reinsertarse en la sociedad luego de haber pasado varios años de prisión. Ambas películas, presentadas en el Festival de Cine de Cannes, marcan dos tendencias del cine tunecino de la época. Como señaló el crítico Tahar Chikhaoui en un texto de 1998, “en el transcurso de los años ochenta, el individuo toma el relevo [sobre lo colectivo], con una tendencia a la autobiografía y un notable recurso a los espacios de la memoria”. Por otro lado, son la prueba de que en Túnez la censura suele ser menos severa que en el resto de los países árabes: asuntos como los desnudos femeninos, la homosexualidad, el turismo sexual o la represión política pueden encontrarse con frecuencia en la cinematografía local.
Otro de los directores importantes surgidos durante la década es Férid Boughedir, nacido en 1944. Luego de trabajar como crítico en diversas publicaciones de la región, dirigió los elogiados documentales Caméra d'Afrique (1983) y Caméra arabe (1987), sobre el estado del cine africano y árabe. Su primera película de ficción probablemente sea la obra tunecina más conocida en todo el mundo: Halfaouine: el niño de las terrazas (Asfour Stah, 1990), una sensible comedia sobre la difícil transición de la infancia a la adolescencia. La segunda, Un verano en La Goulette (Saeif Halq Al Wadi, 1996), que compitió en el Festival de Berlín, muestra a partir de la historia de tres jóvenes amigas (una italiana y católica, otra tunecina y árabe, la tercera una francesa judía) cómo se deterioraron las relaciones interreligiosas en la cosmopolita ciudad balnearia del título durante la guerra de los Seis Días, en 1967. El film incluye una sorprendente aparición de Claudia Cardinale, nacida en Túnez, haciendo de sí misma 25 años más joven.
Aunque es difícil etiquetar como un movimiento a la renovación del cine tunecino, sí es cierto que artistas y técnicos trabajaban juntos en varias películas, y es común ver actores y actrices que se repiten de un film a otro. Casi todas estas realizaciones (19 en la década del 80 y 23 en los 90) fueron coproducciones con Francia, pero la mayoría de los involucrados en los rodajes son tunecinos, están habladas en árabe y exhiben un indudable interés por los problemas y las angustias de Túnez. Y suelen hacer un uso muy ingenioso de la particular geografía laberíntica de algunas zonas urbanas.
Otras producciones, sin embargo, parecen más inclinadas a saciar la curiosidad por lo exótico del mundo occidental. Es el caso de la llamada “trilogía del desierto” de Nacer Khemir, que comenzó con Los habitantes del desierto (El-haimoune, 1984) y concluyó con Bab'Aziz- El príncipe que contempló su alma (Bab'Aziz, 2005). Entre ambas, Khemir presentó The Dove's Lost Necklace (Le collier perdu de la colombe, 1991), ambientada en la Andalucía controlada por los musulmanes del siglo XI, película de espiritualidad for export y una estética festivalera algo kitsch. La trilogía tuvo mucho éxito alrededor del mundo, pero recibió escasa atención en su propio país.

Moufida Tlatli, la directora de la película de esta edición del newsletter, fue otra figura trascendente del cine tunecino de estos años. Nacida en 1947, Tlatli estudió en París y trabajó dos décadas como montajista -en varios de los films que mencioné más arriba- antes de lanzarse a la dirección. Hoy veremos su notable ópera prima, Los silencios del palacio (Samt el qusur, 1994), que escribió junto con Nouri Bouzid y le dio reconocimiento internacional: se llevó el premio a la mejor ópera prima en Cannes y hoy se la considera un clásico del cine feminista.
Tlatli dirigió otros dos films, que en buena medida siguen la senda abierta por Los silencios del palacio. En The Season of Men (La Saison des Hommes, 2000), la cineasta exploró la relación entre una madre y sus dos hijas jóvenes en un hogar muy tradicionalista de la isla Yerba, dónde los hombres sólo aparecen un mes al año (el resto del tiempo trabajan en la capital). Su siguiente realización, Nadia et Sarra (2004), es otra historia de mujeres, también madre e hija, una que atraviesa la menopausia mientras la otra transita la adolescencia.
En 2011, Tlatli fue nombrada ministra de Cultura en el gobierno de transición que asumió luego de la revolución tunecina que despertó la Primavera Árabe. Murió en febrero de 2021, a los 73 años, por complicaciones relacionadas con el covid.
LOS SILENCIOS DEL PALACIO
Título original: Samt el qusur
Directora: Moufida Tlatli
Protagonistas: Amel Hedhili, Hend Sabri, Najia Ouerghi, Sami Bouajila, Kamel Fazaa, Fatima Ben Saïdane, Kamel Touati
Países: Túnez y Francia
Idiomas: árabe y francés
Año: 1994
Duración: 123 minutos
Para leer después de ver la película
En su libro Mortal y rosa (1975), el escritor español Francisco Umbral propone un ejercicio: "Aprender a mirar los ojos, a mirar lentamente, profundamente, aprender a escuchar con los ojos. Nadie puede soportar la interrogación del silencio, se ha escrito. Nadie puede soportar la interrogación de los ojos. Los ojos nos descubren y nos encubren”.
En el centro, entonces, la mirada. El primerísimo primer plano de una mujer se apodera del encuadre apenas comienza de Los silencios del palacio. Sus ojos oscuros e intensos miran a su alrededor con seriedad, quizás con temor. Así conocemos a Alia, la protagonista del film (interpretada, de adulta, por Ghalya Lacroix). Estamos en Túnez, en los años 60, y ella se dedica a cantar en fiestas. Cuando termina su trabajo, un hombre la pasa a buscar y le pregunta si la molestaron mucho. “El acoso habitual”, responde la joven, resignada. ¿Cuántos grados de acoso puede soportar una mujer? ¿Cuántos años, cuántos siglos de sometimiento? ¿Cuántos llantos? A veces el cuerpo debe gritar todo aquello que no se pudo enunciar con palabras. Por eso muere la madre de Alia en esta historia, porque su cuerpo ya no resiste más vejaciones y su alma no puede aceptar que su hija tenga que heredar ese destino de desolación.
Al morir el príncipe Sid’Ali (Kamel Fazaa), Alia regresa al palacio donde se crio, un lugar que hoy se siente deslucido, colmado de fantasmas. A partir de los recuerdos provocados por esos espacios y sus ecos sonoros, el relato articula una serie de flashbacks que reconstruyen el pasado de la protagonista y nos llevan a los últimos años de Túnez como colonia francesa. Comprender cómo funciona ese universo a nivel social puede resultar exigente para el público, ya que no estamos frente a una narración de estilo didáctico. Pero creo que ése es uno de los méritos de Moufida Tlatli, que a la vez logra evitar cualquier barniz de exotismo en la puesta en escena. Es realmente terrible lo que cuenta la película, que tiene la virtud de labrar una denuncia contundente apelando a estrategias sutiles. Porque el objetivo es describir cómo la explotación sexual se encuentra totalmente naturalizada, asumida por las víctimas, ahogada en el silencio. Con su ritmo sosegado, el relato nos permite ir asentándonos de a poco en esos ambientes para inferir sus códigos y dinámicas, una arquitectura que establece rígidas jerarquías espaciales entre las clases: las familias de la élite están siempre arriba, en el primer piso, y abajo vive la servidumbre, sobre todo las mujeres que se dedican a las tareas domésticas y a “servirles el té” a los beys, los dueños de casa.
Con la excepción de los minutos iniciales de la película, la narración decide no salir nunca del palacio, y esto determina que los espectadores nos quedemos confinados ahí, al igual que las mujeres, que no pueden abandonar el sitio. En un diálogo con la crítica y teórica Laura Mulvey publicado en la revista Sight and Sound en 1995, la directora explicó que la cocina resulta clave porque “es el corazón vital del film. Es el lugar donde las mujeres viven, trabajan, ríen, cantan, bailan, comen, se comunican o no. Es ahí donde las mujeres deben crear un mundo para poder sobrevivir”. La cámara se detiene en ellas con especial devoción, para capturar la tristeza de sus rostros, la bronca contenida en sus manos laboriosas. Mujeres reducidas a ser máquinas que lavan y cocinan, espectáculos vistosos en los encuentros sociales, juguetes de satisfacción erótica que -por supuesto- se descartan cuando en el harén aparecen otros cuerpos, más jóvenes. Vidas enteras que sólo conocen la lógica de esclavitud, como sucede con Khedija (Amel Hedhili), la madre de Alia, que fue despojada de toda biografía íntima al ser entregada de pequeña, vendida por su propia familia.

“No sos una princesa. Tenés que quedarte en la cocina y aprender a cocinar”, le dice Khedija a su hija (interpretada ahora, de joven, por la actriz Hind Sabri). Pero Alia se resiste, sin llegar a entender todavía los alcances de la crueldad clasista y patriarcal. Sólo desea encontrar su lugar en la trama, saber quién es su padre, sentirse digna de ser libre. Está perdida, escindida entre el mundo del arriba y el de abajo. Por eso busca sus propios refugios, amparándose en fuerzas vitales capaces de trascender los muros, como la música y el canto (de allí la relevancia que adquiere la dimensión sonora en el film). Como plantea la realizadora, “ella quiere un laúd, algo que la fascinó desde que era niña. El laúd se convierte en fetiche y compañero. Cuando siente que no puede comunicarse con los adultos, ella se refugia en el altillo, con el laúd”. Tocar y cantar representan un modo de combatir el silencio, de afirmarse en su subjetividad y preservarse. Luego de ser testigo de la violación de su madre, Alia queda sumida en el shock y el mutismo. Recién vuelve a sonreír cuando su amiga (casi una hermana) interpreta una cálida melodía con el instrumento. Ahí es cuando Khedija decide juntar sus ahorros para regalarle un laúd a su hija, uno de los momentos más felices de la película.
Mientras Alia crece y la relación con su madre se vuelve más tensa y compleja, el pueblo tunecino afianza la lucha por la independencia (que finalmente conquista en 1956). Las novedades políticas ingresan al palacio a través de la radio o de las noticias que traen los hombres, enunciados que dibujan un fuera de campo tumultuoso que genera temores pero también tímidos entusiasmos en algunas de las mujeres, hartas de la opresión y la obligación de callar. “Nuestras vidas se parecen a toques de queda”, dice una de ellas, mientras otra derrama su catarsis: “Quiero salir a la calle desnuda, descalza, correr sin que me detengan, para chillar y gritar en voz alta”.
En ese contexto aparece Lofti (Sami Bouajila), el joven maestro militante, que luego escapa con Alia del palacio. Pero como habíamos advertido al inicio del relato, esa nueva relación no significa que ella esté liberada. Como sostiene Laura Mulvey, “el mensaje del presente del film -mediados de los 60- es que para cualquier mujer, incluso en este mundo pos revolucionario, la sexualidad y el cuerpo son algo difícil de lo que no se puede escapar”. Ella ahora está embarazada y su compañero la presiona para que aborte. Porque los prejuicios persisten, y Alia sigue teniendo para Lofti el estatuto de una simple cantante de origen ilegítimo. Esa es precisamente la lógica que ella tiene que romper, por eso el trabajo de la memoria la habilita a reconciliarse con su madre. “Alia está traumatizada en su juventud por no saber quién era su padre, pero en la edad adulta descubre quién era su madre, lo que reconoce como más importante”, plantea Geetha Ramanathan en su libro Feminist Auteurs - Reading Women’s Films (2006).
Hay un momento muy importante en el que madre e hija intercambian lugares frente al espejo. Por orden del bey, Khedija le pide a Alia que se prepare para hacer la perfomance en el piso de arriba. Para la directora se trata de una escena bisagra, en donde debía transmitirse la sensación de que el destino de la joven pende de un hilo. La chica se pinta los labios y mira a su madre de forma desafiante, sugiriendo que está dispuesta a seguir su ejemplo. “En ese momento -dice Tatli- la madre se da cuenta de que va a perder a su hija, que está a punto de subir a cantar y que no puede hacer nada al respecto. No puede decir ‘No vayas’ porque tiene que obedecer a los beys. Es impotente”. Y todo está cifrado en la potencia de las miradas, por eso el drama de la película se va erigiendo sobre todo aquello que los ojos callan.
Así lo sintetiza la cineasta: “Para mí, el silencio del palacio es un silencio a través de la incapacidad para hablar. Sus bocas están cerradas. Los seres humanos quieren hablar, expresarse. Si la boca está cerrada, entonces los ojos hablan. Yo quería hacer que los ojos hablaran, y que dijeran muchas cosas. Todas las mujeres están dentro de la tradición del tabú, del silencio, pero el poder de la mirada es extraordinario”.
Si tenés ganas de algo más…
- Esta es la tercera película africana que programo en Cinematófilos. Vuelvo a compartir las dos anteriores, por si te las perdiste: la burkinesa Yaaba (1989), de Idrissa Ouédraogo, y la egipcia La tierra (Al-Ard, 1970), de Youssef Chahine, ambas excelentes.
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