#117 - Falsos refugios
La angustia corroe el alma en una nueva urbanización en las fueras de Los Ángeles.
Esta semana en Cinematófilos, la vida en los suburbios y el American Way of Life según el cine de Hollywood de los años 50. Más abajo vas a encontrar el link para acceder a la película. Te recomiendo que la descargues en tu computadora para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
Tu aporte es muy importante para este proyecto. Más adelante encontrarás los links para colaborar, tanto desde Argentina como desde el exterior. ¡Muchas gracias!
Para leer antes de ver la película
Muchos economistas e historiadores coinciden en señalar al período que va desde fines de la década del 40 hasta comienzos de la del 70 como la “época dorada” del capitalismo en el mundo. “Durante los años 50 mucha gente, sobre todo en los cada vez más prósperos países ‘desarrollados’, se dio cuenta de que los tiempos habían mejorado de forma notable, sobre todo si sus recuerdos se remontaban a los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial”, escribió el británico Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX (1994). Pero, como dice uno de los personajes de la película de esta semana en Cinematófilos, “tener una casa y una heladera con freezer no es la solución para todo”. Y el cine de Hollywood de la década del 50 dio cuenta de diversos modos, en medio de un contexto político hostil, de esa angustia existencial que ninguna posesión material podía apaciguar.
La industria cinematográfica estadounidense atravesó cambios significativos durante los años 50. El sistema de estudios clásico comenzó a crujir a partir de la decisión judicial antimonopolio, conocida como “el caso Paramount”, que obligaba a las compañías productoras a desprenderse de las salas de cine. El Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC, según las siglas en inglés) persiguió y colocó en “listas negras” a cualquiera sospechado de comunista, lo que hizo que muchos artistas se exiliaran, dejaran de trabajar o lo hicieran desde el anonimato. Los envejecidos jefes de los grandes estudios debieron enfrentar a un nuevo medio, la televisión, que amenazaba con quitarles su público (la cantidad de espectadores no dejaba de bajar desde el pico de 1946). En medio de todo esto, sin embargo, se hicieron películas excelentes, no sólo en sus propios términos sino también como comentario de una época.
“El cine de los 50 es inquietante, como la propia cultura. Su desesperación es casi palpable, incluso en algunas de sus comedias y musicales. Pero de la desesperación surgen continuos intentos de abordarla, de superarla, aunque la tristeza permanece. Es como si, a través de sus películas, los años 50 chocaran con sus propias depredaciones políticas y sociales y, en las diversas tentativas de enfrentarse a ellas o evitarlas, las películas, en toda su variedad, no pudieran salir de esas mismas depredaciones”, plantea el gran crítico y académico estadounidense Robert P. Kolker en su libro Triumph Over Containment: American Film in the 1950s (2022). La idea de “contención” (containment en inglés) refiere a una estrategia de la política internacional estadounidense durante la Guerra Fría, que pretendía impedir el avance del comunismo en el mundo.
“Lo que empezó como una estrategia sugerida se convirtió, casi inconscientemente, en una advertencia contra el discurso liberal, contra las mujeres, la discriminación sexual y la gente de color, contra las producciones culturales que planteaban las preguntas incorrectas u ofrecían las respuestas incorrectas (...) ‘Incorrectas’ significaba ser gay o haberse afiliado a una organización de izquierda. La cultura, la política y el propio deseo debían ser contenidos por el discurso anticomunista dominante”, agrega Kolker. Varios films, propone el autor, lograron triunfar frente a ese intento de contención.
En este newsletter ya comenté algunas películas del período que tratan diversas crisis, como las desventuras de un matrimonio recién casado de la clase obrera en De la misma carne (The Marrying Kind, 1952), de George Cukor, o las angustias y miedos de una generación capturadas por el guionista Paddy Chayefsky en Marty (1955) o en Despedida de soltero (The Bachelor Party, 1957), ambas dirigidas por Delbert Mann. También está el cine de ciencia ficción, que vivió una década particularmente prolífica y supo explorar el temor por la carrera armamentista nuclear en El día que paralizaron la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951), de Robert Wise, o la paranoia anticomunista en La invasión de los usurpadores de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel, entre otros temas. Incluso el musical, habitual terreno fértil para la fantasía reparadora, se puso oscuro y cínico en el genial Siempre hay un día feliz (It's Always Fair Weather, 1955), de Stanley Donen y Gene Kelly. Pero aquí me interesa esencialmente centrarme en dos grupos de films con algunas cuestiones en común.
SI NO USÁS MERCADO PAGO, PODÉS HACER UNA TRANSFERENCIA POR EL VALOR QUE ELIJAS AL SIGUIENTE CBU: 0720502688000001945272 (ALIAS: CINE.PELICULA.VHS)
El primero es el de historias ambientadas en el mundo corporativo, casos de hombres y mujeres que intentan alcanzar el éxito sin traicionar sus convicciones ni resignar su vida familiar dentro de empresas cada vez más grandes y deshumanizadas. Quizás la más trascendente en su momento haya sido El hombre del traje gris (The Man in the Gray Flannel Suit, 1956), de Nunnally Johnson, basada en el bestseller homónimo de Sloan Wilson, donde Gregory Peck interpreta a un atormentado veterano de la Segunda Guerra que intenta conciliar su trabajo, su pasado y la relación con su esposa. Vista hoy, la película es bastante pesada y solemne, pero probablemente muchos hombres de la época se hayan visto interpelados por los padecimientos del protagonista.
Tanto Cuando llama el deseo (Executive Suite, 1954), de Robert Wise, como El mundo de la mujer (Woman’s World, 1954), de Jean Negulesco, tratan sobre la disputa por ocupar un importante cargo vacante. La primera, que hoy podría definirse como la Succession de los años 50, dibuja la lucha despiadada por el control de una empresa que fabrica muebles luego de la sorpresiva muerte de su presidente, y enfrenta a un hombre inescrupuloso, interesado en hacer dinero de cualquier modo (Fredric March), y a otro con ideas y una genuina pasión por la actividad (William Holden). En la segunda, más liviana y juguetona, el dueño de una automotriz debe elegir a su nuevo director general, e invita a tres candidatos con sus esposas a pasar unos días en Nueva York para evaluarlos. Cada matrimonio, llegado desde diferentes partes del país, tiene sus propios conflictos y anhelos.
La más interesante de este grupo es El precio del triunfo (Patterns, 1956), un guión de Rod Serling dirigido por Fielder Cook. El tirano presidente de un enorme conglomerado industrial traslada a su sede central de Nueva York a un joven ingeniero (Van Heflin), que venía de tener éxito en una compañía subsidiaria, y pretende convertirlo en su mano derecha. Pero el recién llegado comienza advertir que las ambiciones personales no siempre van de la mano con la ética profesional. Se trata de un potente melodrama, bastante claustrofóbico, que mantiene una ambigüedad inquietante: el texto de Serling, basado en su propio guión televisivo, parece invitar al espectador a decidir de qué lado se ubica la película.

El otro grupo de films habla de un fenómeno creciente en los Estados Unidos de los 50: la vida en los suburbios. “El desplazamiento de posguerra hacia los suburbios provocó una agitación demográfica y personal extrema. Las ciudades perdieron gran parte de su clase media. Las mujeres eran prisioneras virtuales en hogares alejados de las ciudades y obligadas a ocuparse de las tareas domésticas y la crianza de los hijos. Los hombres podían salir de casa para ir a su lugar de trabajo, a menudo percibido como otro tipo de prisión de competencia y conformismo”, apunta Kolker en su libro. Miles de familias se trasladaron a las afueras de las grandes urbes con la esperanza de encontrar una mejor forma de vida, y un puñado de películas mostraron que esa movida podía ser una trampa.
En Delirio de locura (Bigger Than Life, 1956), de Nicholas Ray, el personaje de James Mason comienza a perder la cordura cuando se vuelve adicto a la cortisona que le recetan para combatir una severa enfermedad. Kolker interpreta que la droga no es el villano de la historia, sino apenas un McGuffin o excusa argumental: “Atrapado en su claustrofóbico hogar suburbano -el uso del color y el CinemaScope por parte de Ray no hace sino enfatizar la pequeñez de las vidas de sus personajes-, la causa de la megalomanía del protagonista son los propios años 50 [...] Delirio de locura anuncia los asfixiantes límites de la contención y los peligros de ir más allá de ellos”. Que la película haya sido un fracaso comercial en el momento de su estreno y la mayoría de los críticos estadounidenses la maltrataran acaso sirva para confirmar la crudeza de su planteo.
Un año antes, Nicholas Ray había estrenado su obra más conocida, Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955), también ambientada en los suburbios. Aquí el tema es la diferencia generacional entre jóvenes a la deriva (perdidos en el cosmos, como sugiere la escena en el planetario) y sus padres no presentes. Y aunque la película subraya un poco la insípida personalidad del papá del protagonista, mantiene aún hoy su potencia por la intensa actuación de James Dean y por la pirotecnia visual de Ray, que utiliza cada centímetro de la pantalla ancha para decir algo, como en la famosa escena de la discusión en las escaleras.
Lo que el cielo nos da (All That Heaven Allows, 1955), la obra maestra de Douglas Sirk, es un melodrama perfecto, consciente de sus códigos y sus excesos pero que a la vez se toma muy en serio a sí mismo. En su mirada sobre la relación -socialmente inaceptable en las zonas pudientes de Nueva Inglaterra de la época- entre una mujer madura y adinerada y un joven de clase trabajadora, ofrece momentos de notable sutileza. Hay una oscuridad espeluznante y a la vez un optimismo conmovedor, conjugados como pocas veces Hollywood logró hacerlo. “Y dentro de todo esto hay una conciencia política, una crítica a la vida en los clubes de campo de los años 50, a los placeres embrutecedores de la clase media [...] La vida que mucha gente de los 50 quería y a la vez temía”, sostiene Kolker.
Estas últimas tres obras son muy conocidas y se ganaron merecidamente su lugar entre los grandes clásicos del cine estadounidense. La película de esta semana en Cinematófilos, en cambio, permanece bastante olvidada, aunque es tan buena como aquellas e incluso más aguda en su disección de la vida en los suburbios. No Down Payment (1957), de Martin Ritt, se estrenó en Argentina como La mujer del prójimo, un título algo engañoso. Ya verás que el original, que puede traducirse como “sin anticipo” o “sin depósito”, es mucho más acertado.
NO DOWN PAYMENT
Título argentino: La mujer del prójimo
Director: Martin Ritt
Protagonistas: Joanne Woodward, Sheree North, Tony Randall, Jeffrey Hunter, Cameron Mitchell, Patricia Owens, Barbara Rush, Pat Hingle
País: Estados Unidos
Idiomas: inglés
Año: 1957
Duración: 101 minutos
Para leer después de ver la película
Autopistas con un tránsito importante pero fluido, que avanza, en Los Ángeles, California. La música transmite optimismo. En su auto, seguidos de cerca por un camión de mudanzas, David Martin (Jeffrey Hunter) y su esposa Jean (Patricia Owens) están emprendiendo el camino hacia su nuevo hogar. A medida que se alejan de la gran ciudad se van encontrando con carteles publicitarios de nuevos proyectos inmobiliarios en los suburbios. Finalmente advierten el de su destino: Sunrise Hills, “un lugar mejor para una vida mejor”. Se miran y sonríen.
En la década del 50, miles de familias blancas de clase media en Estados Unidos abandonaron las grandes ciudades para trasladarse a los suburbios, en un fenómeno demográfico conocido como “la huida blanca” (white flight en inglés). Se desarrollaron emprendimientos inmobiliarios privados de gran escala, como Westlake, al sur de la ciudad de San Francisco, o Levittown, en Long Island, y el gobierno nacional animó la migración mediante la construcción de autopistas y la concesión de hipotecas con intereses muy bajos. Negros, latinos, asiáticos y otras minorías tenían escasas posibilidades de mudarse a las nuevas urbanizaciones por una serie de iniciativas discriminatorias o la dificultad para acceder a créditos hipotecarios, aunque pudieran pagarlos.
Esta realidad es la que pinta, en el mismo momento en que estaba ocurriendo, No Down Payment, producción de la Fox en la que trabajaron dos víctimas de las “listas negras”: el director Martin Ritt, que había sobrevivido como docente en el Actors Studio durante el lustro en el que fue rechazado en el cine y la televisión, y el guionista Ben Maddow, que no figura en los créditos (Philip Yordan hizo de pantalla o “front” y firmó en su lugar). La película, como describe Kolker, “se inspira en los nuevos suburbios y crea un enmarañado nudo de dolor emocional y angustia sexual”.
Cuando David y Jean entran por primera vez a su nueva casa, un travelling hacia atrás nos revela una construcción más bien modesta, convencional. Poco después, hay un movimiento de cámara similar cuando Herman Kreitzer (Pat Hingle) y su esposa Betty (Barbara Rush) ingresan a la suya, ubicada en el terreno contiguo. Las dos viviendas son idénticas. Los Kreitzer saludan a los Martin y se encuentran en el patio, que apenas está dividido por una cerca de escasa altura. Ese primer día, David y Jean ven desde su dormitorio, por la ventana, a Troy Boone (Cameron Mitchell) y Leona (Joanne Woodward) tirados en la cama del suyo, besándose. Todo parece estar a la vista de los vecinos en Sunrise Hills, sin intimidad.
El primer encuentro de las cuatro parejas, en la parrillada que ofrecen Herman y Betty en su patio, es brillante. Presenta a los personajes, cada uno con sus propios problemas e ilusiones, establece los vínculos y delinea un marco histórico y social. Todos los hombres están marcados por su experiencia en la Segunda Guerra, en especial el condecorado Troy. Las mujeres son todas amas de casa (ninguna trabaja, se diría en los 50). Mientras Isabelle (Sheree North) afirma que el barrio es la perfección, su marido Jerry Flagg (Tony Randall), un alcohólico vendedor de autos usados, irrumpe con una frenada brusca y un bocinazo. “Parece que todos vivimos bien aquí”, dice David. “¡Seguro! Sólo estamos endeudados por 25 años”, responde Jerry.
Todas las familias parecen disfrutar un confort económico en medio de esta “época dorada” del capitalismo. Pero la escena de la parrillada también deja ver otro tipo de conflictos, una insatisfacción que va más allá de las posesiones materiales, que ninguna heladera con freezer podrá resolver. Y luego se añade el problema de la discriminación: a Iko (Aki Aleong), el empleado japonés de Herman, no le quieren vender una casa en el barrio.
Las insinuaciones sexuales de las cuatro parejas terminan de la peor manera: borracho, decepcionado por no haber conseguido el puesto de jefe de policía y luego de discutir con su esposa, Troy viola a Jean. Ella, avergonzada, se niega a acudir a la policía. A partir de aquí los acontecimientos se precipitan y en el final, de algún modo, cierto orden se restablece. Troy muere aplastado por su propio auto y Leona, la sureña que nunca encontró su lugar en Sunrise Hills, decide marcharse. La familia de Iko es discretamente aceptada en la comunidad: los vemos salir de la iglesia, aunque no sabemos si seguirán sufriendo algún tipo de discriminación. También Herman asiste a misa, algo que al comienzo se negaba a hacer. Jerry consigue un trabajo en el negocio de Herman, al menos hasta que le salga algo mejor. Y David, aunque hace esa venta tan importante para la empresa donde trabaja, decide seguir con lo suyo, la ingeniería. De todos modos, nos quedamos con el status quo, lo que no necesariamente significa algo bueno en este mundo insular y contenido, asfixiante.
“No Down Payment tiene la dosis necesaria de infelicidad y deseo ahogado que caracteriza a cualquier buen melodrama. Añade actualidad y sugiere cierta petulancia que era común entre los intelectuales con respecto a la vida suburbana, al tiempo que indica que, con la eliminación de las ‘malas influencias’ y la introducción de la tolerancia racial, esta atormentada comunidad puede sobrevivir”, escribe Kolker en su libro. “Es habitual que el melodrama cinematográfico logre algún tipo de equilibrio. En un medio comercial, no funcionaría dejar al público tan angustiado como para no querer volver al cine. Tampoco quieren los cineastas insultar a su público exponiendo su modo de vida sin demostrar cómo podría funcionar en su beneficio. En otras palabras, no es raro que el melodrama lo tenga todo a la vez”, agrega.
El director Martin Ritt, que cuando dirigió la película aún estaba bajo presión de la HUAC por su pasado comunista, no quedó conforme con ese final. “Fue mi primera película cuando estaba bajo contrato con la Fox. Quería hacer una declaración mucho más seria sobre la clase media estadounidense de lo que fui capaz. No quería rodar ese final para el film, y durante dos días me despidieron. Los productores trajeron a otro director y dijeron: ‘Él va a rodar el final que queremos’. Así que preferí volver y filmé lo que ellos querían”, contó en una entrevista de 1987, recopilada en el libro Martin Ritt: Interviews (2003).
Es posible que el final sea un poco complaciente. Pero no del todo. Lo último que se ve es un cartel publicitario, similar al que aparece al comienzo pero con otra frase, cargada de amarga ironía: “Sunrise Hills: el final feliz para la búsqueda de su casa”.
Si tenés ganas de algo más…
- En 1967, un joven David Bowie recibió una carta de una fanática estadounidense, que le decía cuánto admiraba su música. En su respuesta, el cantante escribió: “Espero ir algún día a Estados Unidos. Mi mánager me ha contado mucho, ya que ha estado allí muchas veces con otros artistas a los que representa. La otra noche estuve viendo en TV una vieja película titulada No Down Payment, una gran película, pero bastante deprimente si es un fiel reflejo del modo de vida estadounidense”.
- La vida en los suburbios de Estados Unidos cambió mucho desde los años 50, y esos barrios en general ya no son exclusivamente blancos. Pero algunos parecen añorar aquella época de discriminación, y cada tanto el tema vuelve a los medios. En 2020, durante la campaña para las elecciones presidenciales, Donald Trump intentó apelar al miedo racista para conseguir algunos votos, una iniciativa conceptualmente similar al la de “se están comiendo las mascotas” que está utilizando ahora. Curiosamente, él y su padre, Fred Trump, hicieron parte de su fortuna con emprendimientos inmobiliarios suburbanos para familias blancas, y en 1973 fueron demandados por el Departamento de Justicia por incumplir con la Ley de Vivienda Justa, sancionada en 1968, que prohibía la discriminación en la venta o alquiler de casas por motivos de raza, religión o país de nacimiento.
Archivo de publicaciones
Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de Cinematófilos. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.
Muy interesante trabajo! Gracias por la película y tus comentarios!
Peliculon. Impecable el analisis y la reseña.