Esta semana en Cinematófilos, una de las pinturas más honestas del matrimonio que haya dado el cine clásico de Hollywood. Más adelante vas a encontrar el link para ver la película, que estará activo durante una semana. Te recomiendo entonces que la descargues en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Hay infinidad de películas del Hollywood clásico que llevan la palabra matrimonio (o algunas de sus variantes) en el título. Y sin embargo no son tantas las que se centran en la experiencia de estar casado, en reflejar la cotidianidad de la vida en pareja con sus alegrías y sus tristezas. Menos aún son las que eligen contar su historia desde la perspectiva de la clase trabajadora, de hombres y mujeres que deben lidiar no sólo con sus propias subjetividades y temores sino también con un contexto social y económico no siempre favorable. La película de esta semana en Cinematófilos es una de las pinturas más honestas de la vida conyugal que haya dado el cine estadounidense, y además su crítica a los roles tradicionales de la pareja sigue siendo aguda aún hoy, siete décadas después de su estreno.
“Luego del cine mudo, el matrimonio, algo que la audiencia comprendía realmente y de lo que tenía un conocimiento personal, resulta ser uno de los temas más escurridizos y confusos de desenredar de la historia del cine. En la era sonora, el matrimonio está en todas partes, en cualquier tipo de argumento, de ambientación, de género o de star vehicle [...] Los matrimonios, de todos los tipos, formas y tamaños, están por todas partes en las películas, pero a nadie se le ocurre llamar a alguna de ellas ‘película de matrimonio’. Ni antes ni ahora”, plantea Jeanine Basinger en su libro I Do and I Don’t - A History of Marriage in the Movies (2012). Se podría incluso inventar un subgénero, el marriagexploitation, que incluiría títulos que poco y nada dicen sobre la vida en pareja como Me casé con un comunista (I Married a Communist, 1949, luego retitulada The Woman on Pier 13), de Robert Stevenson, y Me casé con un monstruo (I Married a Monster from Outer Space, 1958), de Gene Fowler Jr.
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En muchas películas, y en particular en unas cuantas comedias románticas, el matrimonio es el punto de llegada. Dos jóvenes se conocen, se enamoran, tienen algún conflicto que amenaza con separarlos pero al final se reconcilian y deciden sellar su amor para siempre en el altar. El “fueron felices y comieron perdices” queda fuera de campo. El film termina cuando la vida cotidiana está por comenzar, como si directores y productores creyeran que nadie querría ver en la pantalla a una mujer de entrecasa, fregando los pisos mientras le calienta la leche al bebé, y a un marido que llega cansado después de interminables horas de trabajo. Es por eso también que, con frecuencia, el cine condimentó la rutina marital con diversas especias en un intento por agregarle sabor al asunto.
Basinger encontró dos fórmulas básicas a las que, con variantes, apeló el cine estadounidense clásico a hora de retratar relatos de matrimonios. La primera, que denomina I do (“Sí, quiero”), suele contar la historia de una pareja de recién casados que comienzan bien, luego encuentra problemas y al final los resuelve para seguir junta. De este esquema suelen formar parte las denominadas comedias de rematrimonio, un subgénero de la screwball comedy que Stanley Cavell definió y analizó en el célebre Pursuits of Happiness: The Hollywood Comedy of Remarriage (1981). El filósofo estadounidense argumenta en su libro (editado en castellano por Paidós en 1999 como La búsqueda de la felicidad - La comedia de enredo matrimonial en Hollywood) que en las comedias de rematrimonio “el énfasis se aleja de la cuestión normal de la comedia, si una joven pareja se casará, para centrarse en la cuestión de si la pareja se divorciará y permanecerá divorciada, suscitando así debates filosóficos sobre la naturaleza del matrimonio”.
Cavell analiza siete películas que hoy ya son parte del canon del cine estadounidense. Una de las mejores del lote, y la que con más claridad se ajusta al esquema, es la genial La pícara puritana (The Awful Truth, 1937), de Leo McCarey. Irene Dunne y Cary Grant están casados, se mienten mutuamente, se pelean, inician los trámites de divorcio, coquetean con otros para darle celos a su pareja y finalmente se reconcilian. Es que, como sostiene Basinger, Hollywood nunca apoyó el divorcio. Aunque el Código de Producción de la industria (el llamado Código Hays, una forma de autocensura) no mencionaba explícitamente la palabra, sí dictaba que “el carácter sagrado de la institución del matrimonio y del hogar debe ser defendido” en la pantalla. “Esto daba a las películas bastante margen de maniobra. Era tradición que los astutos directores presentaran el matrimonio como algo triste, condenado y amenazado desde muchos lugares, pero capaz de resucitar al final para, evidentemente, respetar el ‘carácter sagrado’ de la institución”, sostiene la autora. Como resultado, “las películas de matrimonio son [...] un gran ejemplo de cómo al público le gustaba que le mintieran sobre cosas que conocían de su propia vida”.

La segunda fórmula que describe Basinger es la que denomina I don’t (“No quiero”), y que se encuentra sobre todo en el drama. Consiste en una narración fragmentada, en forma de flashbacks. La historia comienza con el momento en el que la pareja se está por separar, viaja una y otra vez al pasado para contar cómo y por qué llegaron a ese punto, y al final ofrece algún tipo de reconciliación. Quizás el ejemplo más claro de este esquema sea La canción del recuerdo (Penny Serenade, 1941), de George Stevens, otra vez con Irene Dunne y Cary Grant. Se trata de una película formalmente ingeniosa pero disparatada, que acumula una cantidad de calamidades no muy probables que hacen que la relación se vaya resquebrajando hasta el milagroso happy ending de rigor. En la misma línea se inscribe La egoísta (Payment on Demand, 1951), de Curtis Bernhardt, un film cobarde: construye una progresión dramática que lleva irremediablemente a la separación del matrimonio que interpretan Bette Davis y Barry Sullivan, pero en el cierre decide complacientemente dejar abierta la posibilidad de una reconciliación. El título original era The Story of a Divorce, pero el dueño de la RKO, Howard Hughes, decidió modificarlo y filmar un nuevo final días antes del estreno.
Todos los matrimonios en el cine clásico de Hollywood son, por supuesto, blancos y heterosexuales (a menos que contemos como matrimonio a Laurel y Hardy, y hay buenos motivos para hacerlo). Faltaban aún algunos años para que aparecieran películas como Nothing But a Man (1964), de Michael Roemer. Pero al margen de esto, que no deja de ser un rasgo de época, llama la atención cómo muchas películas sobre la vida conyugal necesitan apelar a artilugios narrativos extraños para entretener al espectador, como si las vicisitudes de la existencia cotidiana no fueran suficientes. Un ejemplo: Nacidos para amarse (Made for Each Other, 1939), de John Cromwell, la historia de una pareja de recién casados interpretados por Carole Lombard y James Stewart. El film pretende cierto “realismo”, con los jóvenes enamorados tratando de salir adelante en medio de circunstancias difíciles: un sueldo que no alcanza, la crisis por la Gran Depresión de los 30, la insidiosa madre de él conviviendo con ellos en el pequeño departamento. Pero en los últimos 20 minutos cuela una insólita situación de suspenso, digna de un film de aventuras, que resuelve todos los problemas milagrosamente.
Hay, sin embargo, unas pocas películas de esos años que presentan la convivencia luego del casamiento y sus dificultades con una franqueza y sensibilidad infrecuentes. Son esfuerzos alternativos por imaginar el amor y la vida conyugal dentro de -y afectados por- un contexto social. Amándonos triunfaremos (From This Day Forward, 1946), de John Berry, con Joan Fontaine y Mark Stevens como la pareja protagónica, comienza con él, un veterano de la Segunda Guerra, yendo a buscar trabajo a una oficina de empleo del estado. Mientras completa un formulario va recordando su vida matrimonial en una serie de flashbacks. De modo inusual para el Hollywood de la época, la película muestra cómo él se hace cargo de las tareas domésticas cuando está desempleado (sólo ella trabaja, en una librería) y propone a la solidaridad colectiva (de la familia, los amigos, las organizaciones sindicales) como salida a los conflictos. No es casualidad que el director Berry y el guionista Hugo Butler fueran luego víctimas de las listas negras en los años 50.
La mejor de estas películas acerca de “matrimonios ordinarios” es la que veremos esta semana en Cinematófilos: The Marrying Kind (1952), obra maestra de George Cukor protagonizada por Judy Holliday y Aldo Ray. El título original puede traducirse como “Los que se casan”, pero en Argentina se estrenó con el espantoso De la misma carne, que prefiero no usar. En algún sentido, The Marrying Kind puede verse como la versión proletaria de otra gran obra de Cukor, La costilla de Adán (Adam's Rib, 1949), sofisticada comedia romántica con Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Ambas películas fueron escritas por los mismos guionistas, Garson Kanin y Ruth Gordon, marido y mujer en la vida real.
THE MARRYING KIND
Título argentino: De la misma carne
Director: George Cukor
Protagonistas: Judy Holliday, Aldo Ray, Madge Kennedy, Sheila Bond, John Alexander
País: Estados Unidos
Idioma: inglés
Año: 1952
Duración: 92 minutos
Para leer después de ver la película
The Marrying Kind pertenece a la categoría I don’t que propone Basinger, la de las películas que plantean la posibilidad de un divorcio. Comienza en la entrada del tribunal donde Florence (Judy Holliday) y Chet (Aldo Ray) están tramitando su separación. La jueza Anne Carroll (Madge Kennedy), que no casualmente es una mujer, dice que siempre hay tres versiones de cada historia: la de ella, la de él y la verdad. Esta formulación define la estructura narrativa de la película: la jueza invita a los dos a quedarse un rato solos, sin los abogados, y contarles su historia. A partir de allí, en una serie de flashbacks, escuchamos las versiones de Florence y de Chet y vemos “la verdad”. De a poco iremos comprendiendo que la distorsión subjetiva de los hechos, sus interpretaciones, son una causa fundamental de su ruptura.
El primer flashback deja en claro el mecanismo, y presenta de modo magistral y cómico el complejo uso del punto de vista narrativo que hará Cukor durante todo el relato. Florence y Chet cuenta cómo se conocieron en el Central Park, y sus versiones no coinciden exactamente con lo que vemos. Más adelante, este mismo esquema servirá para echar luz sobre aspectos y situaciones más dolorosas de la relación entre los protagonistas. A medida que el relato avanza, el drama va desplazando a la comedia.
En uno de los capítulos de su libro On the Verge of Revolt - Women in American Films of the Fifties (1978), Brandon French ofrece un análisis brillante de The Marrying Kind y la ubica como una de las películas del Hollywood de los 50 que mostró cómo estaban germinando las demandas feministas que explotarían en la década siguiente. “Aunque revestida de comedia, es una película profundamente triste, del mismo modo que Muerte de un viajante [la obra de Arthur Miller estrenada en 1949] es triste, porque es tan familiar y porque los personajes están tan poco preparados filosóficamente para comprender lo que les ha ocurrido. A pesar de sus crasas aspiraciones, son extraordinariamente inocentes; antes de que la vida los arroje a los leones, viven como si los leones no existieran”, plantea la autora. Y sostiene que el film de Cukor es, en el centro, la narración de la evolución del personaje de Florence, que pasa paulatinamente de un rol pasivo a uno activo. Veamos.
Florence y Chet se conocen, se enamoran, se casan. Se presenta entonces la primera escena de la vida conyugal: una mañana, después de la luna de miel, suena el despertador en el departamento donde viven. Es temprano, y Chet debe ir a trabajar en el correo. Florence tiene sueño y quiere quedarse un rato más en la cama, pero se siente presionada por sus “obligaciones” maritales, como prepararle el desayuno a su esposo. “Tengo que levantarme. Tengo que ser una buena esposa”, dice. Ese día, en el trabajo, Chet recibe un regalo de sus compañeros: un par de tapones para los oídos. “Es algo que usarás cada vez que vuelvas a casa”, le dicen.
El segundo flashback nos lleva a la noche en la que Joan, la hermana de Florence, organiza una fiesta de despedida porque se va de viaje a Europa con su esposo Howard, un tipo con mucha guita. Chet se siente incómodo en la casa de ellos, como si no perteneciera a ese mundo, a pesar de que vemos que Howard lo trata muy bien. En la fiesta, Chet disfraza sus sentimientos emborrachándose, bailando con una joven voluptuosa e ignorando por completo a su esposa. “Florence lo ve pasándolo de maravilla (como lo vemos nosotros también), pero en realidad los sentimientos de Chet son distintos de su comportamiento: tanto lo que vemos como lo que él siente son ‘la verdad’. Aquí la estructura ingenua que la jueza estableció al comienzo empieza a desmoronarse en una percepción más compleja de que las ‘versiones’ son la verdad para los individuos que las experimentan, y que versiones contradictorias pueden ser simultáneamente ‘verdaderas’”, sostiene French.
Esa noche, Chet tiene un sueño, una secuencia increíblemente imaginativa de The Marrying Kind. Howard es el presidente de Estados Unidos, visita las instalaciones del correo y se resbala con las bolitas. Chet escapa de un fusilamiento para encontrarse en la calle con su esposa, convertida oníricamente en su verduga. Cuando despierta se le ocurre la idea de los patines, que por supuesto no se concreta: el American Dream, la ilusión de que cualquiera puede volverse millonario con un arrebato de inspiración, no es para todos, menos aún para un matrimonio proletario.
De vuelta en la corte, la jueza les pregunta qué esperaban del matrimonio. Florence dice que pensó que nunca volvería a estar sola, pero que se sentía sola incluso estando junto a Chet. “Él piensa en cualquier cosa, menos en mí”, dice ella. “¡Pero todo lo hacía por vos!”, responde él. “He aquí la paradoja central del matrimonio burgués estadounidense. La mujer quiere compañía e intimidad. El marido quiere ‘hacer el bien’, asumiendo que lo que le puede dar a su mujer y a su familia es lo que importa y lo que realmente quieren. Ella quiere romance; él, éxito material. Ella se queda en casa, aburrida y sola, mientras él trabaja ‘para ella’”, interpreta French. Las siguientes escenas (el llamado telefónico de la radio por el concurso, la noche de baile en el aniversario con la hermana de Chet y su esposo) exploran las consecuencias de esta contradicción: las apariencias y los sentimientos pueden ser diferentes.
La tragedia golpea al matrimonio: el hijo mayor muere ahogado. La muerte ocurre en el momento en el que Florence tiene sus “diez segundos” de inteligencia, como había mencionado Chet a un compañero de trabajo en el comienzo. Se le ocurre que fabricar estampillas con sabor podría ser un éxito. Acaso esta escena señale los límites -probablemente involuntarios- de la película. Al fin y al cabo, aún estamos en los años 50. En cuanto una mujer comienza a pensar por si misma la castiga la desgracia.
A partir de aquí, y del accidente que sufre Chet, Florence comienza a hacerse cargo de la casa y la familia. Vuelve a trabajar, cuida de su hija, visita a su esposo mientras se recupera. El punto de quiebre del matrimonio llega por carta: un ex jefe de Florence que acaba de morir le dejó un cheque con casi 1.300 dólares, una cantidad que tardarían años en reunir. Chet está celoso y sospecha lo peor: que el hombre le deja el dinero a Florence porque algo hubo entre ellos. Discuten largamente, y Cukor filma la escena con muy pocos cortes, en planos abiertos, donde vemos a los protagonistas casi de cuerpo entero mientras se pelean en la cocina. Que casi no haya montaje le agrega tensión y dinamismo al momento.
Esa noche Chet le dice a su esposa que acepte el dinero, y ella le avisa que ya cobró el cheque. La discusión se reaviva, con mayor virulencia. Florence decide irse. “¿Qué clase de madre sos? ¿Vas a dejar sola a la nena?”, la increpa él, que siempre dejó la casa cuando quiso. Pero ella se va igual. “El último acto de afirmación de Florence, su asunción definitiva de los derechos, el poder y la libertad a los que Chet ha renunciado, es abandonarlo y dejarlo al cuidado de su hija”, afirma French. Y agrega: “El problema de este triunfo -y es idéntico en calidad al que se produce en La costilla de Adán- es que la mujer sólo puede ganar si el hombre pierde”.
Pero en el cierre Florence y Chet consiguen alcanzar algún tipo de equilibrio, quizás precario pero que les permite mirar juntos hacia adelante. El final de The Marrying Kind elude el milagroso happy ending de tantas películas sobre matrimonios de esos años para plantear, en cambio, uno agridulce, más realista. Una relación con diálogo genuino y expectativas más sensatas, donde ambos encuentren espacio para desarrollarse.
The Marrying Kind no tuvo un gran desempeño en la taquilla y las críticas fueron en general moderadas. Acaso el público esperaba una comedia de rematrimonio más convencional. Bosley Crowther, desde las páginas de The New York Times, fue uno de los pocos que reconoció la grandeza de la película: “No es curioso que no estemos tan impresionados con las hilaridades de este film como su promoción podría hacer esperar. Hay hilaridad en ella -hilaridad de la mejor- como sería casi obligatorio en cualquier película con Holliday. Pero lo encantador y perdurablemente conmovedor de The Marrying Kind es su agridulce comprensión de lo espinoso del camino que se despliega para dos jóvenes después de haber contraído matrimonio... Este crítico guarda un grato recuerdo de Y el mundo marcha [The Crowd, 1928], la vieja película de King Vidor, que también trataba de las frustraciones de una joven pareja en Nueva York. The Marrying Kind es comparable a ella, y ése es el mejor elogio que podemos hacerle”.
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube del newsletter podés ver el tráiler original de The Marrying Kind, que subtitulé al castellano.
- Al final de la película, luego del The End, hay un curioso momento post créditos dedicado a Aldo Ray, a quien la Columbia Pictures le veía futuro de estrella. George Cukor comentó sobre su trabajo con el actor en una entrevista de 1964, recopilada en el libro George Cukor: Interviews (2001): “Tiene una gran ventaja: la forma en que están hechos sus ojos. La luz entra en ellos. Hay ciertas personas que tienen ojos opacos que se niegan a captar la luz. Pero sus ojos tenían un cierto brillo y daban muy bien en la imagen final. Hizo muy bien una escena muda tirado en la cama en la misma habitación con Judy (Holliday). Luego hizo escenas cómicas con ella -muy difíciles- y también hubo secuencias emotivas en las que se largó a llorar. Eran brillantes”. Intérprete de gran presencia y voz áspera e inconfundible, Ray nunca logró convertirse en una estrella. Murió joven, a los 64 años, en 1991. Si hubiera vivido una década más, sin duda habría aparecido en alguna película de Quentin Tarantino.
- Esta es la edición número 80 de Cinematófilos. Desde que comenzó el newsletter, hace casi dos años, ya comenté 89 películas de 38 países distintos y habladas en 26 idiomas diferentes. Muchas gracias por el apoyo y el interés en el proyecto. Acá podés ver una lista de todos los films comentados (en las notas de la lista hay un link de acceso al texto dedicado a cada uno) y acá otra con todos los títulos mencionados.
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Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de esta temporada. Y acá al de la temporada pasada. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.