Esta semana en Cinematófilos, una de las mejores actuaciones de Anthony Hopkins, antes de la fama de El silencio de los inocentes. Más abajo vas a encontrar el link para acceder la película. Te recomiendo que la descargues en tu computadora para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
Tu aporte es muy importante para este proyecto. Más adelante encontrarás los links para colaborar, tanto desde Argentina como desde el exterior. ¡Muchas gracias!
Para leer antes de ver la película
En 1989 Anthony Hopkins tenía 51 años y creía que su futuro como actor ya estaba definido. Se sentía resignado, en sus propias palabras, “a ser un intérprete respetable en el West End londinense y a hacer trabajos respetables para la BBC” por el resto de su vida. Y, cada tanto, alguna película. Hollywood, por el que había transitado con suerte dispar en los 70 y 80, era para él en ese momento “un capítulo cerrado”. Pero apareció la inesperada propuesta de un director estadounidense, con un guión cuyo extraño título se le hizo de cuento infantil, y todo cambió para siempre. Su inquietante composición de Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes (The Silence of the Lambs, 1991), de Jonathan Demme, le dio su primer Oscar, una popularidad de la que nunca había gozado y la oportunidad de ser no sólo un actor venerado sino además cotizado.
Directores importantes como Francis Ford Coppola, Oliver Stone, James Ivory, Steven Spielberg y Woody Allen, entre otros, quisieron filmar con él. Las ofertas comenzaron a aparecer por todos lados, y Hopkins siempre tuvo tendencia a rechazar muy pocas. Demostró su habilidad para mimetizarse con personajes históricos, muy al gusto de la Academia de Hollywood, en Nixon (Stone, 1995) o en Los dos Papas (The Two Popes, Fernando Meirelles, 2019), y también su talento para el gesto contenido, la palabra justa, en Lo que queda del día (The Remains of the Day, Ivory, 1993) o El padre (The Father, Florian Zeller, 2020). Y estoy mencionando sólo interpretaciones por las que estuvo nominado al Oscar.
“Hopkins posee un rango que va desde Charles Laughton hasta Laurence Olivier”, lo describió David Thomson en la sexta edición de su célebre The New Biographical Dictionary of Film (2014). “Tardíamente, pero con un sentido de lo obvio que por fin se puso de manifiesto, Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes le permitió al público, y a la industria, ver que Hopkins era ese brillante actor británico de la época. Y, al igual que Olivier, la versatilidad de Hopkins, su puro amor por el riesgo, lo convierten en una atracción de taquilla sin la necesidad de exhibir una personalidad adorable. Es un solitario, alguien que prefiere Estados Unidos, que trabaja sin descanso, aunque a veces sea en proyectos menores”, agregó. Hoy tiene 86 años y hay al menos cinco producciones que lo involucran próximas a estrenarse.
Sorprende saber que cuando Hopkins filmó El silencio de los inocentes ya contaba con 32 años de trayectoria profesional. En esa primera etapa de su carrera, en general menos conocida, también había hecho de todo y había exhibido su inteligencia para componer personajes de infinidad de colores. Entre ellos el enojado y confundido padre de la excelente película de esta semana en Cinematófilos.
SI NO USÁS MERCADO PAGO, PODÉS HACER UNA TRANSFERENCIA POR EL VALOR QUE ELIJAS AL SIGUIENTE CBU: 0170056540000030252347 (ALIAS: MIEL.PODER.DELFIN)
Philip Anthony Hopkins nació el último día de 1937 en Port Talbot, un pequeño pueblo del sur de Gales. Hijo único, tuvo una infancia bastante solitaria, con pocos amigos y problemas de aprendizaje en la escuela. Solía pasar los días tocando el piano en su casa o yendo al cine. Cuando era un adolescente fue a pedirle un autógrafo a su compatriota Richard Burton, 12 años mayor que él, que se había criado en la misma zona. La figura y la presencia de Burton, que venía de debutar en Holywood con Mi prima Raquel (My Cousin Rachel, Henry Koster, 1952), lo cautivaron de inmediato. Esa fascinación y los frecuentes reclamos de su padre para que largara el piano y saliera a la calle a hacer amigos, lo motivaron a estudiar teatro.
Se inscribió en el Royal Welsh College of Music & Drama, en Cardiff, de donde se graduó en 1957. Un año antes había conseguido su primer salario como actor profesional: apareció de extra en una versión televisiva de la obra The Corn Is Green, producida por la BBC, trabajo por el que cobró tres peniques. En 1960 tuvo su debut teatral en una sala de Swansea y comenzó a cursar en la Royal Academy of Dramatic Art, en Londres. En 1965 hizo una audición frente a Laurence Olivier para ingresar al elenco estable del Royal National Theatre. “Un joven actor nuevo en la compañía, una excepcional promesa llamada Anthony Hopkins, tuvo que reemplazarme y resolvió el papel de Edgar [en una puesta de la obra The Dance of Death, de August Strindberg, en 1967] como un gato con un ratón entre los dientes”, escribió Olivier en sus memorias, Confessions of an Actor (1982). También el público y la crítica notaron en ese momento el talento del joven intérprete.
Tony, como lo llaman sus amigos, debutó en el cine con una breve aparición en el corto The White Bus (1967), de Lindsay Anderson. Poco después, su rol como uno de los hijos de Peter O’Toole y Katharine Hepburn en El león en invierno (The Lion in Winter, Anthony Harvey, 1968) le dio su primera nominación a un BAFTA y un reconocimiento que trascendió las fronteras británicas. La película es un bodoque cinematográficamente chato que jamás logra despegarse de su origen teatral, pero la sentida creación de Hopkins (en particular en las escenas que comparte con Hepburn, también notable) es lo más interesante.
En los 70 y 80 Hopkins hizo de todo, en cine y en televisión, en Europa y en Estados Unidos. Y casi todo bien, al margen de la calidad final de cada realización. Fue una especie de James Bond más cínico y menos seductor en When Eight Bells Toll (1971), de Etienne Périer, una de las tantas copias de la saga del agente secreto que se hicieron en esos años. Se lució en medio del multiestelar elenco de Un puente demasiado lejos (A Bridge Too Far, 1977), de Richard Attenborough, como el teniente coronel al mando de un grupo de paracaidistas condenados al fracaso. En El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), de David Lynch, compuso con humana sofisticación al médico que intenta ayudar al sufrido John Merrick. Interpretó con vehemencia al estricto capitán obsesionado con circunnavegar el mundo en El motín del Bounty (The Bounty, 1984), de Roger Donaldson.
También se lució en televisión. Fue muy elogiado su protagónico como Pierre Bezújov en War & Peace (1972-73), miniserie producida por la BBC sobre la novela de León Tolstói. Y salió airoso del incómodo desafío de personificar a un Adolf Hitler que habla en inglés en el telefilm El búnker (The Bunker, 1981), de George Schaefer, a pesar de algunas extravagancias del guión y de cierta falta de rigor histórico. Pero un actor tan prolífico, con tanta capacidad de trabajo, inevitablemente tendrá alguna que otra mancha en su currículum. En su caso puede ser la escena inicial de Sólo para adultos (A Change of Seasons, Richard Lang, 1980), una comedia imposible, donde aparece jugueteando desnudo en un jacuzzi con Bo Derek, en cámara lenta y al ritmo de una melodía melosa.

Hopkins es capaz de interpretaciones vistosas, esas en las que el espectador se asombra ante las habilidades que el actor despliega en la pantalla. En Magia (Magic, 1978) manipula las cartas como un profesional con una sola mano y hace desaparecer objetos con un simple movimiento de dedos. Todo esto se muestra en planos abiertos, sin un montaje que fraccione la anatomía del intérprete. El director Attenborough quedó tan fascinado con el desempeño de Hopkins que pensó en ofrecerle el protagónico de Gandhi (1982), algo que afortunadamente no se cristalizó.
Pero también supo mostrar naturalidad, en el sentido en el que la describió el francés Edgar Morin en su libro Las estrellas del cine (1957): la de los actores que “superan al mismo tiempo los tics y la naturalidad estereotipada, recuperan con soltura el balbuceo y la torpeza, y parecen inventar la naturalidad con cada gesto”. Un buen ejemplo es el librero de Nunca te vi, siempre te amé (84 Charing Cross Road, 1987), hermosa película epistolar de David Hugh Jones. Es conocida la obsesión de Hopkins por leer los guiones cuantas veces sea necesario hasta memorizar sus líneas completamente para, así, poder recitarlas sin tener que pensarlas, según sus propias palabras. En este sentido, Attenborough, que lo dirigió en cinco largometrajes, sostuvo en la biografía oficiosa del actor escrita por Quentin Falk (2005) que “Tony tiene la extraordinaria habilidad de, cuando lo escuchás, hacerte creer que es la primera vez que dice esa frase que está en el guión. Es un don increíble”.
Una de las grandes actuaciones de Hopkins en la primera etapa de su carrera es la de la película de esta edición del newsletter: El buen padre (The Good Father, 1985), dirigida por Mike Newell. Producida por el estatal Channel 4 británico, fue pensada originalmente para exhibirse en televisión, aunque luego tuvo su estreno en salas. Y verás que el elenco incluye unas cuantas caras que más tarde se harían muy conocidas en el cine y la TV de ambos lados del Atlántico.
EL BUEN PADRE
Título original: The Good Father
Director: Mike Newell
Protagonistas: Anthony Hopkins, Jim Broadbent, Harriet Walter, Joanne Whalley, Simon Callow, Miriam Margolyes
País: Inglaterra
Idioma: inglés
Año: 1985
Duración: 86 minutos
Para leer después de ver la película
Bill Hooper (Anthony Hopkins) empuja la hamaca de su hijo en el parque. Tiene la mirada distante, perdida, situada en algún punto que parece muy lejano -geográfica y espiritualmente- a su ubicación. Su rostro nos permite intuir que algún pensamiento lo está invadiendo, que hay algo que lo incomoda, que lo atraviesa. Alienado, empuja cada vez con más fuerza hasta que el chico grita, asustado. Recién ahí su mirada y su cabeza regresan al parque, a su hijo. ¿Qué le pasa a este hombre? ¿Por qué parece estar tan enojado?
En los primeros minutos de El buen padre, Bill se asemeja a un lumpen. Sale a recorrer Londres de noche con su campera de cuero y su moto. Parece vivir en un lugar horrible, según le recrimina su ex esposa. Irrumpe en una fiesta y no le interesa relacionarse con el resto de los invitados. Insulta a sus compañeros de trabajo y se tira a dormir en el piso de su oficina. Es una especie de gánster de sus propias emociones, un tipo que parece hacerse bullying a sí mismo. Algo lo atormenta pero no sabe bien qué. En la narrativa más o menos clásica de la película se infiltran cada tanto dos imágenes que inquietan al protagonista y nos ofrecen pistas de su sufrimiento: una pesadilla en torno a su hijo y las lágrimas de su ex esposa.
En una entrevista con la BBC en 1986, Hopkins catalogó a El buen padre como “Kramer vs. Kramer en los alrededores de Shepherd’s Bush”, por el barrio londinense donde transcurre parte de la acción. La definición puede ser precisa en términos generales pero desafortunada cuando se mira más de cerca. Porque mientras que el film de Robert Benton protagonizado por Dustin Hoffman y Meryl Streep, como ya sostuve alguna vez, ofrece una mirada misógina, temerosa de las mujeres que toman la iniciativa, esta obra de Mike Newell intenta adentrarse en la subjetividad y las inseguridades masculinas, indagar en cómo los hombres se relacionan con las mujeres y con sus propios hijos. En particular luego de la denominada segunda ola feminista de los años 60 y los fuertes debates -hacia dentro y hacia fuera del movimiento- que se produjeron.
Son, después de todo, los tiempos conservadores de Margaret Thatcher, que se dejan ver en las calles llenas de basura por una huelga de los recolectores, o en la televisión, cuando la policía reprime manifestantes. También en la figura del abogado inescrupuloso que asesora a Hooper y su amigo Roger (Jim Broadbent) cuando inician las acciones judiciales y en el retrógrado juez en el que hacen caer la causa. No casualmente, Roger es un maestro de escuela al que su sueldo, más bien escaso, apenas le alcanza para pasarle algo cada mes a su ex esposa.
“La complejidad del guión y las redondas interpretaciones de Anthony Hopkins y Jim Broadbent (los padres) evitan que la película se convierta en una simple historia triste, y el aspecto más inteligente de su estructura es la forma en que la legítima ira de los hombres se fusiona con la venganza y culmina en una acción judicial tan grotesca que los escandaliza incluso a ellos mismos”, escribió Judith Williamson en una crítica publicada en la revista británica New Statesman.
Hay una escena clave, en la mitad exacta del relato. Casi como un grupo comando, Bill, uno de los abogados y Roger van a buscar al hijo de éste último a la salida del colegio. Y cuando llega la madre le entregan la resolución judicial que le otorga la custodia al padre. Desde el coche, mientras se alejan, Bill disfruta de la desesperación de la madre, que no termina de entender, en la velocidad de los hechos, por qué se llevaron al chico. Y en la siguiente escena aparece más tranquilo, amable incluso, y hasta acepta la invitación de su ex pareja para pasar a tomar un té.
Bill cree que la venganza judicial, el “correctivo” -según su propia definición- que le aplicaron a las mujeres, resolvió sus problemas. Se abre entonces ante sus colegas, hasta se anima a comenzar un romance con una joven compañera de trabajo (Joanne Whalley). Pero no termina de encontrar satisfacción en esa relación, y las tendenciosas vicisitudes del proceso judicial le van permitiendo ver con más claridad las cosas. Su dolor, confiesa más adelante, pasa por otro lado: la relación con su hijo. El problema es él, no las mujeres. El sueño que se inmiscuía cada tanto en la narración se confirma como pesadilla: Bill ahorcando al pequeño Christopher en la cama. Las lágrimas de su ex esposa eran por su partida. Este padre, jugando con el título de una célebre sitcom estadounidense de los años 50, no lo sabía todo.
“El propio Bill se revela como un personaje profundamente imperfecto que mantiene una relación ambivalente con su propio hijo y se muestra incapaz de mantener una relación con su mujer o con su novia”, apunta John Hill en el libro British Cinema in the 1980’s - Issues and Themes (1999). “Al final está solo, ‘encerrado’ en su patio trasero recién vallado. De este modo, la película suaviza la crítica a los personajes femeninos al cuestionar el modo cínico y engañoso en que se empuja a Roger a conseguir la custodia de su hijo (no sólo por Bill, sino también por un abogado egoísta y opulento típico de la nueva cultura del dinero) y al poner de manifiesto cómo la guerra de Bill contra las mujeres ‘castradoras’ tiene raíces en sus propias insuficiencias psicológicas”, agrega.
El buen padre no tuvo éxito en los cines en el momento de su estreno, y con el tiempo fue quedando olvidada. Las críticas, sin embargo, en general fueron muy elogiosas, y casi todas destacaron la composición del protagonista. “Hooper está interpretado por Anthony Hopkins, un actor de una amplitud asombrosa. Pocos días antes de verlo en esta película como un hombre desgarrado por la ira, lo vi en Nunca te vi, siempre te amé como un librero tranquilo y extraño. ¿Cómo puede un mismo hombre encarnar personajes tan diferentes?”, escribió Roger Ebert en el Chicago Sun-Times. Desde las páginas de The New Yorker, Pauline Kael sostuvo que “Anthony Hopkins aparece en el papel protagónico, y toda la película se resume en su rostro. Ha asumido la corona que Peter Finch había dejado vacante como la imagen del sufrimiento de la clase media”.
Como mencioné en la primera parte, en El buen padre aparecen varios actores y actrices que luego serían caras conocidas del cine británico y estadounidense. Además de Broadbent y Whalley, están Harriet Walter como la ex esposa (a quien quizás reconozcas como la madre de Kendall, Shiv y Roman en la serie Succession), Simon Callow como el abogado inescrupuloso, Miriam Margolyes como la abogada feminista y Stephen Fry como el compañero de oficina. Algunos de ellos escribieron su autobiografía, y mencionaron cómo fue trabajar con Hopkins en esta película.
Fry contó en su libro The Fry Chronicles: An Autobiography (2010):
“Y por último estaba la estrella de la película, Anthony Hopkins, un hombre que irradiaba carisma, poder y virilidad con una fuerza francamente aterradora. Me había obsesionado ligeramente con él desde que sus ojos azules se me clavaron en la pantalla en El joven Winston [Young Winston, 1972], de Richard Attenborough”.
Y Callow escribió en Shooting the Actor (2003):
“Trabajar con él fue una experiencia agradable, aunque peligrosa, porque es un tipo muy divertido. En el breve espacio de tiempo, unos cinco segundos, entre que el camarógrafo dice ‘rodando’ y el director dice ‘acción’, a Hopkins le encanta en hacer una de esas imitaciones en las que es un maestro, convirtiéndose de repente en Sir John Gielgud o Sir Laurence Olivier o Marlon Brando, lo que te produce unas carcajadas incontrolables […] Pero la escena que luego se filmaba siempre tenía una vitalidad y un riesgo, una libertad, que sin duda era parte de la motivación de Tony para imitar a Olivier o Brando durante esos pocos segundos”.
En marzo de 1994, Lawrence Grobel entrevistó a Hopkins para la revista Playboy y le preguntó por la relación con su hija Abigail, de quien estuvo distanciado la mayor parte de su vida. El actor dijo que no quería hablar de su vida privada, y entonces el periodista, astuto, lo consultó sobre El buen padre. Hopkins respondió:
“El director, Mike Newell, era un hombre complejo. Para preparar una escena, quería que habláramos del personaje y de los niveles de rabia y de ira. ‘Vamos a filmar y ya. Yo sé todo sobre la ira’, le dije. Él insistió en que hablemos. Y yo le dije: ‘No, mirá, traigo al nene, se lo entrego a la madre. Ella me cierra la puerta en la cara y yo pateo la puerta, eso es todo. No existen los niveles de ira. Conozco a este hombre al derecho y al revés: soy yo. Yo hice todas estas cosas, atravesé un matrimonio, un divorcio desastroso. Tengo toda esa violencia adentro mío, así que hagámoslo ya’. Así que lo hicimos.
Durante una escena de esa película me derrumbé, algo que nunca me había pasado antes. Siempre pude controlar mis emociones, pero esta vez me quebré. Había abandonado mi primer matrimonio, que fue un desastre, y dejé a mi hija, Abigail. Me sentí avergonzado y enfadado conmigo mismo. Fue la primera vez que reconocía que algo me afectaba, porque siempre había intentado negar las emociones. Me estremeció”.
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube del newsletter podés ver un tráiler de El buen padre, subtitulado al castellano.
- También compartí en YouTube una entrevista que el presentador peruano Pepe Ludmir le hizo a Hopkins en 1978, a propósito del estreno de Magia. Vale la pena verla porque el actor realiza algunos sorprendentes trucos con una moneda y explica cómo practicó ventriloquia para la película.
- El documental Hannibal Hopkins & Sir Anthony (2021), dirigido por las hermanas francesas Clara y Julia Kuperberg, ofrece un recorrido por la vida del actor a partir de un abundante y muy interesante material de archivo. Se consigue por ahí con facilidad y hay subtítulos en castellano.
Archivo de publicaciones
Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de Cinematófilos. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.