#60 - El cocinero, su mujer y su madre
Esta semana, Jean Gabin protagoniza un inquietante thriller.
Esta semana en Cinematófilos, Jean Gabin protagoniza un inquietante thriller de uno de los más grandes directores del cine francés clásico. Más abajo vas a encontrar el link para ver la película, que estará activo durante una semana. Te recomiendo entonces que la guardes en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
La historia del cine es algo que está vivo, en movimiento permanente, que a cada rato vuelve a escribirse para reubicar períodos, nombres y películas. Pocos ilustran mejor esto que el francés Julien Duvivier: tuvo momentos de muy alta consideración por parte de la crítica y otros donde su obra cayó en el total desinterés, al punto de que prácticamente desapareció de los libros de historia y buena parte de sus películas eran difíciles de hallar. En la última década, sin embargo, las cosas volvieron a reposicionarse y se le comenzó a adjudicar el lugar que siempre mereció: como uno de los más importantes directores clásicos del cine francés, un tipo muy prolífico, capaz de trabajar con cualquier género y de hacerlo siempre con eficacia e ingenio.
“Hubo una época en la que Julien Duvivier (1896- 1967) fue considerado uno de los grandes directores de cine del mundo. Era admirado por Orson Welles, Rouben Mamoulian, Frank Capra y John Ford, mientras que Ingmar Bergman admitió en una ocasión que, de todas las carreras que le hubiera gustado tener, elegiría la de Duvivier. El novelista inglés Graham Greene, en un artículo muy citado de 1938, calificaba a Duvivier y a Fritz Lang como ‘los dos mejores directores de ficción que están trabajando hoy’”, recuerda Ben McCann en la introducción de su libro dedicado al director, publicado en 2017. Pero, agrega, “desde 1947 hasta finales de los años 90 se produjo un extraño fenómeno: Julien Duvivier y la mayoría de sus películas fueron desapareciendo de la historia del cine”.
Duvivier dirigió 68 películas en casi cinco décadas, entre 1919 y el año de su muerte, 1967. Hizo de todo: melodramas, musicales, adaptaciones literarias, comedias, épicas bíblicas, policiales, thrillers. Se lo suele comparar con sus contemporáneos Michael Curtiz y William Wyler, hábiles artesanos de la maquinaria industrial del Hollywood clásico que quizás no tenían un estilo propio fácilmente reconocible. Al igual que ellos, Duvivier era capaz de hacer cualquier cosa y dotar a cada uno de sus encargos de atractivo visual y solidez narrativa.
Ya desde temprano Duvivier comenzó a mostrar sus aptitudes. El estadounidense David Bordwell sostuvo en un texto publicado el año pasado en su sitio web que “las películas mudas de Julien Duvivier son buenos ejemplos del impulso hacia la máxima expresividad por medio de lo visual”. Y agregó: “Por un lado, veía la necesidad de espectáculo, ya fuera rodando en lugares llamativos, empleando a un gran número de actores o creando extravagantes decorados en estudio. Por otro lado, la narración visual podía ser más interior. ¿Cómo podrían las imágenes en movimiento iluminar los pensamientos y sentimientos de los personajes, acceder a sus mentes del mismo modo que la palabra lo hace en la ficción en prosa y en el teatro? En las últimas obras mudas de Duvivier se aprecia un impulso en ambas direcciones: un amor por los lugares que hacen vibrar los ojos, naturales o fabricados, y un deseo de sumergirse en la mente de los personajes en todo momento”.
En Mamá colibrí (Maman Colibri, 1929), por ejemplo, una de sus últimas películas mudas, Duvivier apela a una gran cantidad de fundidos y sobreimpresiones para mostrar qué le pasa por la cabeza a su protagonista, una madre madura que decide abandonar a su esposo por un hombre mucho más joven. En su primer film sonoro, El hogar deshecho (David Golder, 1931), mantuvo el despliegue visual, siempre al servicio de la narración, pero además demostró que sabía dosificar los silencios en un medio que tendía a abusar de la novedad del sonido.

Con películas como Amor intruso (La belle équipe, 1936) y Pépé le Moko (1937), Duvivier se ubicó en la década del 30 como uno de los realizadores más importantes del denominado “realismo poético” francés, una tendencia más que una escuela o estilo organizado, donde temáticas realistas se conjugaban con una estilización visual que rozaba lo lírico. En esos años, el director además tuvo mucho que ver con el establecimiento de la figura de Jean Gabin, acaso el más grande actor francés del siglo XX, a quien dirigió en siete películas a lo largo de su carrera. Duvivier, sostiene McCann, “utilizó la calidad de estrella de Gabin, su atractivo y su cualidad mítica hasta tal punto que, más que ningún otro director de este período, ‘creó’ a Gabin”.
Impresionado por el éxito internacional de Carnet de baile (Un carnet de bal, 1937), en 1937 Louis B. Mayer, jefe de la Metro-Goldwyn-Mayer, le ofreció a Duvivier un contrato para filmar en Estados Unidos. El francés trabajó dos veces en Hollywood, primero brevemente en 1938 y luego entre 1940 y 1945. De las cinco películas que realizó allí tal vez la más recordada sea Seis destinos (Tales of Manhattan, 1942), una serie de breves historias independientes conectadas por un frac que va pasando de mano en mano. Se trata de una producción extraña, eventualmente fallida pero con momentos fascinantes, en particular en los segmentos protagonizados por Ginger Rogers y Henry Fonda, por Edward G. Robinson y, en el cierre, por Paul Robeson.
Terminada la Segunda Guerra, Duvivier regresó a Francia y realizó una de sus obras maestras: Pánico (Panique, 1946), una película muy polémica en su momento que gozó de cierto éxito pero dividió profundamente a la crítica. Basada en una novela de Georges Simenon, esta historia acerca de sospechas y prejuicios no sólo refleja el clima en Francia luego de la ocupación nazi, sino que además marca el comienzo de la etapa final de su carrera, acaso la más sombría y pesimista. “Sé que es mucho más fácil hacer películas poéticas, dulces, encantadoras y bellamente fotografiadas, pero mi naturaleza me empuja hacia un material duro, oscuro y amargo”, dijo Duvivier en 1946. En esos años, sin embargo, también dirigió dos comedias que son por lejos sus películas más exitosas: El pequeño mundo de Don Camilo (Don Camillo, 1952) y El regreso de Don Camilo (Le retour de Don Camillo, 1953).
La crítica, y en especial los jóvenes de Cahiers du Cinéma en los 50, trató bastante mal al director en esta etapa. “Creo que Gabin podría considerarse casi más director que Duvivier o [Jean] Grémillon, en la medida en que el estilo francés de puesta en escena se construyó en gran medida sobre el estilo de actuación de Gabin, sobre su forma de andar, de hablar o de mirar a una chica”, sostuvo Jaques Rivette en la revista en mayo de 1957. Positif, la otra publicación importante de esos años, no comentó una sola película de Duvivier entre 1952 y 1967. En 1959, desde las páginas de la revista Arts, Jean-Luc Godard fue lapidario: “Tus movimientos de cámara son feos porque tus temas son malos, tus actores actúan mal porque tus diálogos no valen nada; en una palabra, no sabés crear cine porque ya ni siquiera sabés lo que es”.
Ben McCann cree que al maltrato crítico de Cahiers y Positif se sumaron otras cuestiones que socavaron el prestigio de Duvivier: “Su personalidad punzante, la calidad desigual de su canon, su predilección por las adaptaciones literarias, su falta de voluntad para ‘explicar’ su oficio, la dificultad para localizar sus películas (algunas se han perdido para siempre, y muchas otras nunca se han editado en VHS o DVD), el énfasis excesivo en Amor intruso y Pépé le Moko”.

Fabio Manes y Fernando Martín Peña, que exhibieron varios films del francés en el programa Filmoteca - Temas de cine, solían decir que las películas de Duvivier siempre ofrecen algún momento excepcional, en el que se tiene la sensación de estar presenciando algo nuevo, nunca visto. La frase puede parecer exagerada, pero no lo es tanto. Lo ejemplos son muchos. El baile filmado con un plano cenital de Mamá colibrí. La cámara sobre el capó de una Bugatti que circula por la ruta a gran velocidad en El hogar deshecho. La discusión entre Jean Gabin y el dueño de un hotel, filmada en plano secuencia mientras bajan por las escaleras, en el comienzo de Amor intruso. Otra vez Gabin, ahora saliendo de modo surrealista de la casba en el final de Pépé le Moko. Los aplausos que se escuchan cuando la cámara recorre los pasillos de la pensión donde se hospedan actores retirados en El fin del día (La fin du jour, 1939). El descubrimiento del cadáver de la chica en los primeros minutos de Pánico, que comienza con una toma general del barrio y va descendiendo hasta mostrar en plano detalle los zapatos de la víctima. Incluso en películas muy menores, como Satánicamente tuya (Diaboliquement vôtre, 1967), hay grandes momentos, como cuando el personaje de Alain Delon rememora en sueños sus tiempos como soldado en Argelia.
En los últimos años, una serie de retrospectivas dedicadas a Duvivier (notablemente, la exhibición de 22 de sus películas en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 2009) volvieron a despertar interés en su obra. Algunas de sus realizaciones más importantes fueron restauradas en 2015 y editadas en video poco después, lo que las volvió accesibles para el gran público. De a poco su figura y su trabajo fueron revaluados. Una parte de la historia del cine comenzó a ser reescrita para darle un nuevo lugar. Las apreciaciones actuales acerca de Duvivier se aproximan al modo en que lo describió Jean Renoir, el más grande director francés, en su obituario de 1967: “Este gran técnico, este rigorista, era un poeta”.
François Truffaut tuvo una relación ambivalente con Duvivier. Primero lo criticó por ser parte del “cine de papá”, luego elogió algunas de sus películas y finalmente se hicieron amigos y hasta tuvieron la idea de trabajar juntos, algo que nunca pudo llegar a concretarse. El director de Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959) fue particularmente elogioso con la película que veremos esta semana en Cinematófilos: Tiempo de asesinos (Voici le temps des assassins…, 1956), un thriller brillante y amargo. Además cuenta con un atractivo extra: la posibilidad de ver el gran Jean Gabin, en un rol extraordinario en su última aparición en una película de Duvivier.
TIEMPO DE ASESINOS
Título original: Voici le temps des assassins...
Director: Julien Duvivier
Protagonistas: Jean Gabin, Danièle Delorme, Germaine Kerjean, Gérard Blain, Lucienne Bogaert
País: Francia
Idioma: francés
Año: 1956
Duración: 114 minutos
Para leer después de ver la película
Escribió Truffaut en la revista Arts en abril de 1956: “Julien Duvivier ha hecho cincuenta y siete películas. He visto veintitrés y me han gustado ocho. De todas ellas, Tiempo de asesinos me parece la mejor, en la que se percibe el control de todos los aspectos (guión, puesta en escena, interpretación, imagen, música, etcétera), el control de un cineasta que ha llegado a confiar plenamente en sí mismo y en su vocación. El guión de Tiempo de asesinos [...] es prácticamente impecable tanto en su construcción como en su concepción... Por último, para los verdaderos amantes del cine que gustan de descubrir, en una película bien dirigida, ese placer que está a la altura de la alegría que siente su autor, no hay nada más emocionante que esa complicidad que se desprende de la pantalla, ese guiño profesional dirigido directamente por el cineasta al consumidor”.
Luego de ver Tiempo de asesinos es difícil no estar de acuerdo con lo que plantea Truffaut. La precisión narrativa de la película es notable. Nada queda librado al azar: cada situación o actitud de los personajes está puesta al servicio de la historia, y justifica las acciones que se van sucediendo. La puesta en escena en prodigiosa, con decorados de estudio y escenarios reales que se conjugan naturalmente, sin que se note el salto de uno a otro.
“Tiempo de asesinos es la mejor película de Duvivier; es la evidencia número uno a la hora de defender a Duvivier como autor. Es un drama desgarrador que ofrece la prueba definitiva de que el cine de ‘calidad’ de Duvivier estaba vivo en la década del 50. Es una densa red de los temas y las técnicas favoritos de Duvivier: amargura, cinismo, la crudeza de la naturaleza humana, la destrucción de toda luz u optimismo. Una París donde no brilla el sol”, sostiene Ben McCann en su libro. “Todo en Tiempo de asesinos, desde su clima depravado y su fluida fotografía hasta la modulación de las interpretaciones y el tono claustrofóbico sostenido, muestra a un director en pleno dominio de su oficio”, agrega.
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La película comienza con imágenes tomadas desde lo alto de Les Halles, el mercado mayorista que en esos años funcionaba en el centro de París. De inmediato vemos salir del metro a Catherine (Danièle Delorme), que se adentra en el mercado, y pasamos a un decorado que reconstruye con sorprendente minuciosidad cada detalle: los cajones y canastos de frutas y verduras, el movimiento incesante de trabajadores y clientes, los toldos y los carteles.
Se levanta la persiana del restaurante (“La cita de los inocentes”, un nombre irónico) y aparece André Chatelin, el personaje que interpreta Jean Gabin. Qué actor. Qué presencia. En esos primeros gestos, mientras pasa la mano por el vidrio empañado y mira hacia afuera antes de salir al encuentro de la fría mañana parisina, ya sabemos casi todo: está cumpliendo su rutina laboral, probablemente la misma desde hace años.
En los primeros minutos Duvivier nos muestra el funcionamiento diario del restaurante. Lo hace con un sentido del ritmo envidiable: la cámara y los personajes se mueven por el decorado en una coreografía grácil, perfecta. Gabin recibe a los comensales, les da órdenes a los empleados, condimenta un plato, pone una olla al fuego. Los grandes intérpretes son capaces de transmitir no sólo qué le pasa al personaje en determinada situación, sino toda una vida, incluso la que no vemos, desde el momento en que nació hasta su aparición en la primera página del guión. Todo con apenas gestos, formas de moverse, de hablar.
El director escribió la película pensando en Gabin como protagonista. “En Tiempo de asesinos, Duvivier procede a demoler el ‘mito Gabin’ que él mismo había establecido dos décadas antes. El papel de Gabin como el sólido y burgués Chatelin es un movimiento que lo aleja de sus viriles e hipermasculinizados chicos buenos de los años 30; aquí, interpreta a un hombre engañado y destruido por su ‘esposa’”, apunta McCann.
Toda esta primera parte sirve para presentar a los personajes y sugerir su extrañeza. Hay algo raro en Catherine en su primera aparición: primero evita a André y luego, cuando ya lo vio irse, ingresa a preguntar por él. También hay algo extraño, más sutil pero también inquietante, en el dueño del restaurante. Cuando los primeros clientes le leen el elogioso artículo que lo menciona en el diario, uno de ellos acota: “Está claro que te conocen”. ¿Está bromeando, como parece, o lo dice en serio? Poco después llegan las camareras, y André recibe a una de ellas con una palmada en la cola. Ni se inmuta tampoco al enterarse de que su ex esposa murió: su indiferencia es brutal. Se intuye algo oscuro en torno al personaje de Gabin que la película nunca explicita pero sugiere en distintos momentos.
Varias veces se acusó a Duvivier de transmitir ideas misóginas a través de sus películas. Aquí los tres personajes femeninos más importantes terminan revelándose como despreciables: Catherine es una asesina; su madre Gabrielle (Lucienne Bogaert) es una adicta rencorosa; y la mamá de André (interpretada por Germaine Kerjean) es celosa y posesiva hasta lo perverso. “Después de Pánico, las mujeres de las películas de Duvivier habían sido una mezcla de altaneras, inalcanzables, soñadoras e ingenuas. La llegada de Catherine marca aquí el regreso de la zorra”, escribe McCann. Y hace una distinción en referencia a la obra del director que me parece muy relevante para analizar este aspecto de Tiempo de asesinos: Duvivier está más interesado en cómo los hombres interactúan con estas mujeres que en adentrarse en cuestiones como la distribución de género o el empoderamiento femenino.
Por un lado, la película se encarga de señalar más de una vez la condición social de Catherine y Gabrielle. Son, al margen de sus siniestras intenciones, dos mujeres que la están pasando realmente mal. En un momento la joven va a visitar a su madre al hotel de mala muerte donde se hospeda y la encuentra cocinando algún alimento en lata en un precario calentador. La imagen se contrapone con la de las refinadas preparaciones de André en la cocina del restaurante.
Por otro lado está la relación de André con Gérard (Gérard Blain), su joven “hijo adoptivo”. Catherine, astuta y manipuladora, logra enfrentarlos. Creo que ahí reside una de las claves de la película. Uno de los conflictos centrales podría resolverse mediante el diálogo: si André y Gérard se pusieran a charlar civilizadamente, de modo adulto, de inmediato advertirían que la joven les está mintiendo a los dos, que ninguno de ellos está teniendo las actitudes ella les describe. Pero cuando tienen la posibilidad deciden, en cambio, resolver la cuestión de un modo muy masculino: a las piñas. Algo que, por supuesto, no hace más que empeorar las cosas.
Cuando André descubre que su ex esposa Gabrielle no está muerta, acude a su madre: lleva a Catherine a la casa de ella y la deja allí. La señora no sólo intenta controlar la vida de su hijo; es una criatura aún más repudiable, que trata a sus empleadas como si fueran sus esclavas. La discusión entre Catherine y la madre de André desencadena la escena más tremenda de la película: el ataque con el látigo, mientras de fondo suena la ensordecedora bocina de un tren.
En el final el orden en el mundo de André de algún modo se restablece. Pero no es el afamado chef quien “resuelve” el asunto. En un de gesto de gran ironía, termina siendo César, el perro de Gérard, el que devela el misterio sobre la muerte de su dueño y el que, en la potente última escena, alcanza a Catherine.
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube de este newsletter podés ver el tráiler original de Tiempo de asesinos, que subtitulé al castellano.
- Buena parte de la acción de Tiempo de asesinos transcurre en la zona parisina de Les Halles, donde hasta fines de los años 60 funcionó el mercado de alimentos frescos más importante de la ciudad. Acá podés leer un texto sobre la historia del lugar, que fue demolido en 1971 y reemplazado por un centro comercial que la mayoría de los parisinos siempre aborreció (y que ya tampoco existe).
- Esta es la edición número 60 de Cinematófilos. Acá podés acceder a una lista de todas las películas que ya fueron comentadas, y acá a otra con todas las que fueron mencionadas. Y este mapa de Google ilustra el recorrido por el mundo a través del cine que ofreció hasta ahora este newsletter: 68 films de 35 países distintos hablados en 25 idiomas diferentes.
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