#49 - Perdidos en la traducción
Realidad y extrañamiento en una de las mejores películas del padre del cine belga.
PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 17 DE SEPTIEMBRE DE 2022
Esta semana en Cinematófilos, el cine de André Delvaux. Te recomiendo que descargues la película en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
André Delvaux suele ser considerado el padre del cine belga, el director que con un estilo propio puso definitivamente en el mapa cinematográfico mundial a las películas de su país, siempre acosado culturalmente por Francia y Alemania, sus poderosos vecinos. Su obra, sin embargo, es hoy mucho menos recordada y conocida que la de algunos de sus compatriotas, como Chantal Akerman o los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. En unos días se cumplirán 20 años de su sorpresiva muerte, a los 76 años, mientras estaba ofreciendo una conferencia en Valencia. Que el aniversario, entonces, sirva como excusa para recorrer brevemente su vida artística y redescubrir una de sus más grandes creaciones.
André Albert Auguste Delvaux nació en 1926 en la ciudad de Leuven, en la región Flamenca de Bélgica. Se suele mencionar que era hijo del pintor belga Paul Delvaux (1897-1994), pero el dato es incorrecto. O, en todo caso, tuvieron otro tipo de vínculo. “Siento una gran admiración por Paul Delvaux. Entre él y yo no hay el menor parentesco pero ya se sabe que la familia no se elige, pero las amistades sí. En sus cuadros hay una vertiente infantil, mágica, que me gusta muchísimo”, contó el director en una entrevista en 1986.
Recién en 1965, cuando tenía casi 40 años, Delvaux estrenó su primer largometraje de ficción. Antes había cultivado una formación artística distinta: estudió música en el Conservatorio Real y se licenció en filosofía alemana en la Universidad Libre de Bruselas, una institución francófona donde más tarde enseñó literatura. “Mi formación académica y mi trabajo profesional me relacionaban más con la música -yo era pianista- o con la literatura -di clases de literatura holandesa-, de manera que mi mundo no estaba construido sobre el cine. Si a los 18 años me hubiera matriculado en la escuela de cine puede que mis películas fueran distintas”, reflexionó Delvaux en aquel reportaje.
Su primera vinculación laboral con el cine llegó hacia fines de los años 40, cuando el director de la Cinemateca belga lo contrató para que musicalizara en vivo desde el piano proyecciones de películas mudas. Esa experiencia, contó Delvaux, le permitió conocer y analizar los mecanismos narrativos del cine. Unos años más tarde comenzó a realizar para la televisión pública flamenca una serie de documentales sobre distintos aspectos del mundo cinematográfico. De esos años se destacan una serie de programas especiales sobre Federico Fellini y Jean Rouch, entre otros. Y en 1962 fue uno de los fundadores de INSAS, una escuela de cine francófona por donde pasaron muchos de los más importantes realizadores belgas de las décadas siguientes, entre ellos su alumna Chantal Akerman.
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“Las películas de Delvaux parecen pertenecer a una categoría propia. Aunque es difícil situarlo en un movimiento o género cinematográfico específico, la única etiqueta que nadie discutiría es la de belga. Su inspiración se basa en la herencia cultural y lingüística tanto de la comunidad flamenca/holandesa como de la valona/francesa”, sostiene Lieve Spaas en el capítulo dedicado a Bélgica de su libro The Francophone Film: A Struggle for Identity (2000). “Visualmente, sus películas recuerdan a pinturas de artistas como René Magritte, Paul Delvaux, el Bosco y Bruegel. Su inspiración literaria procede tanto de la literatura flamenca como de la francófona. Sus primeras películas se basaron en novelas del autor flamenco Johan Daisne, y las posteriores en las de escritores belgas francófonos como Suzanne Lilar y Marguerite Yourcenar”, agrega. Casi toda la obra de Delvaux está atravesada por las tensiones culturales y políticas entre la comunidad flamenca, que es casi el 60 por ciento de la población belga, y la comunidad valona, que ocupa más del 55 por ciento del territorio.
Su ópera prima, El hombre del cráneo rasurado (De man die zijn haar kort liet knippen, 1965), es la historia de un tímido docente que se enamora perdidamente de una de sus estudiantes. Según señala Philip Mosley en el libro The Cinema of the Low Countries (2004), se trata del film que “puso el cine belga moderno en el mapa internacional. Su éxito también impulsó el plan de apoyo estatal a la producción cinematográfica a través de subvenciones administradas por las dos principales comunidades lingüísticas, francesa y flamenca, de Bélgica. La película marcó el inicio de la larga exploración de Delvaux del realismo mágico en el cine, fundamentada en cada caso por una estética de rigor formal, de interioridad estudiada y de inmersión en las múltiples culturas de su tierra natal”. Todas estas cuestiones aparecen con mayor profundidad y lucidez en su segunda realización, la excelente Una noche, un tren (Un soir, un train, 1968), protagonizada por dos grandes figuras del cine europeo de la época: Yves Montand y Anouk Aimée. Es el film de esta semana en Cinematófilos.
En muchas de sus películas, los personajes transitan de la realidad a los sueños o fantasías sin que nos demos cuenta, en un movimiento que recién hacia el final, retrospectivamente, se puede interpretar como natural, incluso irremediable. Delvaux admiraba de René Magritte el modo en el que utiliza elementos reales de forma ilógica, y le gustaba el uso que su tocayo Delvaux hacía de escenarios conocidos, lugares antiguos con mucho encanto, que las personas habitan como si no estuvieran. Pero sus películas no son una acumulación de bellos planos pictóricos o una sucesión de tediosas situaciones inertes. Al contrario, siempre está pasando algo, y sus personajes parecen estar en movimiento permanente.
La música es tan o más importante que la pintura en los films de Delvaux. En Cita en Bray (Rendez-vous à Bray, 1971), una de sus obras maestras, un músico y periodista luxemburgués viaja a una casa cerca del frente de batalla, durante los últimos meses de la Primera Guerra Mundial, para visitar a un amigo. Todos desconfían de él por su acento (que no es francés para los franceses ni alemán para los alemanes), y cuando llega lo atiende una misteriosa y silenciosa criada interpretada Anna Karina. El ritmo de la película, con sus climas góticos y su sutil sensualidad, es musical: el propio Delvaux contó alguna vez que pretendió darle a la historia la forma de un rondó. También es un pianista uno de los personajes (interpretado por Rutger Hauer) de Mujer entre perro y lobo (Een vrouw tussen hond en wolf, 1979), una de sus realizaciones más clásicas en cuanto a estilo, que se mete con un tema tabú en su país: la colaboración de parte de la comunidad flamenca con el nazismo durante la ocupación alemana de Bélgica.
La mayoría de las realizaciones de Delvaux tuvieron buena repercusión en el momento de su estreno, con premios importantes y elencos con figuras europeas de la época. El hombre del cráneo rasurado fue elegida una de las diez mejores películas del año por los críticos franceses de Cahiers du Cinéma. Fanny Ardant y Vittorio Gassman protagonizaron La confesión anónima (Benvenuta, 1983). Opus Nigrum (L’oeuvre au noir, 1988), con Gian Maria Volontè, Sami Frey y Anna Karina, y Belle (1973) compitieron en su momento por la Palma de Oro en Cannes. Que su obra hoy sea poco recordada se puede deber en parte a problemas de derechos, de distribución y de disponibilidad de sus films: recién en 2011 seis de sus largos de ficción fueron editados por primera vez en DVD.
El crítico estadounidense Jonathan Rosembaun, gran admirador de la obra de Delvaux, especuló otros motivos en un artículo de 2013: “Una de las razones por las que el director no es más conocido fuera de su país, donde se le considera el más grande y belga de los cineastas belgas, es la dificultad para navegar (y a veces distinguir) entre las vertientes flamenca y francesa de la cultura de ese país”. Delvaux tenía raíces en ambas comunidades, “y el día antes de su muerte, en una conferencia internacional en Valencia, habló con pesar y en profundidad sobre la potente mezcla cultural que caracterizaba a su país antes de que se convirtiera en un estado federal”.
En este sentido, antes de ver la película es conveniente retener un mínimo contexto histórico. Bélgica es una nación relativamente joven, nacida como consecuencia de la derrota del Imperio napoleónico. En 1815 se creó el Reino Unido de los Países Bajos, pero las tensiones entre protestantes y católicos motorizaron en 1830 una revolución y las provincias del sur se emanciparon para formar Bélgica, una nación independiente y francófona. Desde entonces, los habitantes de la zona de Flandes, que hablan flamenco (un dialecto del holandés), se sintieron desplazados, ya que el francés era la única lengua en la administración y la educación, entre otros ámbitos institucionales. Recién en 1922 el holandés fue establecido como idioma oficial del país (junto al francés), y en 1967 la Constitución Nacional recibió una traducción autorizada al holandés. El problema lingüístico en Bélgica continúa aún hoy.
UNA NOCHE, UN TREN
Título original: Un soir, un train
Director: André Delvaux
Protagonistas: Yves Montand, Anouk Aimée. Adriana Bogdan, Hector Camerlynck, François Beukelaers
País: Bélgica
Idioma: francés, holandés e inglés
Año: 1968
Duración: 86 minutos
Para leer después de ver la película
Una noche, un tren está basada en una novela breve del autor flamenco Johan Daisne titulada De trein der traagheid (1948), que puede traducirse como El tren de la lentitud. Pero el texto y el film se parecen muy poco. “Mi segunda película se basa en un relato de Daisne, cuya situación es muy elemental. Tres hombres se encuentran en un tren, en una circunstancia extraña que no entienden más que en la medida de una discusión filosófica. Yo transformé la obra trabajando en otra perspectiva. Quería añadir personajes y conocer la existencia anterior del personaje principal. Así es como inventé todo lo que precede al encuentro”, explicó Delvaux en una entrevista con la revista francesa Positif en 1969.
Es decir que todo lo que ocurre desde los títulos de crédito hasta que Mathias (Yves Montand) se sube al tren es pura creación de Delvaux. Y, acaso más importante, el director también ideó al personaje de Anne (Anouk Aimée), que no aparece en la novela. Esto último es muy relevante porque, aunque el protagonista es Mathias, su pareja es quien estructura el relato, primero con su presencia y luego con su ausencia.
Toda esta primera parte le permite a Delvaux presentar al personaje principal, un intelectual frío y racional. Primero lo vemos visitando a su madre en el asilo, donde mantienen una conversación distante, mínima, mayormente generada por ella. Luego llega a la universidad donde da clases, donde la distancia con sus alumnos (sentados en el fondo de la enorme aula) es literal. Mathias es un hombre que domina las palabras, esos signos arbitrarios que le dan nombre a las cosas, pero parece incapaz de demostrar afecto.
Esto queda aún más claro cuando se encuentra con Anne en el teatro. Ella se encarga de la puesta en escena de una obra (Elckerlyc, pieza teatral holandesa de mediados del 1400) que él está adaptando. El texto se centra en el diálogo entre un cortesano y la Parca, y Anne está tratando de dilucidar cómo la muerte puede ser representada. Cuando llegan a la casa casi no hay diálogo entre ellos: Mathias prepara la comida, Anne se muestra preocupada por todo lo que tiene que hacer para la obra. ¿Qué forma se le puede dar a la muerte? ¿Qué se hace alrededor de ella? Acaso este sea el tema central de la película. Mientras cenan, mayormente en silencio, ella cita unas líneas de la obra que le parecen hermosas: “El ángel desplegó sus alas y dijo: ‘Libero el alma de la carne’”. Pero él no se conmueve. Es un burócrata del signo ajeno a las potencias del símbolo para la vida.
Tampoco se dirigen demasiado la palabra luego, cuando viajan juntos en el colectivo. Este momento le sirve a Delvaux para introducir el contexto social de la Bélgica de la época. En un momento se cruzan con una manifestación en las calles. Se trata de los sucesos conocidos como la Crisis Lingüística de Lovaina, que tuvieron lugar entre 1967 y 1968, cuando estudiantes y docentes universitarios salieron a reclamar que la Universidad Católica de Lovaina, una de las más antiguas del mundo, se convirtiera en monolingüe y expulsara a los francófonos. Algo que finalmente ocurrió: la universidad se dividió y la parte francesa se tuvo que ubicar en otro lado. El asunto es complejo, y si te interesa el tema esta nota de un medio español lo explica con mayor profundidad.
Una noche, un tren está dividida en dos partes: en la segunda se deslizan reconfiguraciones de elementos que aparecen en la primera, estrategia narrativa que anticipa los relatos plegados en dos de David Lynch, como Carretera perdida (Lost Highway, 1997) y El camino de los sueños (Mulholland Dr., 2001). Como señala el español Santiago Rubín de Celis Pastor en El realismo mágico en la obra cinematográfica de André Delvaux (2008), los segmentos están construidos en torno a la presencia primero y a la ausencia luego del personaje de Anne. En medio de ambos hay una transición, el pasaje de Mathias de la realidad al sueño, en el que recuerda un viaje con su pareja a Londres. Es aquí donde la película puede ligarse con El sur, uno de los más célebres y brillantes cuentos de Jorge Luis Borges. Como el de Mathias, el viaje de Dahlmann en tren puede ser interpretado como una alucinación.
En Una noche, un tren lo que ocurre en la primera mitad de la película puede encontrar un correlato en la parte final. Los problemas de comunicación de Mathias con Anne se reflejan luego en la imposibilidad del protagonista, que habla tres idiomas, de entablar un diálogo con las personas presentes en el bar del misterioso pueblo al que arriban. Mathias no tiene hijos (como le remarca su madre en el encuentro del comienzo, en el asilo) y no logra encontrar en el cementerio la tumba de su padre (al que pretende llevarle flores), lo que puede vincularse luego con la relación que entabla con un profesor mayor y un joven estudiante. Se puede interpretar incluso que Moira (Adriana Bogdan), la joven moza vestida de negro que comienza a bailar con Val en el bar, es la Muerte que aparece en la obra de teatro del comienzo.
Pero también hay contrastes. En la parte final del relato Mathias se verá obligado a abandonar por un momento su fría racionalidad y meter los pies en el barro, literalmente. Se podría decir que quedará empantanado en la existencia, a ras del piso, lejos de su nube de palabras. Él domina tres lenguas pero en el bar será incapaz de comunicarse con el resto de la gente. Sin embargo, cuando suene la música -acaso el más universal de los lenguajes- todos saldrán a bailar. Es una escena extraordinaria, misteriosa, en la que suena una melodía alocada, casi disonante (convenientemente titulada “El baile de la berenjena”), frente a la que Val y Moira (y luego el resto de los comensales) comienzan a moverse como poseídos. Hasta que el ruido del tren interrumpe todo. De regreso a la realidad.
Lo interesante es que ambas partes están tratadas formalmente del mismo modo. No hay en la segunda mitad del film elementos decididamente oníricos o fantásticos que ofrezcan certezas acerca de lo que está ocurriendo. Todo es extraño pero parece “real”, palpable, incluso verosímil. Hay que ir tratando de interpretar lo que vemos mientras lo vemos, sin demasiada información ni explicaciones. “Aunque aquí lo real gira alrededor de la pesadilla, procuré que no adoptara nunca esa forma visible. Enmascarando cuidadosamente el momento de la ruptura, traté la segunda parte con un estilo idéntico al de la primera”, sostuvo Delvaux.
Es cuando Mathias despierta y se encuentra en el lugar del accidente que, mirando hacia atrás, comenzamos a comprender un poco. Aún en estado de shock, camina sin rumbo aparente hasta que encuentra tres cuerpos y reconoce el de Anne. La abraza y entonces vuelve a sonar la canción del comienzo (“La fleur de l’été”, cuya letra compuso el propio Delvaux), la de los títulos de crédito.
Una noche de otoño
tu imagen emprende el vuelo
Emprende el vuelo y se libera
en las aguas negras del tiempo
Se posa, ligera en su eternidad
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube de este newsletter podés ver la última película de Delvaux: el cortometraje 1001 films (1989), sobre los problemas de preservación del material fílmico. Dura 8 minutos y es muy bello.
- Acá podés leer una entrevista que el diario español El País le hizo a Delvaux en 1986, cuando visitó el Festival de Cine de Sitges. Entre otras cosas, habló de su gusto por el cine de Bernando Bertolucci, Carlos Saura y Víctor Erice y compartió sus impresiones (que sorprenderán a más de uno) sobre Cortocircuito (Short Circuit, 1986), de John Badham, que se exhibió en el festival.
- La música de la película es creación del compositor belga Frédéric Devreese, habitual colaborador de Delvaux. En Spotify se puede escuchar gran parte de su obra, incluyendo el disco que compila las composiciones para Una noche, un tren, Opus Nigrum y La confesión anónima.
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