PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 20 DE AGOSTO DE 2022
Esta semana en Cinematófilos, un doble programa con el desprejuiciado y salvaje cine de Hollywood previo a la censura. Te recomiendo que descargues la película en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
Tu aporte es muy importante para este proyecto. Más adelante encontrarás los links para colaborar, tanto desde Argentina como desde el exterior. ¡Muchas gracias!
Para leer antes de ver la película
Relaciones extramatrimoniales, prostitución, violencia, desnudos, homosexualidad, drogas, alcohol. Hubo una época en el Hollywood clásico en la que todo esto aparecía con frecuencia en pantalla sin ser censurado, ni siquiera castigado dentro de la propia diégesis. Se trata de un lapso de unos cinco años, a comienzos de la década del 30, que fue retrospectivamente bautizado como pre-code, porque es anterior a la puesta en funcionamiento del Código Hays de censura cinematográfica. Desde hace unas décadas, este breve pero salvaje período viene generando fascinación entre historiadores, críticos y cinéfilos, que no dejan de escarbar en sus profundidades para encontrar films tan sorprendentes como olvidados. Esta semana lo recorreremos en Cinematófilos desde una de sus facetas, quizás de las menos exploradas: la dimensión política y lo increíblemente a la izquierda que se ubicaban varias de estas películas.
El pre-code no es un género ni una temática sino un período -muy particular- de la historia del cine de Estados Unidos, que va desde la definitiva adopción del sonido en el cine (hacia 1929) hasta mediados de 1934. No voy a narrar con mucho detalle esos años; al final de esta entrega vas a encontrar links para acceder a un par de interesantes e informativos documentales y textos sobre el tema. Pero a modo de contexto la historia puede resumirse en un par de párrafos.
Ante las crecientes críticas de grupos conservadores sobre los contenidos de las películas, que consideraban inmorales, los grandes estudios decidieron crear en 1922 la Motion Picture Producers and Distributors of America (MPPDA). El objetivo era mejorar la imagen de la industria, golpeada además por ciertos escándalos muy publicitados que involucraban a las estrellas de la época, y poner en práctica alguna autorregulación que evitara que instituciones externas se inmiscuyeran en el negocio. Al frente de la recién establecida asociación designaron al republicano Will H. Hays, un conservador con gran capacidad de lobby.
Pero las quejas de sectores reaccionarios continuaron. Frente a la amenaza de la creación de una junta de censura a nivel nacional, Hays convocó a un cura jesuita y a un abogado y editor católico para que redactaran un código de producción con “recomendaciones” sobre cómo las películas debían tratar ciertos temas. Ese Motion Picture Production Code, conocido popularmente como Código Hays, se presentó en 1930, pero no fue efectivamente puesto en funcionamiento sino hasta julio de 1934, cuando las presiones de grupos como la Legión Nacional de la Decencia amenazaron con poner en jaque a toda la industria.
“Ese intervalo de cuatro años marca un pasaje fascinante y anómalo en la historia del cine estadounidense: la llamada era pre-code, cuando la censura era laxa y Hollywood lo aprovechaba al máximo. A diferencia de todos los largometrajes del sistema de estudios estrenados después de julio de 1934, el Hollywood pre-code no se adhirió a las estrictas regulaciones en materia de sexo, vicios, violencia y significado moral impuestas al cine. En lenguaje y en imagen, en los significados implícitos y en las representaciones explícitas, en las alusiones elípticas y en las referencias inconfundibles, el cine del Hollywood anterior al Código señala un camino no transitado. Durante cuatro años, los mandamientos del Código fueron violados con impunidad e inventiva en una serie de películas salvajemente excéntricas. Más desenfrenadas, salaces, subversivas y sencillamente extrañas que las que vinieron después, se asemejan al cine de Hollywood pero el terreno moral está tan desviado que parecen importadas de un universo paralelo”, sostiene Thomas Doherty en su libro Pre-Code Hollywood: Sex, Immorality, and Insurrection in American Cinema (1930–1934) (1999).
Actores como Edward G. Robinson y James Cagney se convirtieron en estrellas en esos años al interpretar a violentos gánsteres que eran presentados como héroes trágicos. Jean Harlow en La mujer de los cabellos rojos (Red-Headed Woman, Jack Conway, 1932) y Barbara Stanwyck en Carita de cielo (Baby Face, Alfred Green, 1933) usaban el sexo para conseguir lo que querían y se salían con la suya. Greta Garbo hacía explícita la bisexualidad de su personaje en Reina Cristina (Queen Christina, Rouben Mamoulian, 1933). En los musicales que dirigía o coreografiaba, como Calle 42 (42nd Street, Lloyd Bacon, 1933), Busby Berkeley exhibía la anatomía femenina como nunca antes, llevándola casi hasta la abstracción.
Pero muchas de las películas del período no sólo eran zarpadas o desinhibidas en su abordaje de temas polémicos. También lidiaban con cuestiones políticas. Son, después de todo, los años de la Gran Depresión, en los que millones de personas perdieron sus trabajos y fueron condenadas a la miseria. Y el cine, que pretendía que los marginados continuaran pagando su entrada para ir a las salas, comenzó a apuntar hacia los posibles responsables de la crisis.
El estudio que mejor representó este tipo de cine fue Warner Brothers, presidido por el demócrata Jack L. Warner. “La propia velocidad de la máquina de producción de la Warner permitía que el momento histórico dejara una huella fresca, no mediada ni premeditada, como las instantáneas tomadas antes de que los modelos pudieran adoptar una pose artificial [...] Si la presumida conciencia social del estudio era comprometida y selectiva, la confrontación directa con los problemas cotidianos (el hambre, el trabajo, el dinero) y el tema de actualidad (‘¡extraído directamente de los titulares de hoy!’) lo vinculan cinéticamente con el mundo real”, plantea Doherty.
En Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932), obra maestra de Mervyn LeRoy, Paul Muni interpreta a un condecorado veterano de la Primera Guerra que cuando regresa no logra encontrar trabajo, cae en la pobreza y termina robando para poder sobrevivir. En el medio sufre todo tipo de maltratos por parte de la justicia y el sistema carcelario, que persigue a los pobres en lugar de asistirlos. En la extraordinaria La edad peligrosa (Wild Boys of the Road, 1933), de William Wellman, sobre un grupo de jóvenes obligados a vagar en búsqueda de empleo, quedaban en evidencia la injusticia del sistema económico y la corrupción estatal. Incluso en algunos musicales, habitualmente terreno para la fantasía, se inmiscuía lo político. Quizás el mejor ejemplo sea el increíble número “Remember My Forgotten Man”, sobre las penurias de los veteranos de guerra, que Busby Berkeley ideó para Vampiresas de 1933 (Gold Diggers of 1933, Mervyn LeRoy, 1933).

Sin censura sistemática y en tiempos de agitación política, incluso estudios más conservadores como MGM, dirigido por el republicano Louis B. Mayer, se adentraron ocasionalmente en temas sociales con las denominadas message pictures. “Si querés enviar un mensaje, llamá a Western Union”, dicen que alguna vez dijo Mayer, y sin embargo produjo películas como The Big House (George W. Hill, 1930), que inició el ciclo de dramas carcelarios de esos años, y The Wet Parade (Victor Fleming, 1932), una crítica a la ley seca y sus consecuencias basada en la novela del escritor y militante socialista Upton Sinclair.
“La función del cine es entretener”, insistía Will Hays en 1932. “Debemos tenerlo siempre presente y darnos cuenta constantemente de la fatalidad de permitir que nuestra preocupación por los valores sociales nos lleve al terreno de la propaganda”. Es notable, sin embargo, como muchas películas del período presentaban ideas comunistas sin condenarlas, como comentarios o incluso alternativas frente a la crisis económica capitalista. “Mientras exista la institución de la propiedad privada, los trabajadores estarán a merced de las clases propietarias. Hay que poner a la industria en manos de la clase obrera. Y esto sólo puede lograrse mediante una revolución social”, dispara uno de los personajes de la excelente La calle (Street Scene, 1931), de King Vidor. En la brillante El abogado (Counsellor at Law, 1933), de William Wyler, el corazón moral de la película es un militante comunista, que le recrimina al protagonista (un hombre de orígenes marginales que escaló inescrupulosamente hasta lo más alto) haber traicionado a los de su propia clase.
Las menciones sobre el comunismo en estas últimas dos últimas películas pueden entenderse porque se trata de obras teatrales de Elmer Rice, dramaturgo cercano a las ideas de izquierda, que él mismo adaptó al cine. Pero se pueden encontrar varias más en otro tipo de producciones, lo que es un reflejo de cuán extendidas y aceptadas estaban estas ideas en Estados Unidos en esos años. En Gloria y hambre (Heroes for Sale, 1933), de William A. Wellman, apología de Franklin Delano Roosevelt, se cuestiona la persecución de “rojos” durante los años 20, y uno de los personajes es un comunista alemán que termina seducido por el capitalismo corrupto apenas comienza a ver algo de dinero. Un caso curioso es el de Esclavos de la tierra (The Cabin in the Cotton, 1932), de Michael Curtiz, film de planteo amablemente combativo: los trabajadores del algodón explotados por los dueños de la tierra se organizan para enfrentar a sus empleadores y conseguir mejores condiciones contractuales. Fue la primera película sonora estadounidense en conseguir el permiso para estrenarse en la Unión Soviética.
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Acaso ninguna figura haya sido tan vapuleada en el cine de esos años como la del hombre de negocios, cuestionado por su rol en la estrepitosa caída de las acciones en Wall Street de 1929. Y el actor que mejor representó ese arquetipo fue Warren William, prolífica estrella de la época que hoy ha quedado bastante olvidado. En películas como El rey de los fósforos (The Match King, Howard Bretherton y William Keighley, 1932) y El alma del rascacielos (Skyscraper Souls, Edgar Selwyn, 1932), William le dio vida a personajes mezquinos y sinvergüenzas, de carácter insensible y presencia imponente, que tienen tan pocas dudas como decencia. Acaso la mejor de todas sus criaturas sea la de Employees’ Entrance (1933), de Roy Del Ruth, una de las películas de esta entrega del newsletter que -señaló el crítico Jonathan Rosenbaum- “como ataque al capitalismo despiadado va mucho más allá de esfuerzos más recientes como Wall Street (Oliver Stone, 1987)”. En Argentina se la conoció con el extravagante título de A rompe y raja, así que prefiero mantener el original, que puede traducirse como “Entrada de empleados”.
El doble programa de esta semana se completa con una comedia que muestra de modo irreverente algunos de las temas predilectos del cine pre-code: las relaciones de clase, lo sexual y, claro, también lo político. Se trata de El ladrón galante (Jewel Robbery, 1932), de William Dieterle, que tiene unas cuantas similitudes con la igualmente genial aunque mucho más conocida Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, 1932), de Ernst Lubitsch, estrenada un par de meses más tarde. Ambas, además, están protagonizadas por otra enorme estrella de esos años que el tiempo también fue olvidando: Kay Francis.
EL LADRÓN GALANTE
Título original: Jewel Robbery
Director: William Dieterle
Protagonistas: William Powell, Kay Francis, Helen Vinson, Hardie Albright, Alan Mowbray
País: Estados Unidos
Idioma: inglés
Año: 1932
Duración: 68 minutos
EMPLOYEES’ ENTRANCE
Título argentino: A rompe y raja
Director: Roy Del Ruth
Protagonistas: Warren William, Loretta Young, Wallace Ford, Alice White, Hale Hamilton
País: Estados Unidos
Idioma: inglés
Año: 1933
Duración: 75 minutos
Para leer después de ver la película
Son varias las cuestiones en común entre Un ladrón en la alcoba y El ladrón galante. Ambas están basadas en obras de teatro de autores húngaros, fueron realizadas por alemanes radicados en Estados Unidos y retratan, con historias situadas en Europa, a encantadores ladrones de guante blanco que se entremezclan con la alta burguesía. Pero una está dirigida por Lubitsch, el gran maestro de la comedia refinada en el cine clásico, mientras que la otra cuenta con un director sin credenciales autorales. Esto explica en buena medida por qué la primera es un clásico y la segunda una obra bastante poco conocida.
No pretendo argumentar que El ladrón galante es mejor que Un ladrón en la alcoba. La elegancia visual y el aceitado ritmo de la comedia de Lubitsch son incomparables. Pero sí creo que la película de William Dieterle va más allá en algunas cuestiones. El ladrón que interpreta William Powell no sólo es adorable y seductor, un rol que el actor interpretó varias veces gracias a su sofisticado encanto y su ingenioso sentido del humor. Tiene además un discurso político más evidente. Mientras está robando la joyería se enrosca en una discusión con el barón Franz (Henry Kolker), un banquero, a quien acusa de manipular gobiernos. “¡Usted es un comunista!”, le replica Franz. La respuesta del ladrón es tan brillante como divertida: “No. El presente orden de la sociedad es enteramente satisfactorio para mí. ¿Cree que me iría tan bien bajo el comunismo? ¿Qué podría robar? ¿Plantas eléctricas, elevadores de granos?”.
La presentación de la baronesa Teri (Kay Francis) no podría ser más pre-code. Un ejército de mucamas se alista para atenderla cuando se despierta, ya pasado el mediodía. Ella -joven, sexy, desinhibida- juguetea con la espuma en la bañera. Cuando sale del agua la puesta en escena (los movimientos de la cámara, las toallas, las sirvientas) hace malabares para sugerir lo más posible su cuerpo desnudo sin mostrarlo. El plano de las piernas, mientras le colocan la enagua, es un recurso típico del Hollywood de la época. También queda perfectamente delineada en esos primeros minutos la personalidad de Teri: se casó con un viejo aburrido pero millonario, hace rato que ella no trabaja ni para hacerse un té, se desvive por las joyas y tiene más de un amante. Y también está deseando un amor verdadero, que idealiza en la figura de caballero que llegue al galope y la tome en sus brazos.
Y el caballero aparece en la siguiente escena, no montado en un caballo sino en auto. La tensión sexual entre Teri y el ladrón se va cocinando a fuego lento durante el robo en la joyería, a puro doble sentido. “Hubiera sido una lástima perderse esto”, le dice el ladrón, mientras la abraza para sacarle el anillo. Es notable como se ponen en juego el deseo sexual de ella, la seducción de él, el placer del robo (de robar y de ser robado). En esta escena también comienza el chiste del cigarrillo de marihuana, que continuará hasta el final, un recurso que parece más propio de una película filmada tres décadas más adelante, en los lisérgicos años 60.
Aunque aún no hubo fuego, hay alguna brasa encendida entre Teri y el asaltante y entonces, en el tercer acto, se producirá el reencuentro. Toda la secuencia final es prodigiosa, con diálogos afiladísimos y dos actores que saben cómo soltarlos. Y la resolución es una gran muestra de las audacias del pre-code. El ladrón escapa como un héroe, burlando a toda la policía. Y ella engaña a su esposo con la necesidad de una vacaciones en Niza que son, claro, la excusa para volver a encontrarse con su nuevo amante. Teri mira a cámara y pide silenciosamente que guardemos su secreto. Ya está lista para entregarse al placer.
Si el personaje de William Powell en El ladrón galante es claramente un héroe, el Kurt Anderson que compone Warren William en Employees’ Entrance resulta mucho más urticante. Despreciable, incluso. Y sin embargo no es el villano de la película, sino más bien un antihéroe. Ahí está una de las cuestiones más interesantes del film de Roy Del Ruth.
Anderson no es el propietario del centro comercial sino un empleado jerárquico. Maltrata a todo el mundo, incluidos sus jefes, los dueños de los medios de producción, unos ricachones con sobrepeso que no parecen haber trabajado nunca y que la única alternativa que ofrecen ante la crisis es recortar los sueldos de los empleados.
El tiránico Anderson, en cambio, trabaja más que nadie. Lleva 20 años en la tienda, donde entró como mensajero, y bajo su mando las ventas se multiplicaron por diez en apenas una década. Es un self-made man, un hombre que se construyó a sí mismo. Pero sus tácticas y manejos son despiadados, miserables. “No te reconocí con la ropa puesta”, le dice a una empleada con total naturalidad. Más adelante despide sin compasión a un trabajador con años de antigüedad, que se suicida saltando desde el noveno piso. “¡Estás acabado!” (“You’re through!”) es la frase que más repite a lo largo de la película. Nada parece conmoverlo salvo la posibilidad de hacer más dinero.
Es notable que una película tan breve e intensa, donde pasan tantas cosas tan tremendas, se permita dejar espacio para el humor. Como el cliente judío que se niega a comprar una pelota de fútbol americano porque está confeccionada con piel de cerdo. O la señora que pregunta en qué piso queda el subsuelo. O los chistes recurrentes acerca del baño que no funciona y el ascensorista que detalla la cantidad de cosas inverosímiles que se venden en cada piso.
Como contrapeso del miserable Anderson aparecen Madeline (Loretta Young) y Martin (Wallace Ford), una pareja que realmente se quiere y sueña con un futuro juntos. Ambos padecen, de modo distinto, a su jefe. Hay toda una subtrama sugerida pero nunca explicitada en torno a la relación homoerótica de Anderson y Martin. “¿No te gustan las mujeres?”, le llega a preguntar el joven en un momento. Madeline, en cambio, es víctima de la misoginia -y mucho más- de su jefe.
Hay una escena tremenda en este sentido: la de la fiesta, donde la joven termina borracha y Anderson le presta las llaves de su habitación para que vaya a dormir allí. No se cómo habrán interpretado los espectadores de 1933 ese momento, pero visto hoy no puede ser otra cosa que una violación. Cuando ella se acuesta está prácticamente inconsciente después de tanto alcohol. La película trata la situación con incómoda ambigüedad.
Anderson intenta quedarse con Madeline, le ofrece un ascenso y un mejor sueldo. Pero ella se niega. Él insiste, promete más dinero si la joven deja ir a Martin, pero tampoco consigue convencerla. Ahí está la moralidad de la película: hay cosas que no se pueden comprar. Madeline renuncia, su novio también, y deciden irse a buscar una vida juntos en otro lado, lejos de los maltratos del tiránico director del centro comercial. Por eso la historia cierra con ellos dos, imaginando un futuro. Anderson, en cambio, se queda solo, sin nadie que lo quiera, haciendo lo único que parece disfrutar: perseguir poder y dinero. No es poca condena.
Si tenés ganas de algo más…
- Subtitulé y publiqué en YouTube los tráileres originales de El ladrón galante y Employees’ Entrance. Son muy distintos a los avances que estamos acostumbrados a ver desde hace unas décadas, y eso los hace encantadores.
- También publiqué en el canal de YouTube de Cinematófilos el documental Complicated Women (Hugh Munro Neely, 2003), narrado por Jane Fonda, que muestra el rol que las mujeres tuvieron en el cine de esos años (y que luego, con la implementación del Código Hays, ya no volvieron a tener). Y si querés adentrarte un poco más en el cine pre-code y anotar algunos títulos fundamentales que no mencioné en esta entrega, te recomiendo este texto de Malala Alonso en la revista Taipei.
- Con la puesta en funcionamiento del Código Hays, en 1934, muchas de las películas pre-code salieron de circulación por completo o fueron mutiladas para algún reestreno o exhibición en televisión. Un ejemplo muy conocido es el de King Kong (1933), de Merian Cooper y Ernest Schoedsack, una de las creaciones más célebres del período: la escena en la que el gigantesco simio desnuda a la protagonista, la toquetea y luego se huele los dedos, entre otras, no pudo verse durante años. Recién en la década del 60 el Código Hays comenzó a perder influencia, y en 1968, con la implementación de un sistema de calificaciones que aún rige, fue definitivamente dejado de lado. A partir de esos años y, sobre todo, con la irrupción del video doméstico en los 80, muchas de estas películas comenzaron a ser redescubiertas por el gran público. El canal de YouTube Pre-Code Hollywood Classic Clips tiene varios videos que recopilan escenas que a partir de 1934 fueron censuradas.
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