PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 25 DE JUNIO DE 2022
Esta semana en Cinematófilos, el cine de Jacques Doillon y una de sus grandes films. Te recomiendo que descargues la película en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Es curioso el caso de Jacques Doillon. Es uno de los directores franceses más prolíficos de la generación posterior a la Nouvelle Vague, y sin embargo la mayor parte de su trabajo no es del todo conocido para el gran público. Sus películas no tienen el atractivo comercial de las de André Téchiné o Bertrand Blier, que suele trabajar con estrellas. Y no logró el prestigio crítico de Philippe Garrel, menos aún de la breve e intensa obra de Jean Eustache. Pero sin dudas Doillon merece un lugar a la altura de todos estos realizadores si tenemos en cuenta la solidez y coherencia de su filmografía.
Doillon nació en París en 1944 y comenzó a filmar a fines de los años 60. Sus primeras películas están marcadas por el impacto del Mayo francés. “L’an 01 (1973) incluye segmentos de Alain Resnais y Jean Rouch, y ofrece una serie de esbozos especulativos y estilísticamente diversos de una Francia utópica; mientras que Las manos en la cabeza (Les doigts dans la tête, 1974) está impregnada de la atmósfera de colapso que se encuentra en la vida bohemia en ruinas de la imponente La mamá y la puta (La maman et la putain, 1973), de Eustache”, describió Lawrence Garcia en un artículo en la revista digital photogénie.
La guerra de las bolitas (Un sac de billes, 1975), una de las pocas películas de Doillon que tuvo estreno comercial en Argentina, permitió ver lo que sería una constante en su obra posterior: su formidable pericia para trabajar con nenes y nenas frente a cámara. Pero fueron sus realizaciones siguientes, ambas notables, las que establecieron definitivamente el estilo y los intereses que el director continuaría desarrollando hasta la actualidad (en marzo cumplió 78 años y sigue activo).
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La mujer que llora (La femme qui pleure, 1979) es la dolorosa e íntima historia de un terceto en conflicto: el esposo (interpretado por él mismo), la madre de su hija y su nueva amante. Narrada en una serie de viñetas, muestra la capacidad del director para retratar con pasión y sensibilidad a una familia que se va deshilachando. Poco después estrenó La ternura, esa rareza (La drôlesse, 1979), una película que hoy sería imposible: la relación entre una nena de 11 años y su secuestrador, un hombre de veintipico con problemas psicológicos, dos almas solitarias que se enamoran sabiendo que lo suyo será imposible. Los laberintos de la vida familiar, los tabúes sexuales y sociales y una mirada cálida y lúcida sobre infancia son los temas que atraviesan casi toda la obra de Doillon.
Tan pronto como pudo Doillon creó su propia productora, Lola Films, con la que respaldó buena parte de su profusa filmografía. Estrenó siete largometrajes en la década del 80 (varios protagonizados por Jane Birkin, su pareja en esos años), ocho en los 90 y ya lleva lanzados otros ocho en lo que va del siglo XXI. Fueron muy pocos los que llegaron a las salas argentinas, aunque algunos ciclos y retrospectivas permitieron adentrarse un poco en su universo. Una de sus mejores películas es El pequeño criminal (Le petit criminel, 1990), el viaje de un problemático adolescente que nunca recibió una palabra de amor para encontrarse con su hermana mayor, de quien su madre había dicho que estaba muerta. Su mayor éxito en todo el mundo fue, por lejos, Ponette (1996), film milagroso sobre una nena que trata de lidiar con la muerte de su madre. Doillon no solo logró una actuación extraordinaria de su pequeña protagonista (Victoire Thivisol, de apenas 4 años), sino que la acompañó con una puesta en escena sensible y un punto de vista riguroso, que esquiva cualquier tipo de miserabilismo.
Ante una obra no tan difundida, la crítica tiende a comparar a Doillon con otros directores para presentarlo frente al público. Algunos lo asociaron con el cine de Maurice Pialat. Otros plantearon que sus películas pendulan entre Jacques Rivette y François Truffaut. En 1987, a propósito de una de las primeras retrospectivas de Doillon en Estados Unidos, donde era prácticamente un desconocido, el gran crítico Jonathan Rosenbaum lo definió así: “[Sus personajes] muestran a veces la volatilidad de los de John Cassavetes y la impulsividad de los de Bertrand Blier; su tema de los niños que absorben y redirigen la violencia de sus mayores recuerda a Claude Chabrol”.
Pero acaso Doillon sea un director único, con una estética personal no muy permeable a las modas. Su cine no puede encajarse dentro de la tendencia del cinéma du look de los 80 ni del cinéma de banlieue de la década siguiente. Se pueden rastrear algunas herencias, pero probablemente no admita demasiadas comparaciones. En 2011 el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) le dedicó un foco en el que se proyectaron diez de sus películas. En el texto de presentación del catálogo, la directora argentina Eloísa Solaas, autora luego del estupendo documental Las facultades (2019), lo describió así: “Como pocos realizadores, en una economía de medios que decididamente favorece la intimidad en el desarrollo de su vasta filmografía, Doillon logra además hacernos testigos y a la vez cómplices de la gran violencia interior del ser humano; de que algo siempre inesperado se produce cuando las personas interactúan. Subyacentemente, también existe el intento de comprender una compleja constelación de relaciones: entre padres e hijos, entre amores imposibles, triángulos amorosos, rupturas e incluso la relación infantil amorosa y las ideas de la muerte. Esta constelación que es parte de la vida cotidiana, se convierte en el objeto de un proceso de amplificación y transformación por el que ya no estamos seguros de cómo las cosas se ordenan, porque su interés justamente se centra en las pasiones más elementales: desordenadas, palpitantes, inasibles”.
Esta semana veremos la que considero una de las mejores películas de Doillon, que reúne todos sus intereses formales y temáticos y que no se cuenta entre las más conocidas: Vida familiar (La vie de famille, 1985). Tiene, además, un atractivo extra: una de las primeras apariciones en el cine de la gran Juliette Binoche, justo antes de que su protagónico en Apasionados (Rendez-vous, 1985), de André Téchiné, la transformara en una estrella.
VIDA FAMILIAR
Título original: La vie de famille
Director: Jacques Doillon
Protagonistas: Sami Frey, Mara Goyet, Juliet Berto, Juliette Binoche
País: Francia
Idioma: francés
Año: 1985
Duración: 95 minutos
Para leer después de ver la película
La primera escena de Vida familiar nos puede hacer suponer que estamos frente a un drama intimista y duro, incluso violento. El relato presenta a una serie de personajes que discuten mientras están encerrados (en esa casa y en sí mismos), un poco en la línea de la nerviosa y con frecuencia claustrofóbica La pirate (1984), que Doillon había estrenado poco antes. Emmanuel (Sami Frey) parece un tipo insoportable, de modales muy difíciles: se pone loco porque le tocaron una maquinita de afeitar, le grita a todo el mundo, apela a palabras desmesuradas, muy fuera de lugar (“tortura”, “devastación”). El escándalo que arma el sábado a la mañana es un síntoma de cómo van las cosas con su pareja (Juliet Berto) y con la hija de ella, Natacha (Juliette Binoche).
Pero cuando Emmanuel pasa a buscar a su hija y salen juntos a la ruta la película se permite “respirar”. De los gritos y el encierro pasamos a un tono más tranquilo, abierto, en el que un padre distante intenta a su modo recomponer la relación con su hija. No suele haber identificación con los personajes en las películas de Doillon, o en todo caso el director parece ir identificándose con cada uno de acuerdo a la situación. Pero la aparición de Elise (la joven Mara Goyet, hija del coguionista Jean-François Goyet, brillante) transforma la película y es difícil que nuestras simpatías no se asocien con ella.
El lazo entre padre e hija es el centro de Vida familiar, y de inmediato Doillon deja en claro que ellos manejan un código común, que comparten una complicidad. Sus juegos surgen naturalmente, como si ese vínculo pudiera fluir sin obstáculos. Pero hay también una distancia entre ellos que irá creciendo a medida que avanza el relato, a medida que se van acercando a ese fin del mundo que la chica incluye en el cuento que pretende filmar.
El crítico y realizador estadounidense Dan Sallitt, admirador de la obra del director francés, plantea que mientras los personajes recorren los caminos del sur de Francia y el norte de España la película “se convierte en Pierrot el loco (Pierrot le fou, Jean-Luc Godard, 1965), una historia de los últimos amantes románticos, transpuesta a una clave de padre e hija; y, por supuesto, Doillon no duda en sacar a relucir los paralelismos con el amor romántico”. Toda la secuencia final en el hotel de Madrid juega en este sentido: Emmanuel y Elise discuten como si fueran marido y mujer. Ella incluso en un momento le da la espalda para que él la ayude con el cierre del vestido, una situación típica de un matrimonio de muchos años, para el que la convivencia se volvió rutinaria y las palabras a veces ya ni hacen falta.
Elise, como también sostiene Sallitt, es una fantasía. Una chica de 10 años que se expresa con la fluidez y lucidez de una persona mucho mayor. Pero Doillon maneja tan bien a sus personajes infantiles/adolescentes, aquí y en todas sus películas, que los modos de esta nena no parecen desatinados. La creación de esa íntima naturalidad en los vínculos familiares, incluso cuando sabemos que no hay “realismo” allí, es una de las marcas de su cine. Elise habla y es imposible no involucrarse con lo que dice.
“Sólo quieres que todos te quieran”, le reprocha a su padre en un momento. La cámara de video funciona como el dispositivo que permite expresar una franqueza absoluta, y Doillon decide llevar su película hasta lugares donde en general el cine no llega. Ambos graban sus mensajes frente al lente de la cámara. Primero ella, que susurra algo inaudible. Su padre intenta adivinar qué le está queriendo decir, qué sentimientos salen de esos labios de video tape. Pero no logra descifrar el enigma. Sólo puede hacer algunos chistes al respecto.
“¿Te molestaría dormirte después de mí?”, pregunta él luego, acostado al lado de ella, como si los roles de padre e hija ya estuvieran dados vuelta. “No, me parece bien”, responde ella. A la mañana siguiente parten hacia el aeropuerto, y en el camino el diccionario confirma que ya no son una familia, al menos no en el sentido estricto, institucional. La última escena es desgarradoramente conmovedora. “Hasta el sábado”, se despide Elise. ¿Acaso volverán a verse alguna vez?
Si tenés ganas de algo más…
- En 2011 el crítico Paraná Sendrós entrevistó a Jacques Doillon a propósito del foco que le dedicó el Bafici. En la charla, que se publicó en Ámbito Financiero, entre otras cosas el director recordó un viaje a Buenos Aires en 1979, en plena dictadura militar, y la tarde en la que Lino Ventura fue ovacionado en la Bombonera. La podés leer acá.
- En los últimos años varias películas de Doillon que antes no eran tan sencillas de conseguir para ver en casa fueron restauradas y remasterizadas digitalmente, en general con el apoyo del CNC (Centre national du cinéma et de l’image animée). Si no las viste, te recomiendo especialmente La mujer que llora y El pequeño criminal, que se consiguen fácil por ahí con subtítulos. Acá podés acceder al catálogo del Bafici 2011, que incluye breves textos sobre esas dos películas.
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