PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 21 DE MAYO DE 2022
Esta semana en Cinematófilos, la tradición de la “sexualidad disfuncional” en el cine de Australia. Te recomiendo que descargues la película en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Es curioso el caso del cine australiano: atravesó a lo largo de su historia momentos de extraordinaria productividad seguidos de otros, muy extensos, donde prácticamente no se filmaba nada. Fue recién a partir de los años 70, con el surgimiento de la denominada Australian New Wave, que el cine del gigante de Oceanía se hizo definitivamente conocido en todo el mundo. Surgieron entonces algunas tradiciones cinematográficas propias, en general vinculadas a la particular geografía del país. Y también otras, entre ellas una que podríamos denominar como “la sexualidad disfuncional” y que exploraremos con la original comedia de esta semana en Cinematófilos.
Australia como nación (oficialmente, Commonwealth of Australia) nació en 1901, seis años después de que los hermanos Lumière patentaran el cinematógrafo. Pero en las primeras décadas del siglo pasado la actividad cinematográfica en el joven país fue muy prolífica, a tal punto que estuvo entre los mayores productores mundiales de películas: se calcula que entre 1906 y 1928 se rodaron allí 150 films de ficción. De hecho, Australia ostenta el honor de haber producido el que algunos investigadores consideran el primer largometraje de ficción de la historia, The Story of the Kelly Gang (Charles Tait, 1906), sobre el célebre forajido que más tarde también interpretarían Mick Jagger y Heath Ledger en la pantalla grande. Sólo sobreviven unos minutos de esa película, que se pueden ver en YouTube.
Esta primera “época dorada” del cine australiano no duró demasiado. Luego del final de la Primera Guerra Mundial el cine estadounidense desembarcó con todo, apoyado por la fusión poco antes entre la distribuidora Australasian Films y la cadena de exhibición Union Theatres, que decidieron priorizar la importación de películas por sobre la producción. En 1923 el 94 por ciento de los estrenos en los cines australianos provenían de Estados Unidos. Hubo algunos realizadores locales que hicieron películas relevantes en el período, como Raymond Longford, las hermanas Isabel, Paulette y Phyllis McDonagh y Charles Chauvel (director en 1933 de In the Wake of the Bounty, debut en el cine de Errol Flynn, nacido en Tasmania). Pero Hollywood ya había copado todo.
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Con las autoridades más preocupadas por asistir a la producción documental que a la de ficción, se podría hacer un fast foward hasta finales de los años 60 sin que nos perdiéramos demasiado. Pero la creación del Instituto Australiano de Cine en 1958, una serie de regulaciones a la industria de la publicidad (que debió comenzar a filmar en el país con técnicos locales) y la recomendación de un comité del Senado de apoyar la producción local plantaron la semilla de lo que estaba por venir. La coproducción con Gran Bretaña Un italiano en Australia (They’re a Weird Mob, 1966), una de las últimas colaboraciones entre Michael Powell y Emeric Pressburger, fue muy popular en el país y convenció a todos de que los australianos tenían muchas ganas de ver películas australianas.
En 1970 se creó la Australian Film Development Corporation, y muy pronto el cine australiano comenzó a florecer como nunca. Hubo de todo. Un breve ciclo de comedias muy zarpadas (conocidas como ocker films) que tuvo en Alvin Purple (Tim Burstall, 1973) un éxito sin precedentes. Películas ambientadas en el siempre árido australian outback como la extraordinaria Un domingo demasiado lejano (Sunday Too Far Away, 1975), de Ken Hannam. Dramas de época que recorrieron los festivales del mundo, como las excelentes Picnic en las Rocas Colgantes (Picnic at Hanging Rock, 1975), de Peter Weir, y Mi brillante carrera (My Brilliant Career, 1979), de Gillian Armstrong. Y mucho, mucho cine de género, al que se suele denominar ozploitation, como las geniales Largo fin de semana (Long Weekend, 1978), de Colin Eggleston, y Mad Max (1979), de George Miller.
De las muchas tradiciones del cine australiano que se forjaron en esos años aparece una que podríamos denominar “sexo disfuncional”. En 1999 Mary Colbert se quejó al respecto en un texto en la revista The Weekend Australian: “Imagina el Kamasutra australiano: los revolcones rabelaisianos de Alvin Purple, los empujones vulgares de Idiot Box (David Caesar, 1996), los forcejeos incestuosos de Bad Boy Bubby (Rolf de Heer, 1993) con su madre, la escena de la cremallera torpe en El casamiento de Muriel (Muriel’s Wedding, P.J. Hogan, 1994), el desmadre en serie del chico griego en Head On (Ana Kokkinos, 1998) (¿has perdido la cuenta?)... Con la excepción de algo de auténtico erotismo en La lección de piano (The Piano, 1993), de Jane Campion, las pocas representaciones que rompen la sequía en el cine australiano tienden a ser simplistas, apresuradas, machistas, agresivas... sexo disfuncional. Los jugueteos preliminares, la sensualidad, la pasión y el erotismo, aspectos en los que destaca el cine francés, se han obviado en gran medida”.
Catherine Simpson respondió a esa queja en Senses of Cinema en 2009: “En lugar de considerar la ausencia de un ‘auténtico erotismo’ en el cine australiano como una carencia, ¿por qué no considerarlo un atributo único, que diferencia al cine australiano de otros cines, y que por tanto hay que celebrar?” Hacia fines de los años 80 comenzó lo que podría denominarse como un ciclo de comedias extrañas, ocasionalmente románticas, con frecuencia satíricas, siempre dirigidas por mujeres, que se extendió durante toda la década siguiente. El inicio puede fijarse en Sweetie (1989), una de las mejores películas de Jane Campion. Y continuaría con Los peligros del amor (Love and Other Catastrophes, 1996), de Emma-Kate Croghan; Dating the Enemy (1996), de Megan Simpson-Huberman; Floating Life (1996), de Clara Law; Thank God He Met Lizzie (1997), de Cherie Nowlan; Road to Nhill (1997), de Sue Brook; Fistful of Flies (1997), de Monica Pellizari; y Yo y mi otro yo (Me Myself I, 1999), de Pip Karmel.
En ese ecléctico y desparejo grupo de films, que tienden a subvertir sutilmente la heterosexualidad convencional y a burlarse de las imágenes clásicas de la masculinidad australiana, se puede integrar la película de esta semana: Love Serenade (1996), de Shirley Barrett, que en Argentina no pasó por los cines y se editó directamente en video unos años más tarde como Serenata de amor. Se trata de una comedia muy divertida e ingeniosa, que conduce con mucha delicadeza a sus personajes entre la caricatura y la amorosa compresión y que, además, cuenta con un soundtrack insuperable. En su momento ganó la Cámara de Oro en el Festival de Cannes a la mejor ópera prima, y las críticas en general fueron muy elogiosas. Pero por motivos que no tengo del todo claros -acaso porque se la promocionó como una comedia romántica tradicional, nada más alejado- con el tiempo quedó bastante olvidada. A tal punto que no existían subtítulos en castellano para la película: los tuve que confeccionar especialmente para la ocasión. Creo que el esfuerzo bien valió la pena.
SERENATA DE AMOR
Título original: Love Serenade
Directora: Shirley Barrett
Protagonistas: Miranda Otto, Rebecca Frith, George Shevtsov, John Alansu
País: Australia
Idioma: inglés
Años: 1996
Duración: 101 minutos
Para leer después de ver la película
¿Qué es Serenata de amor? ¿Una comedia romántica deforme sobre personas raras, por momentos algo torpes pero entrañables? ¿Un drama en torno a la soledad? ¿Una fábula acerca del descubrimiento sexual de una joven? ¿Alguna especie de emancipación feminista? Acaso sea todo eso junto, un poco revuelto, con Shirley Barrett guiando con cariño y muñeca maestra a sus personajes por el estrecho sendero que queda entre una torpeza simpática y la caricatura pura y dura. La directora ratificaría su talento para manipular cuidadosamente a sus extrañas criaturas en Walk the Talk (2000), su muy interesante siguiente película, que ofrece una mirada incluso más incómoda en su oscura sensibilidad y que, por supuesto, fue un fracaso absoluto.
Cuando ya pasaron veinte minutos de Serenata de amor y todavía no sabemos muy bien cómo atajar eso que está pasando en la pantalla, Ken Sherry dispara frente al micrófono: “Paren el mundo, me quiero bajar”. Y esa frase -que poco antes leímos en el póster, en una de las paredes del estudio de radio, de un chimpancé jugando al tenis: entre otras cosas Ken es un chamuyero bastante chantún- de alguna manera nos serena, nos invita a desacelerar nuestra ansiedad racionalista para dejarnos llevar por una comedia atípica cuya progresión estará moldeada por la cadencia inigualable del mismísimo Barry White.
Algunos críticos etiquetaron a Serenata de amor como un musical, aunque sería más correcto definirla como una película con canciones. Es curioso el papel que juega la música. La abundancia de canciones en parte se justifica por el programa de radio de Ken Sherry, y las letras a la vez tienen una función comentativa en el relato. Pero al tratarse de baladas románticas muy famosas, son ellas las que nos anclan en una cierta sensación de “realidad” y compensan la desorientación que por momentos genera la ficción. La música es nuestra tierra conocida en ese pequeño y alejado pueblito rural con personajes de fábula que paulatinamente se va corriendo hacia lo maravilloso. Tampoco son todas tontas canciones de amor. Muchas son abiertas demandas de intimidad y sensualidad (“I want to feel no clothes”), otras son promesas de eternidad (“Never never gonna give you up”) que presionan la subjetividad de las dos hermanas, cada una apremiada a su modo por concretar los mandatos sociales del debut sexual y el matrimonio.
Ken Sherry (George Shevtsov) es una gran creación cinematográfica. Todo en él remite al pasado: el destartalado coche que maneja (un Mazda RX-7 modelo 82), la música que escucha y pasa en la radio, su aspecto y forma de vestir, su discurso New age setentoso con el poema Desiderata como punta de lanza. Alguna vez tuvo cierto éxito en la gran ciudad pero los avatares de su vida -de su vida amorosa, probablemente- lo obligaron a trasladarse al interior polvoriento de Australia, a uno de esos pueblitos chatos donde se supone que nunca pasa nada. Es una especie de tritón, el reverso masculino de las sirenas de la mitología griega, que intenta atraer no con la dulzura de su canto sino con su melosa voz de relajado broadcaster. Y puede ser tan o más peligroso que aquellas hermosas mujeres con cola de pez.
Vicki-Ann (Rebecca Frith) lo conocía y quizás podría haberse fascinado con su voz de locutor, con su discurso sereno y entrador, con sus floridas paparruchadas, pero la directora no lo introduce desde ese lugar para el espectador. Nunca podemos dejar de ver a un extravagante larguirucho con pretensiones de seductor cuyo rostro esquivo recuerda a algún héroe de Aki Kaurismäki, aunque sin la ternura del finlandés. No hay nada sexy en él, y sin embargo se convierte en el objeto de deseo de las mujeres. Es un varón, claro. Es la otra especie, que en esta historia se confirmará al final como otredad radical, zoológica incluso. Él es un enigma, es cierto, aunque me parece que la película está principalmente interesada en un enigma más indescifrable aún: la imaginación romántica y sexual de las mujeres, verdadera tierra incógnita que nunca deja de expandirse.
Vicki-Ann y su hermana Dimity le entregan todo a Ken: comida, amor, sus cuerpos. Él tan solo quiere solazarse en su masculinidad con un poco de compañía y descarga física. Gran personaje también Dimity, interpretado con incómoda inocencia por Miranda Otto. La escena del striptease es un prodigio, lo opuesto a cualquier convención voyeurista. “¿Te sientes solo alguna vez?”, pregunta Dimity. “¿Solo? Por supuesto”, responde Ken. “¿Quieres que te ayude con tu soledad?”, propone la chica, y comienza a quitarse torpemente la ropa, con una mezcla de timidez y excitación. "Se siente tan bien", recita excitado Barry White, con su inconfundible y aquí irónica gravedad.
Como escribió Marcela Gamberini en su crítica de la película para la revista El Amante (enero de 1999), “lo que más conmueve no es la historia que cuenta Serenata de amor; los que realmente emocionan son los personajes, tan cercanos, tan cotidianos, tan ingenuos, tan caricaturescos (...) Personajes que son llevados de la mano por Shirley Barrett sin caer en sensiblerías, medias tintas o psicologías baratas de culpa y redención. Personajes que se mueven constantemente y, sin embargo, revelan cierta inmovilidad eterna. Nunca saldrán de las fronteras del pueblo, más allá de las vías del tren por un lado y del margen del río por el otro. Ese es su destino. Esa es su dignidad”.
Acaso lo único que buscaban las hermanas era que alguien les entregara con honestidad alguna tonta canción de amor. Como canta Paul McCartney en “Silly Love Songs”:
Uno pensaría que la gente ya está harta de las tontas canciones de amor
Miro a mi alrededor y veo que no es así
Algunas personas quieren llenar el mundo con tontas canciones de amor
¿Y qué hay de malo en ello?
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube de este newsletter podés ver el tráiler original de Serenata de amor, que subtitulé al castellano. Suelo compartir los tráileres de la película de cada semana siempre que sea posible por dos motivos. Primero, porque me resultan atractivos, sobre todo cuando no son del todo convencionales; y en segundo lugar, para que cumplan su función original: ofrecer un tentador adelanto del film que te deje con ganas de verlo.
- En Spotify podés escuchar el hermoso soundtrack de la película, que incluye canciones de Barry White, Dionne Warwick y Glen Campbell, entre otros, y la versión del poema Desiderata, de Max Ehrmann, que el locutor y presentador televisivo Les Crane grabó en 1971.
- Serenata de amor la descubrí gracias a la recomendación de un usuario de Twitter. Me podés seguir allí, en Facebook o en Instagram para sugerir películas, temáticas, géneros o cinematografías que te gustaría encontrar en futuras entregas de Cinematófilos.
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