PUBLICADO ORIGINALMENTE EL 02 DE ABRIL DE 2022
Esta semana en Cinematófilos, Sidney Lumet nos lleva de paseo por la diversidad de Nueva York. Te recomiendo que descargues la película en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
En su muy influyente libro The American Cinema, publicado en 1968, el crítico Andrew Sarris mandó a Sidney Lumet al fondo de la olla de la historia del cine estadounidense y lo amontonó en la categoría “seriedad forzada”. “En sus mejores momentos -escribió- el modo de dirigir de Lumet es un vehículo eficiente pero agradablemente impersonal”. No deja de ser curioso que la opinión de Sarris, esgrimida cuando Lumet apenas había dirigido 13 de sus 43 largometrajes de ficción, aún perdure en buena parte de la crítica. Se lo suele ver como un realizador sin estilo propio, con frecuencia recostado en códigos narrativos televisivos, teatrales o literarios, que sólo puede ser tan bueno como el material con el que está trabajando. En esta entrega de Cinematófilos trataré de discutir esa idea y plantear una muy distinta: Lumet es uno de los grandes directores estadounidenses de la segunda mitad del siglo pasado. Y además veremos su película más hermosa, que lo muestra como un tipo con una sensibilidad y un sentido del humor muy lejano a aquella supuesta “seriedad forzada”.
Sidney Arthur Lumet (1924-2011) nació en Philadelphia pero se crio en el Lower East Side de Manhattan. Su cine, como el de Woody Allen, Martin Scorsese o Spike Lee, está indisolublemente asociado a la ciudad de Nueva York, escenario y corazón de la mayoría de sus películas. Hijo de actores, dio sus primeros pasos en el teatro ídish y luego participó en algunas obras de Broadway. Al volver de la Segunda Guerra Mundial (estuvo asignado en Asia como técnico en radares) ingresó al Actors Studio y poco después comenzó a dirigir teatro.
En los 50 entró al mundo de la televisión, que vivía su primera época dorada. Allí aprendió a trabajar rápido y de modo eficiente. Dirigió centenares de capítulos de series o programas especiales que en general se realizaban en vivo, como los ciclos unitarios Danger (1950-55) y You Are There (1953-57). Fue un enorme aprendizaje. “Cuando trabajás en dos programas de TV semanales a la vez, tenés ocho shows en la cabeza al mismo tiempo. Uno es el que estás filmando en ese momento. Mientras tanto, también estás trabajando en el guión de un show que saldrá al aire en tres semanas; en los decorados y el vestuario de algo que se emitirá en dos semanas; y en el casting del show de la semana próxima. Todo ese proceso me dio un sentido de la organización que aún mantengo”, contó en una entrevista en 1999. Esta experiencia, sumada a sus profundos conocimientos técnicos sobre casi todos los aspectos del cine, le permitieron filmar su notable ópera prima, 12 hombres en pugna (12 Angry Men, 1957), en menos de tres semanas.
Sarris tomó en su libro la teoría del autor que habían planteado unos años antes los críticos franceses de Cahiers du Cinéma y la aplicó al cine estadounidense. Otra crítica muy influyente de esos años, Pauline Kael, ponderaba en cambio la idea del cine como una esfuerzo colaborativo. Pero de todos modos también fue muy dura con Lumet desde las páginas de The New Yorker. Lo acusaba de ser un técnico eficiente pero mecánico, cuyo background televisivo le impedía revelarse para mostrar algo propio en sus películas. En ese momento Lumet era conocido, en buena medida, por sus adaptaciones de obras de grandes dramaturgos: Tennessee Williams en El hombre de la piel de víbora (The Fugitive Kind, 1960), Arthur Miller en Panorama desde el puente (A View From the Bridge, 1962), Eugene O’Neill en Viaje de un largo día hacia la noche (Long Day’s Journey Into Night, 1962) y Antón Chéjov en La gaviota (The Sea Gull, 1968). En esa época muchos lo asociaban a otros directores de ideas progresistas pero escaso vuelo estilístico, como Stanley Kramer.
Algunos críticos e investigadores que pretendieron revaluar la figura de Lumet no apelaron a los mejores argumentos. Frank R. Cunningham, por ejemplo, escribió en su libro Sidney Lumet - Film and Literary Vision (1991): “Aunque trabaja por debajo del nivel artístico de Kurosawa o Bergman, que suelen crear las bases escritas de sus películas, Lumet tiene una importancia crucial para una cultura cada vez más decadente al ser un director destacado que con frecuencia traslada la literatura, o le infunde seriedad literaria, al arte cinematográfico”. Este delirante argumento podría interpretarse así: como ya nadie lee libros o va al teatro, es bueno que alguien haga películas basadas en ellos. Un disparate.
Pero más allá de las recurrentes fuentes teatrales, en los 60 el cine de Lumet ya estaba empezando a demostrar -y lo confirmaría a partir de los años 70- que tenía ideas propias. Sorprende saber, por ejemplo, que asumió sobre la hora la dirección de El prestamista (The Pawnbroker, 1964), una de las mejores películas de su primera etapa. Fue contratado luego del despido de Arthur Hiller, con el elenco ya elegido y el rodaje programado. Algo similar pasó con Serpico (1973): Lumet se hizo cargo luego de la renuncia de John G. Avildsen, y en apenas unos días reorganizó todo el rodaje (que incluía 107 roles con diálogos y 104 locaciones diferentes), lo resolvió en 51 días y no superó el presupuesto previsto. Por los temas, por la forma de filmar Nueva York, por las decisiones de puesta en escena (la mitad de El prestamista, por ejemplo, transcurre dentro de la tienda de empeños del protagonista, y no hay dos planos iguales), ambas películas son indiscutiblemente lumetianas. Es decir, le puso su sello a dos proyectos ajenos con los que se comprometió sobre la marcha.
Lumet partió de novelas o libros de no ficción que hoy nadie recuerda y las transformó en films inolvidables, como El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), quizás su obra maestra, o Será justicia (The Verdict, 1982). Aunque no pertenece a la generación del New Hollywood, filmó algunas de las películas claves de los 70 como Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) y Poder que mata (Network, 1976). En los años 80, cuando las libertades creativas de la década anterior ya habían sido enterradas y el mainstream estaba copado por producciones aniñadas aptas para todo público, Lumet hizo algunas de sus mejores películas, en general a contrapelo de las tendencias de la industria. Como las políticamente comprometidas Daniel, el último testigo (Daniel, 1983) o Al filo del vacío (Running on Empty, 1988), que además son conmovedoras. O A la mañana siguiente (The Morning After, 1986), la única que filmó en Los Ángeles, un thriller muy sólido y uno de los mejores ejemplos de Lumet como un maestro de la puesta en escena (no se me ocurre otro director que filme interiores con tanto ingenio). Cerró su carrera a los 83 años con una película que parece dirigida por un veinteañero: Antes que el diablo sepa que estás muerto (Before the Devil Knows You're Dead, 2007), un buen policial que fue muy elogiado. Casi nadie menciona, en cambio, dos películas extraordinarias que hizo poco antes: Critical Care (1997), lúcida crítica al sistema de salud, y la genial Find Me Guilty (2006), que prolonga de manera divertida e irreverente su permanente preocupación por la institución judicial.
Es innegable que su filmografía incluye algunos bodrios irredimibles -aunque coherentes en su curiosidad por la diversidad neoyorkina- como Un extraño entre nosotros (A Stranger Among Us, 1992) o Gloria (1999), algunas producciones fallidas como El grupo (The Group, 1966) o películas muy menores como Juegos violentos (Child's Play, 1972) o Tan culpable como el pecado (Guilty as Sin, 1993). Es cierto también que buena parte de su obra tiene cierta tendencia a la seriedad, aunque no se pueden obviar films deliberadamente livianos y efectivos como Crimen en el Expreso Oriente (Murder on the Orient Express, 1974), Trampa mortal (Deathtrap, 1982) o Negocios de familia (Family Business, 1989). Pero con todos los matices que puedan encontrarse su filmografía es más consistente, con más puntos altos, que la de la mayoría de sus contemporáneos. Y en general sus películas soportaron muy bien el paso del tiempo y se ven mejor hoy que en el momento de su estreno, como ocurre con la disparatada y autoconsciente solemnidad de Límite de seguridad (Fail Safe, 1964).
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Sí hay, en cambio, cierto consenso en destacar a Lumet como un gran director de actores. Se suele subrayar que figuras reconocidas como Henry Fonda, Katharine Hepburn, Jason Robards, James Mason, Al Pacino, Paul Newman o Jane Fonda lograron algunos de sus mejores trabajos bajo sus órdenes. Igual de cierto es que Lumet consiguió actuaciones notables de intérpretes que recién estaban empezando o que jamás volvieron a lograr algo similar: Rod Steiger en El prestamista, Peter Firth en Equus (1977), Treat Williams en El príncipe de la ciudad, Christopher Reeve en Trampa mortal, Denzel Washington en El precio del poder (Power, 1986), River Phoenix en Al filo del vacío, James Gandolfini en El lado oscuro de la justicia (Night Falls on Manhattan, 1996), Vin Diesel en Find Me Guilty. Lumet fue uno de los primeros en confiar en Sean Connery por fuera del personaje de James Bond en películas como la notable La colina de la deshonra (The Hill, 1965) o las fallidas pero interesantes El gran golpe (The Anderson Tapes, 1971) o Hasta los dioses se equivocan (The Offence, 1973).
Quizás Lumet no sea un auteur sino un dotado artesano que filmó demasiado. Alguna vez admitió, por ejemplo, que decidió hacer alguna película para no quedarse en su casa. Él mismo rechazaba la idea del director de cine como un autor. Lo planteó en su fascinante y didáctico libro Making Movies (1995), editado en castellano por Rialp como Así se hacen las películas: “A finales de los cincuenta, paseando por los Campos Elíseos, vi un anuncio de neón en un cine: Douze Hommes en Colère - un Film de Sidney Lumet. 12 hombres en pugna estaba ya en su segundo año. Por suerte para mi salud mental y mi carrera, nunca creí que fuera un film de Sidney Lumet. No quiero ser malinterpretado. No se trata de falsa modestia. Yo soy el tipo que dice ‘ésta vale’, lo cual determina lo que se verá en la pantalla [...] Pero, ¿hasta qué punto me ocupo yo de la película? ¿Es un film de Sidney Lumet? Dependo del clima, del presupuesto, de lo que la actriz principal tenga de desayuno, de quién esté enamorado el actor principal. Dependo de talentos e idiosincrasias, de estados de ánimo y egos, de las políticas y las personalidades de más de un centenar de personas”.
Pero no tengo dudas de que existe un “estilo Lumet”, una serie de continuidades temáticas y formales que atraviesan buena parte de su obra. El crítico Jonathan Rosembaun lo resumió muy bien en su análisis de -la excelente, agrego yo- Preguntas sin respuestas (Q&A, 1990): “La angustia de un liberal por la corrupción que impregna los sistemas legales y judiciales del país (y la corrupción policial en particular en Serpico y El príncipe de la ciudad); un sentido maniqueo y casi trágico de las estructuras de poder malignas y de los idealistas derrotados; un ojo y un oído cálidos, observadores y a menudo humorísticos para la diversidad étnica, racial y sexual de Nueva York; y una curiosidad continua por la forma en que esta diversidad afecta e influye en la forma de gestionar la ciudad. Algo de esto puede seguir calificándose en ocasiones de ‘seriedad forzada’, pero al menos es una forma de seriedad forzada que es distintivamente lumetiana”.
Esta semana veremos una de las películas más injustamente olvidadas de la filmografía de Lumet, que en su momento fue ninguneada por la crítica e ignorada por el público: Garbo Talks (1984). En Argentina se estrenó en cines con el extravagante título de El capricho de Estela, y en los 90 se la solía emitir en la televisión por cable como El sueño de mi mamá. Decido quedarme, entonces, con el que le pusieron a fines de los 80, cuando el sello AVH la editó en video: el literal Garbo habla.
GARBO HABLA
Título original: Garbo Talks
Director: Sidney Lumet
Protagonistas: Anne Bancroft, Ron Silver, Carrie Fisher, Catherine Hicks, Dorothy Loudon, Harvey Fierstein, Howard Da Silva, Hermione Gingold
País: Estados Unidos
Idioma: inglés
Años: 1984
Duración: 104 minutos
Para leer después de ver la película
Greta Garbo fue una de las más grandes estrellas del Hollywood clásico. Brilló entre mediados de los años 20 y finales de los 30, es decir entre la última etapa del cine mudo y la primera del sonoro. Pero en 1941, a los 35 años, decidió abruptamente dejar la actuación, mudarse a Nueva York y retirarse de la vida pública, actitud que sostuvo hasta su muerte, en 1990. Poco se supo de ella durante esas cinco décadas: no hizo apariciones públicas, no concedió entrevistas, rechazó todas las ofertas que recibió para volver al cine.
“La Garbo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturbaba enormemente a las multitudes, cuando uno se perdía literalmente en una imagen humana como dentro de un filtro, cuando el rostro constituía una suerte de estado absoluto de la carne que no se podía alcanzar ni abandonar”, escribió Roland Barthes en 1957. Ese rostro mágico permanece aún hoy inalterado, jamás tocado por el paso del tiempo: el celuloide lo preserva intacto luego del retiro de la actriz. Como planteó Barthes, “cuántas actrices han consentido en dejar ver a la multitud la inquietante madurez de su belleza. Ella no: no era posible que la esencia se degradara, hacía falta que su rostro no tuviera jamás otra realidad que la de su perfección intelectual, más aún que plástica”. La película de Sidney Lumet respeta esa decisión.
En febrero de 1975, durante un viaje a California, Garbo se enteró -antes de que la noticia irrumpiera en los medios- de que la actriz Susan Hayward, que siempre había querido conocerla, estaba internada por un cáncer cerebral terminal. Garbo fue a visitarla en secreto al hospital y pasó varias horas junto a ella. Hayward finalmente murió el 14 de marzo, a los 57 años. Algunas fuentes -entre ellas el libro Greta Garbo - Divine Star (2012), de David Bret- sugieren que el guionista Larry Grusin se inspiró en esta historia para escribir Garbo habla.
Pero el film de Lumet no gira en torno a Garbo sino alrededor de Nueva York y su gente, siempre en búsqueda de algo que les permita vivir mejor. En el centro está la excéntrica Estelle Rolfe (Anne Bancroft), una mujer radical, luchadora, adorable. Una mujer que se adueñó de su destino y que está llena de deseos. Pero la proximidad de la muerte la obliga a elegir sólo uno: conocer a Greta Garbo. Bancroft aparece relativamente poco tiempo en pantalla, pero sin embargo su entrañable actuación (una de las mejores de su ilustre carrera) hace que esté presente todo el tiempo, incluso cuando no la vemos.
A partir de esta premisa sencilla Lumet hace lo que mejor sabe: recorrer Nueva York y retratar su diversidad. Se suceden entonces una serie hermosos personajes secundarios construidos con sensibilidad y empatía. “Aún hay sitio para los ricos en Nueva York”, dice alguien en un momento. Pero la mirada y la simpatía del director, como en casi todo su cine, está puesta en otro lado: los laburantes, los desposeídos, los que no tienen el poder. En aquellos tiempos conservadores de Ronald Reagan -cuya imagen se deja ver, no casualmente, en la portada de un libro en una librería- Lumet decide poner en el centro a una mujer con ideas de izquierda, agitadora, que no se queda quieta. Una mujer que mientras está internada lee un libro titulado “Los frutos de nuestro trabajo: trabajadores estadounidenses y soviéticos hablan de cómo ganarse la vida” (Fruits of Our Labor: U.S. and Soviet Workers Talk About Making a Living, de Kathy Kahn) y luego se preocupa por las condiciones laborales de su enfermera y la insta a hacer algo para cambiarlas.
Gilbert (Ron Silver) comienza a recorrer la ciudad en búsqueda de Garbo, una empresa que parece imposible. Pero también sale en una indagación personal. “Todos estamos buscando algo”, le dice en un momento Bernie (Harvey Fierstein), personaje bello y melancólico, un gay que viaja en el ferry a Fire Island, conocido lugar de encuentro de la comunidad LGBT neoyorkina en los 70 y 80. Él no pretende encontrar sexo sino compañía. Está solo, como la mayoría de los personajes con los que Gilbert se cruzará a lo largo de su viaje. Como Angelo Dokakis (el veterano Howard Da Silva, en su última aparición en el cine), el paparazzi que está cansado de perseguir celebridades. O Jane Mortimer (Catherine Hicks), la oficinista que sueña con convertirse en actriz.
En su intento por cumplir con el deseo materno, Gilbert se ve obligado a abandonar la amarga seguridad de su cotidianidad y enfrentarse a las sorpresas y oportunidades de la vida. Renuncia a su trabajo y a su matrimonio, y al final consigue contactar a la elusiva estrella. Entonces Lumet, maestro de la puesta en escena, nos ofrece uno de los momentos más genuinamente emotivos de su filmografía: el encuentro de Estelle y Garbo en la sala del hospital. Se podría haber resuelto de mil maneras diferentes esa escena, pero el director decide hacerse invisible y rendirse con ese lento movimiento de cámara ante al conmovedor talento de Bancroft, que ofrece aquí un virtuosismo que podría compararse con el violín de Paganini o la trompeta de Dizzy Gillespie.
En el momento de su estreno algunos críticos cuestionaron a la película porque, argumentaron, propone una premisa que luego no cumple. Acaso el más rabioso haya sido Roger Ebert, tanto en su programa de TV como desde las páginas del Chicago Sun-Times. “La película termina luego de que Garbo llega al hospital”, escribió. “Deténgase un momento e imagine. ¿Qué le gustaría que ocurriera? ¿Le gustaría que Garbo hablara con la moribunda? ¿Le gustaría que ofreciera el tipo de ternura y simpatía misteriosa e inquietante que proyectaba en sus películas? ¿Le gustaría que hiciera la vida de la moribunda más interesante, revelando los secretos de sus últimos 43 años que vivió fuera del ojo público? Si es así, me temo que se llevará una gran decepción”, agregó.
Lo que Ebert reclamaba era otra película. Si la auténtica Greta Garbo hubiera aparecido sobre el final -es decir, si hubiera decidido abandonar décadas de ostracismo para volver al cine- Garbo habla no sería lo que es sino otra cosa: la reaparición de una estrella. Como escribió Román Ganuza en un precioso texto para el sitio Bulevar Cultura: “Si Greta Garbo fue la diosa de su propia religión, Sidney Lumet, con esta idea, bien podría ser un profeta. En 1990, seis años después del estreno de Garbo Talks, ella muere en New York de un síndrome renal. La forma elegida por el director para cerrar la película es fina y cuidadosa. Preserva la humanidad y la divinidad de Greta Garbo. Es justa y reparadora, atiende el registro escueto que la propia estrella ofreció desde el ostracismo. La sugiere como una señal o un fantasma visible. Garbo Talks, tierna humorada, honra las dos desmesuras de aquella mujer: su seducción poderosa y su arrogante silencio. El cine urde estas permanencias vulnerables, ese es su métier”.
Si tenés ganas de algo más…
- Subtitulé y subí al canal de YouTube del newsletter una entrevista televisiva que ofreció Sidney Lumet en 1993. Es interesante porque la excusa para la charla fue la entrega de un premio a la trayectoria, por lo que no fue a promocionar una nueva película. Entonces habló de cuestiones generales, como el proceso creativo, la evolución de su estilo o su forma de trabajar con los actores. Durante la presentación el entrevistador, Charlie Rose, comete un error no tan pequeño: asegura que Lumet ganó seis Oscar y estuvo nominado a otros 46. Pero el director, como muchos otros grandes de Hollywood, jamás recibió una estatuilla competitiva. Recién en 2005 le entregaron un Oscar a la trayectoria. Los subtítulos del video de la entrevista los activás en el ícono del engranaje, también conocido como “la ruedita”, abajo a la derecha.
- Los créditos iniciales de Garbo habla, que presentan con amabilidad y belleza al personaje de Anne Bancroft, fueron una creación de Tissa David, una de las mujeres pioneras de la animación estadounidense. Aquí podés leer un muy interesante artículo -en inglés- que cuenta cómo fue ese proceso creativo.
- Jenny Lumet, la hija menor de Sidney, fue la autora del guión de El casamiento de Raquel (Rachel Getting Married, 2008), que dirigió Jonathan Demme. Jenny se inspiró en algunas cuestiones de la historia de su propia familia, que incluye a su bisabuela materna, la cantante y actriz Lena Horne. Según cuenta el libro Sidney Lumet - A Life (2019), de Maura Spiegel, Demme intentó convencer sin suerte a su amigo Sidney para que interpretara el papel del padre de Anne Hathaway, la protagonista.
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