#122 - ¿Sobran las palabras?
Una hermosa comedia, irreprochable ejercicio estético y ético.
Esta semana en Cinematófilos, el cine sonoro que elige prescindir de diálogos. Más abajo vas a encontrar el link para acceder a la película. Te recomiendo que la descargues en tu computadora para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Con la aparición del sonido, a fines de la década del 20, el cine aprendió a hablar. Pero también, y acaso más importante, descubrió los silencios. Las películas mudas eran, paradójicamente, muy ruidosas: en los comienzos había relatores en las salas que narraban los acontecimientos a viva voz, y luego músicos que, en directo, ejecutaban alguna partitura acorde a las imágenes. El primitivo sistema Vitaphone que utilizó la Warnes Bros. para El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927) -película clave de la transición hacia el sonoro- y las mejoras técnicas subsiguientes permitieron a los cineastas trabajar no sólo con la palabra hablada, sino también con los efectos de sonido y con el mutismo. En los primeros años de la década del 30, las talkies ya habían demostrado que no eran una moda pasajera y estaban impuestas como el estándar en casi todo el mundo. Algunos realizadores, sin embargo, se atrevieron a experimentar con el silencio y, en algunos casos, ir más lejos: directamente prescindir de los diálogos. Algo así como un cine silente posterior al cine silente.
“Lo que no había en el cine mudo era ni más ni menos que la posibilidad de asistir a esa experiencia fundante de todo reclamo sonoro en el mundo de lo humano, que es precisamente la voz. Con sus singularidades, texturas y poder convocante, la voz de cada uno de los actores fue la gran ausente del universo perceptible del mudo”, describe Eduardo A. Russo en su Diccionario de cine (1998). El cine, de todos modos, ya era un lenguaje completo: imágenes, música y diálogos escritos (presentados a través de intertítulos) bastaban para contar historias extremadamente sofisticadas, como lo demuestran por ejemplo algunas obras maestras alemanas y soviéticas de los años 20.
Los espectadores abrazaron de inmediato la novedad del sonido, pero algunos artistas hicieron públicas sus dudas. “El cine sonoro es un arma de doble filo y es posible que se la use según la ley del menor esfuerzo, es decir, nada más que para satisfacer la curiosidad del público”, plantearon en un célebre manifiesto de 1928 los soviéticos Serguéi Eisenstein, Vsévolod Pudovkin y Grigori Alexándrov. Su principal temor era que condujera a una proliferación de “los dramas de elevada literatura y otros intentos de invasión del teatro en la pantalla”. Es conocida la aversión inicial de Charles Chaplin por la innovación, lo que lo llevó a hacer dos de las más famosas películas mudas de la historia en los años 30, cuando el sonido ya se había impuesto definitivamente: Luces de la ciudad (City Lights, 1931) y Tiempos modernos (Modern Times, 1936), esta última con algunas pocas voces esparcidas por ahí.
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Desde comienzos de la década del 30, los films que prescindieron -de modo absoluto o casi total- de diálogos hablados fueron vistos como una rareza. Pero hubo unos cuantos, bastantes más de lo que podría pensarse. Y no me refiero a obras experimentales, de vanguardia o documentales, sino a películas de ficción, con una narración lineal más o menos clásica y un montaje que privilegia la continuidad de las acciones. Dejo también afuera, por razones bastante obvias, a la animación.
En el cine sonoro sin diálogos hablados pueden encontrarse, en términos generales, tres tendencias. Una es la del absurdo: películas que no intentan justificar de modo “realista” la ausencia de palabras (o, en algunos casos, de sonidos inteligibles) por parte de sus personajes. Uno de los casos más famosos es el de Jacques Tati, que en Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1953) introdujo al torpe pero adorable personaje del título y demostró que la comedia visual, con diálogos escasos y circunstanciales, gozaba de excelente salud. Pero otros directores profundizaron esta idea.
La rumana Han robado una bomba (S-a furat o bombă, 1962), de Ion Popescu-Gopo, es una disparatada comedia rodada en plena paranoia nuclear: una bomba hurtada por un grupo de gánsteres cae accidentalmente en manos de un hombre que pasaba por ahí, que la traslada sin saberlo mientras sigue su rutina diaria. En la francesa Themroc (1973), de Claude Faraldo, Michel Piccoli interpreta a un trabajador fabril que, como una forma de rebeldía ante la sociedad moderna, se convierte en una especie de cavernícola urbano. En ambas, la ausencia de palabras entendibles (se balbucean cosas por ahí) tiene como objetivo, curiosamente, plantear ideas humanistas.
Otra tendencia de las películas sonoras sin diálogos es la del naturalismo: historias que, por su contexto, justifican de modo más o menos plausible que no se pronuncie palabra alguna. Es el caso de El ladrón (The Thief, 1952), de Russell Rouse, sobre un científico estadounidense (Ray Milland) que trabaja como espía para otro país. Extraño ejercicio del Hollywood clásico, el film explica su total mudez a partir de la soledad del protagonista, un hombre atrapado en un mundo sombrío y sospechoso, donde no se puede confiar en nada ni en nadie. En la misma línea, aunque con un estilo e intereses muy distintos, se inscribe El último combate (Le dernier combat, 1983), ópera prima del francés Luc Besson, que presenta un mundo posapocalíptico donde la humanidad perdió su capacidad de hablar. El cine de terror, que tiene al aislamiento (la imposibilidad de pedir ayuda) como uno de sus temas recurrentes, también puede ser un terreno fértil, como lo demuestra la australiana Night of Fear (1973), de Terry Bourke.
Un tercer grupo, quizás el más numeroso, está integrado por películas que establecen una deliberada intertextualidad (la relación efectiva entre dos textos fílmicos) con el cine mudo. Suelen referenciarse en sus formas y sus ritmos, y apelar a intertítulos para los diálogos. Es, por ejemplo, el caso de obras tan variadas como La última locura de Mel Brooks (Silent Movie, 1976), de Mel Brooks; la argentina La antena (2007), de Esteban Sapir; y la española Blancanieves (2012), de Pablo Berger, entre muchas otras. En este terreno se desarrolla también buena parte de la filmografía del canadiense Guy Maddin, que suele ubicarse en términos estéticos en el período de transición entre el cine silente y el sonoro, como en la genial Arcángel (Archangel, 1990).
La obra muda -o con escasos diálogos hablados- más famosa de las últimas décadas es El artista (The Artist, 2011), del francés Michel Hazanavicius, un gran éxito en todo el mundo que se llevó cinco premios Oscar. En octubre de 2011, luego de la proyección del film en el Festival de Cine de Nueva York, Hazanavicius contó que una de sus muchas influencias fue una pequeña película independiente que en ese momento permanecía muy olvidada, pero que desde entonces comenzó a ser rescatada. Se trata de Sidewalk Stories (1989), de Charles Lane, que hace un ejercicio estético y ético muy interesante: referenciarse en el pasado para hablar del presente. La veremos en su versión restaurada en 2013.
SIDEWALK STORIES
Director: Charles Lane
Protagonistas: Charles Lane, Nicole Alysia, Sandye Wilson
Países: Estados Unidos
Año: 1989
Duración: 101 minutos
Para leer después de ver la película
Sidewalk Stories comienza con imágenes de los alrededores de la esquina de las calles Wall Street y Nassau, en pleno distrito financiero de Manhattan, a metros de la Bolsa de Nueva York. En una fría mañana de invierno, gran cantidad de personas (la mayoría hombres bien vestidos, de traje y sobretodo, cargando un maletín) se mueven apuradas para llegar a sus trabajos. En un momento, dos varones que en esos años identificaríamos como yuppies (jóvenes y exitosos profesionales urbanos) se pelean disparatadamente por subir a un taxi.
Unos tres kilómetros hacia arriba, sobre la Sexta Avenida, en Greenwich Village, un viejo empuja un carrito en el que lleva todas sus pertenencias. En un travelling lateral extraordinario, la cámara lo sigue y nos va mostrando quiénes deambulan por esta otra parte de la ciudad: un hombre duerme en la vereda, tirado sobre unas frazadas; otro revuelve un tacho de basura; una mujer recoge botellas del suelo. Luego aparecen los artistas callejeros, que exhiben sus habilidades con la esperanza de conseguir alguna moneda: un malabarista, un mago, un ventrílocuo, un bailarín.
Del centro financiero del mundo a los marginados que sobreviven como pueden unas cuadras más allá, en estos primeros cinco minutos la película presenta de manera notable su tema y su geografía. “La naturaleza discretamente radical de Sidewalk Stories reside en la tensión dialéctica entre su enfoque formal caprichosamente nostálgico y su audaz representación de acuciantes problemas contemporáneos. Mientras que El artista estaba ambientada en el mundo fosilizado y seguro del cine mudo, hay algo genuinamente extraño en ver a Nueva York -una de las ciudades más famosas y bulliciosas del mundo- desprovista de sonido y color”, escribió Ashley Clark en la revista Film Comment. “Dentro de esta metrópolis monocromática, [el director Charles] Lane aborda la cuestión de la discriminación por motivos de raza, y con frecuencia llena el encuadre con mensajes políticos: una enorme pancarta, detrás de la fila de artistas callejeros, que pide la preservación de los muelles de Greenwich Village; o un póster de Keith Haring con un mensaje contra el apartheid, expuesto de forma destacada en el departamento del Upper West Side del interés amoroso del protagonista”, agregó.
La intertextualidad obvia aquí es el cine de Charles Chaplin, en general, y El pibe (The Kid, 1921), en particular. Charles Lane, director, guionista y protagonista de Sidewalk Stories, no es Chaplin, y lo tiene muy claro. Aunque pone en juego su particular apariencia -escasa estatura, ojos saltones, rostro expresivo- en algunos gags, no pretende imitar al genio británico: su humor es más discreto (sutilmente realzado por la precisa música de Marc Marder), menos dependiente de las habilidades físicas y el carisma. Algo similar ocurre con la nena, interpretada por la hija del director: su presencia tiende al naturalismo, muy lejos de la conmovedora performance de Jackie Coogan.
Como mostró Kevin Brownlow en su monumental documental Unknown Chaplin (1983), el autor de El gran dictador (The Great Dictator, 1940) trabajaba sus gags de forma obsesiva, invirtiendo cientos de metros de película en ensayos hasta alcanzar la forma perfecta que se ve en sus cortos y largometrajes. Por el contrario, Sidewalk Stories se filmó en dos semanas en las calles de Nueva York con apenas 200 mil dólares. No es una película improvisada, muchos menos hecha a las apuradas, pero tampoco busca la precisión milimétrica de Chaplin. Ofrece, de todos modos, momentos muy divertidos, como cuando la nena comienza a garabatear sobre el papel y un grupo de snobs neoyorquinos se amontonan para conseguir esas “obras de arte”. Esta escena dispara la subtrama de los secuestradores, que culmina con una persecución que remite levemente a Relámpago (Speedy, Ted Wilde, 1928), con Harold Lloyd.
El gran crítico estadounidense Jonathan Rosenbaum escribió en 2004 sobre Chaplin: “Que yo sepa, con la excepción discutible de Dickens, nadie más en la historia del arte nos ha mostrado con mayor detalle lo que significa ser pobre”. Nacido y criado en un complejo de viviendas sociales (los llamados projects) del Bronx, Lane comparte con Chaplin la dulzura, el encanto y una mirada cálida y comprensiva hacia los que menos tienen. Y la intención de mostrarnos lo que significa vivir en los márgenes, ignorado por la mayor parte de la sociedad. Un dato marginal, casi de color, confirma la indeleble actualidad de Sidewalk Stories. Buena parte de la historia se rodó en la esquina de la Sexta Avenida y la Calle 4, donde el protagonista dibuja sus retratos. Si hoy vas a buscar ese lugar en Google Maps, las imágenes de Street View, tomadas en septiembre de este año, muestran a una persona empujando un carrito en el que lleva todas sus pertenencias, como en el comienzo de la película.
Cerca del final, luego de llevar a la nena a la casa de su madre, el protagonista vuelve al edificio abandonado donde dormía, ahora demolido. Se sienta sobre los escombros y toma un ladrillo, como sopesándolo. ¿Cuánto cuesta este simple poliedro de seis caras rectangulares, este pedazo de arcilla cocida que los seres humanos fabrican desde hace miles de años? Para los acomodados transeúntes del comienzo, en el distrito financiero de Manhattan, el ladrillo puede ser apenas una inversión entre tantas. Para otros, como el protagonista de esta historia, es una necesidad. ¿Cuándo la casa propia dejó de ser un derecho para convertirse en un sueño?
La narración de Sidewalk Stories fluye con la placidez de las grandes comedias del cine silente, aunque su intensidad está más contenida. Pero es en el final cuando el dispositivo formal elegido -la ausencia de diálogos hablados e incluso de intertítulos- revela su irreprochable razón de ser. En la última escena, Lane les da voz a los que no la tienen para que digan, alto y claro, lo que la mayoría de nosotros nos negamos a oír cuando vamos caminando. ¿Sabés lo que significa vivir en la calle?
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube de Cinematófilos podés ver un tráiler de Sidewalk Stories, de cuando la película se reestrenó en salas en 2013.
- En 1989, Sidewalk Stories se exhibió en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, donde fue muy bien recibida, y poco después tuvo una distribución limitada en cine de Estados Unidos, con críticas elogiosas. La prensa y otras publicaciones, como el libro Screenplays of the African American Experience (1991), ubicaron a Charles Lane como uno de los directores negros importantes de esos años, a la par de Spike Lee o Julie Dash. En ese contexto, Touchstone Pictures, que pertenecía a Disney, le ofreció a Lane un sueldo de 600 mil dólares para filmar una proyecto que intentaba posicionar en Estados Unidos al comediante inglés Lenny Henry. El resultado fue True Identity (1991), sobre un negro que se hace pasar por blanco para escapar de la mafia, una comedia fallida pero interesante que probablemente hoy se vea mejor que en su momento (en Argentina se la conoció en VHS como Blanco… ¿o negro?). Fue un fracaso rotundo en la taquilla, y desde entonces Lane no volvió a dirigir un largometraje.
- Una ventaja de las películas sin diálogos: en general no necesitan subtítulos. Así que podés aprovechar y ver en YouTube El ladrón y Han robado una bomba.
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Maravillosa, hermosa, imprescindible. Un improbable "menage a trois" entre Chaplin, el neorralismo italiano y Cassavetes daría como resultado esta película. Charles Burnett aparece en los agradecimientos. "Killer of sheeps" otra imprescindible del cine independiente norteamericano. Saludos
Agrego un par de títulos muy interesantes al listado: Juha (1999), de Aki Kaurismäki, y Robot Dreams (2023), del ya mencionado Pablo Berger.