#110 - Y la cámara empezó a bailar
Las audacias visuales de Busby Berkeley en sus sorprendentes musicales.
Esta semana en Cinematófilos, los maravillosos musicales de Busby Berkeley. Más abajo vas a encontrar el link para acceder a la película. Te recomiendo que la descargues en tu computadora para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
Suele decirse que los musicales se aman o se odian, sin término medio. Que un espectador puede delirar viendo a Fred Astaire y Cyd Charisse danzar a la luz de la luna mientras sólo se oyen ronquidos en la butaca de al lado. Es que la convivencia entre dos registros -la narración convencional y los momentos cantados y bailados- ha sido una cuestión central a lo largo de la evolución del género. El artificio que se debe aceptar está altamente expuesto: los personajes de la ficción reaccionan ante una música de origen fantástico, que no tiene una fuente material dentro de la diégesis. No se cuestionan en el cine cosas tan increíbles, tan alejadas de este mundo como que Superman vuele o que Chewbacca pilotee el Halcón Milenario. Pero jamás se les perdonaría que comiencen a moverse al ritmo de una melodía que suena por arte de magia.
Yo deliré en la butaca del Malba, una fría noche de agosto hace 15 años, cuando vi por primera vez -en impecable 35 mm- Brindis al amor (The Band Wagon, 1953), de Vincente Minnelli, uno de los más grandes musicales hollywoodenses. En particular durante el romántico y refinado número “Dancing In The Dark”, ambientado en el Central Park. Así que esta entrega de Cinematófilos intentará evangelizar a los ateos, tratará de transmitir esa admiración por los musicales, con un recorrido por sus zigzagueantes primeros años en el cine estadounidense y muchos links a YouTube de momentos increíbles, que pueden servir de azuelo para empezar a explorar. Y luego me centraré en una figura que no sólo fue clave en el desarrollo del género, sino además uno de los grandes creadores de imágenes del Hollywood clásico, un hombre de imaginación salvaje e ilimitada, el primero que sacó a bailar a la cámara.
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El estreno de El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland), el 6 de octubre de 1927 en Nueva York, entusiasmó a algunos pero hizo dudar a muchos otros. La mayoría de los magnates de los grandes estudios reaccionaron con más pánico que asombro: temían que el clamor del público por la novedad del sonido excediera sus posibilidades técnicas y artísticas y pusiera en jaque sus balances bancarios. Muchos confiaban en que las “talkies” sólo fueran una moda pasajera. Pero cuando El loco cantor (The Singing Fool, Lloyd Bacon, 1928), otra producción de la Warner Bros. protagonizada por Al Jolson, recaudó 5,9 millones de dólares en todo el mundo (quince veces más de lo que había costado), se desató la locura. Hollywood se lanzó de lleno hacia el cine sonoro, y en menos de nueve meses más de 300 salas de Estados Unidos fueron equipadas con sistemas de sonido. Y qué mejor manera de aprovechar esta nueva dimensión audible de las películas que con gente bailando y cantando frente a la cámara.
Diversos talentos de Broadway (intérpretes y cantantes, pero también músicos, letristas, escenógrafos, coreógrafos) fueron convocados a la costa oeste para abastecer a la industria cinematográfica en las nuevas producciones “all talking, all singing, all dancing” (“totalmente habladas, totalmente cantadas, totalmente bailadas”), como se las promocionaba entonces. Entre enero de 1929 y junio de 1930 se estrenaron 128 largometrajes musicales, que en general oscilaban entre dos tendencias impuestas por éxitos de la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM).
La melodía de Broadway (The Broadway Melody, 1929), de Harry Beaumont, alentó la producción de musicales de backstage: historias que transcurren durante los preparativos y ensayos de una obra de teatro, entre bastidores, lo que asigna una excusa para que sus protagonistas canten y bailen. Su suceso, además, le otorgó cierto prestigio al género: fue la primera realización sonora en ganar el Oscar a mejor película. La otra tendencia la impuso La revista de Hollywood (The Hollywood Revue of 1929, 1929), de Charles Reisner, que como su título lo indica agrupaba una serie de números cómicos y musicales sin un hilo argumental (entre ellos la primera aparición en el cine de la canción “Singin’ in the Rain”, que dos décadas más tarde inmortalizarían Gene Kelly y Stanley Donen). Ambas incluían segmentos en Technicolor de dos colores, una técnica que se popularizó en esos años.
En aquellas películas, que hoy podrían considerarse musicales primitivos, la cámara no suele despegarse de la butaca; el punto de vista es similar al que tendría un espectador durante una función en un teatro. Se advierte un gran despliegue de recursos, con cantidad de bailarines y elaboradas coreografías, pero todo eso es filmado de modo estático. Hay que hurgar mucho en la enorme cantidad de títulos de esos años para hallar momentos distintivos, más cercanos a lo puramente cinematográfico, que presagian lo que comenzaría a pasar pocos años después.
El número “Turn on the Heat” de El sueño que viví (Sunnyside Up, David Butler, 1929) exhibe efectos especiales sorprendentes (el escenario pasa de un paisaje polar a uno tropical a medida que transcurre la canción), imposibles de recrear en las tablas de Broadway, pero los muestra como si ocurrieran sobre un escenario. La presentación de “Rhapsody in Blue”, de George Gershwin, en El rey del Jazz (King of Jazz, John Murray Anderson, 1930), tiene una puesta en escena ingeniosa pero algo tímida, que no parece animarse a abandonar del todo lo “teatral”. Broadway (1929), dirigida por el iconoclasta húngaro Pál Fejős, incluye espectaculares travellings desde las alturas de una grúa.
Lo más interesante del período fueron los musicales protagonizados por Maurice Chevalier y Jeanette MacDonald para la Paramount. Inscriptos en la tradición de la opereta europea, no buscaban excusas naturalistas para que sus personajes se expresaran a través de canciones, que no eran sólo decorativas sino parte central de la narrativa. Aparecieron juntos por primera vez en la hermosa El desfile del amor (The Love Parade, 1929), que dirigió Ernst Lubitsch, película que incluía una estupenda participación del cómico británico Lupino Lane, en especial en el número “Let's Be Common”.
Algunos investigadores -entre ellos Clive Hirschhorn en The Hollywood Musical (1986)- sostienen que el musical es el único género cinematográfico nuevo que nació con la aparición del sonido. Su nombre, sin embargo, fue aplicado luego, de modo retrospectivo. En las producciones de fines de los años 20 y comienzos de los 30, la palabra “musical” se usaba como adjetivo, junto a sustantivos tan diversos como comedia, melodrama, entretenimiento, romance o revista. Como explica Rick Altman en su libro Los géneros cinematográficos (1999), “resulta irónico que el uso del término ‘musical’ como etiqueta única para designar un género específico no fuese aceptada popularmente hasta la temporada 1930-31, cuando la predilección del público por los musicales cayó en picada”. El género aún estaba en pañales, pero ya parecía herido de muerte. La saturación de las salas con tantas coloridas fantasías hizo que el público perdiera interés, y la crisis de la Gran Depresión comenzó a golpear a la industria: la concurrencia a los cines cayó un 40 por ciento en 1930. Los estudios no sólo dejaron de producir musicales, sino que además le sacaron las canciones a los que ya estaban filmados y los estrenaron como películas narrativas convencionales.
Hubo dos movimientos, casi simultáneos, que salvaron al musical y comenzaron a dotarlo de una forma puramente cinematográfica. Volando hacia Río (Flying Down To Rio, 1933), de Thornton Freeland, estaba protagonizada por Dolores Del Río y Gene Raymond, pero otra pareja se llevó todas las miradas: Fred Astaire y Ginger Rogers. Sus movimientos al ritmo de la canción “Carioca” causaron sensación, y la RKO no tardó en volver a juntarlos. Pronto conformaron una de las parejas más icónicas del Hollywood clásico. La mayoría de sus encantadoras películas de los años 30 siguen un mismo patrón narrativo, donde lo musical es central. Astaire y Rogers se conocen de casualidad y se enamoran bailando, como en La alegre divorciada (The Gay Divorcee, Mark Sandrich, 1934). Luego alguna confusión los aleja momentáneamente para que más tarde, con otra coreografía, quede allanado el camino para la reconciliación, como en la maravillosa “Never Gonna Dance” de Ritmo loco (Swing Time, George Stevens, 1936). La cámara los sigue a cierta distancia, en general en planos secuencia, para que la destreza y la elegancia de los dos grandes bailarines se vea completa. Estas producciones también daban espacio para el lucimiento personal de Astaire en solitario, como el elegante tap de “Top Hat, White Tie and Tails” en Sombrero de copa (Top Hat, Sandrich, 1935) o el juego con los palos de golf en Baila conmigo (Carefree, Sandrich, 1938).
Astaire y Rogers marcaron el inicio del camino hacia lo que más tarde se conoció como “musical integrado”: películas donde la narrativa convencional y el canto y la danza van de la mano naturalmente, sin necesidad de excusas como el backstage y la revista de variedades. El otro movimiento que sacó al musical de su etapa primitiva tiene nombre propio: Busby Berkeley. Lo exploraré en la segunda parte de esta entrega, a partir del primer film que Berkeley dirigió en solitario: Vampiresas de 1935 (Gold Diggers of 1935, 1935), protagonizada por el siempre adorable Dick Powell y por Gloria Stuart en un rol relativamente temprano, seis décadas antes de convertirse en la anciana narradora de Titanic (James Cameron, 1997). Incluye dos de los números más creativos, sorprendentes y audaces que haya dado el musical hollywoodense en toda su historia.
VAMPIRESAS DE 1935
Título original: Gold Diggers of 1935
Director: Busby Berkeley
Protagonistas: Dick Powell, Dick Curtis, Adolphe Menjou, Gloria Stuart, Alice Brady, Hugh Herbert, Glenda Farrell
País: Estados Unidos
Idioma: inglés
Año: 1935
Duración: 95 minutos
Para leer después de ver la película
Se abre el telón del escenario y a lo lejos aparece el rostro de una mujer, bien al fondo, casi un punto blanco en la pantalla negra. Es Wini Shaw, que comienza a cantar una canción de cuna de Broadway sobre las chicas que trabajan de noche y duermen de día y los muchachos (el “papito” o “daddy”) que les regalan cosas. La cámara se va acercando lentamente hasta que Wini queda en primer plano. Gira la cabeza en un ángulo extraño y se coloca un cigarrillo en la boca, lo que imita una famosa fotografía de Man Ray de 1920. Su rostro se transforma en una vista aérea de Manhattan, y lo que sigue es una sinfonía urbana, casi a la Dziga Vértov. Suenan los despertadores y la ciudad se levanta para ir a trabajar. Pero Wini y su “papito” (Dick Powell) recién están volviendo de una noche de diversión.
El reloj avanza 12 horas a gran velocidad hasta marcar las 6.45 de la tarde. Wini se despierta para otra noche alocada. Su “daddy” la lleva al Club Royal. Un interminable movimiento de cámara revela que parecen ser los únicos comensales. Aparece una pareja de bailarines, a la que luego se les une una legión de hombres y mujeres. Se mueven vertiginosa, casi violentamente al ritmo del tap, una iconografía cercana al fascismo que envuelve en angustia a los dos protagonistas. Se los muestra desde todos los ángulos posibles, incluso desde abajo. Wini se suma al baile y va pasando de hombre en hombre. Intenta escapar pero la horda de bailarines la persigue. Es “the night of the living tappers”, como definió alguna vez John Waters, una referencia al título original de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, George Romero, 1968). La chica se refugia en un balcón, pero la multitud la termina empujando y cae desde lo alto. La imagen gira rápidamente, vuelve al reloj y nos muestra su habitación vacía. El gatito espera afuera que le sirvan la leche. Salimos de Manhattan para volver al rostro de Wini sobre el fondo negro. “Duerme bien, bebé”, canta el coro, y la letra adquiere ahora una connotación macabra.
El número “Lullaby of Broadway” de Vampiresas de 1935 es una de las creaciones sublimes de Busby Berkeley. “Uno de los grandes poemas fílmicos del cine estadounidense y una de sus denuncias más sucintas de la explotación de género y de clase”, analiza David E. James en su libro The Most Typical Avant-Garde: History and Geography of Minor Cinemas in Los Angeles (2005). Algunos sostienen que se trata de un cortometraje independiente, sin vínculo alguno con el resto de la película. Pero yo creo, siguiendo a James, que funciona por contraste. “Así como el espeluznante clímax del número cristaliza sus conflictos visuales y sociales internos, la unidad en su conjunto invierte la edulcorada resolución de la trama principal [de la película]. Las ironías internas, los bruscos cambios de ritmo, las elipsis temporales y las rupturas espaciales, los dobles sentidos auditivos y visuales, y la sugerencia sexual sostenida dramatizan una contradicción social, no menos devastadora por ser desesperadamente deseada: su sujeto es una chica trabajadora que, como tantos extras de Hollywood, es destruida por un hombre rico y ocioso”, plantea. Y agrega: “Superponiendo utopía y distopía, la secuencia es una pesadilla surrealista de conciencia de clase que refleja las realidades sociales de los años 30. También anticipa la vanguardia estadounidense de posguerra, en particular Redes en el atardecer (Meshes of the Afternoon, 1943), de Maya Deren y Alexander Hammid, película de trance suicida de la que, sin embargo, se borraría el conflicto de clases explícito”.
Se suele decir que el musical se estableció en los años 30 como el prototipo del cine como fantasía reparadora, que brindaba la posibilidad de un escape ante la dura realidad de los años de la Gran Depresión. Pero algunas de las más célebres creaciones de Berkeley (1895-1976) contradicen esa idea. Luego de trabajar como coreógrafo en Broadway en la década del 20, fue convocado por Samuel Goldwyn para crear números para el popular actor y cantante Eddie Cantor. En algunos momentos de Whoopee! (Thornton Freeland, 1930), la primera película en la que trabajó, ya se puede vislumbrar lo que vendría poco después: planos cenitales para mostrar caleidoscopios humanos y una cámara inquieta y movediza, capaz de pasar entre las piernas de las bailarinas.
Berkeley se convirtió en un autor cuando Darryl F. Zanuck lo convocó para trabajar en la Warner. Calle 42 (42nd Street, 1933), dirigida por Lloyd Bacon y con números diseñados por él, es un hito en la evolución del género. Cuando Dick Powell canta “Young and Healthy”, el punto de vista sufre un cambio radical: la cámara levanta vuelo y se disuelven la continuidad, los espacios y los cuerpos. Lo colectivo se impone a lo individual y los bailarines se fusionan para crear formas sorprendentes. Berkeley fue el primero en comprender la importancia de la cámara en el diseño de los números musicales. No sólo la sacó del proscenio sino que además transformó al escenario en una espacio infinito, mágico, donde las leyes de la física no parecen tener influencia. Allí desarrolló coreografías puramente cinematográficas. Calle 42 es un musical de backstage, pero no se parece en nada a La melodía de Broadway y los que lo siguieron. En el momento de su estreno, la revista Photoplay lo definió como “un musical con todas las de la ley”. El teatro filmado de los inicios quedó a años luz: lo que se ve sólo es posible gracias a la magia del cine.
En una entrevista con la televisión francesa en 1971, de las pocas que ofreció en su vida, Berkeley contó -con su estilo sencillo, alejado de toda pretensión de grandeza- de dónde surgieron sus ideas:
“Descubrí que la única forma de entretener al público era a través de ese único ojo de la cámara. La técnica era diferente en el teatro. Todo se hizo con la cámara de cine. Sabiendo que la cámara era ilimitada, y que yo me sentía ilimitado -así me sentía en aquella época-, hacía cosas que nunca se habían hecho antes, y se veían muy bien en la pantalla, y me llevaban de una idea a otra y de un número a otro y así sucesivamente, y de una imagen a otra”
Para Vampiresas de 1933 (Gold Diggers of 1933, Mervyn LeRoy, 1933) creó tres números inolvidables. “Pettin’ in the Park” incluye una secuencia surrealista en la que un inquietante bebé (el actor enano Billy Barty) escapa de su cochecito y espía a unas mujeres mientras se cambian. En “The Shadow Waltz” puso a bailar a medio centenar de chicas con violines de neón. Y la película cierra con el formidable “Remember My Forgotten Man”, una de las expresiones más oscuras que haya dado el musical en toda su historia, sobre el desempleo entre los veteranos de la Primera Guerra Mundial y el sufrimiento de sus esposas.
En Desfile de candilejas (Footlight Parade, Lloyd Bacon, 1933), James Cagney se lució mostrando su talento innato para el baile en “Shanghai Lil”, y Berkeley trasladó su imaginería a una piscina para “By a Waterfall”, donde creó una cascada humana. El segmento “I Only Have Eyes for You”, de Música y mujeres (Dames, Ray Enright, 1934), multiplicó a Ruby Keeler hasta el infinito. Berkeley sólo se encargaba diseñar y dirigir los números musicales (que siempre comienzan sobre un escenario en la ficción, ambientada en el mundo del espectáculo), y contaba con un nivel de autonomía y libertad infrecuentes para el rígido sistema de estudios de Hollywood. Muchas veces ni se preocupaba por asistir al rodaje del resto de la película. Pero de todos modos se puede hallar en su cine una relación entre ambas narrativas, la convencional y la musical.
“En la Gran Depresión, el trillado cliché de que todas las coristas buscan acaudalados sugar daddies adquirió un nuevo significado. Se convierte en otra forma de evasión: del hambre y la inseguridad para quienes sólo tenían su cuerpo para ofrecer. En estas películas, el mundo del espectáculo es más una forma de vender tu cuerpo que de exhibir tu talento: venderlo a un público voluble y anónimo, a showmen esclavistas o, en privado, a viejos millonarios lascivos pero sin sexo. Cada una de las películas [de Berkeley] se convirtió en un comentario sobre la Depresión”, analiza Morris Dickstein en su libro Dancing in the Dark - A Cultural History of the Great Depression (2009). “Si el mundo del espectáculo alimentó el lado salvaje y pervertido de la imaginación de Berkeley, también fue su metáfora de la Depresión. A su alocada manera, transmitía el apremio del éxito y el fracaso, la fama o el desastre. Para los esforzados productores en sus historias, el gran premio era un éxito. Para sus coristas, la recompensa también podía ser el matrimonio: escapar de las incertidumbres del propio mundo del espectáculo [...] La visión del éxito de Berkeley tenía muchas implicancias ambiguas, pero, como la mayoría del entretenimiento popular, ofrecía caminos para la realización del deseo que destacaban lo que el público no tenía y necesitaba urgentemente”, agrega Dickstein.

Vampiresas de 1935 fue la primera película que Berkeley dirigió en soledad. Se realizó cuando el Código Hays de censura cinematográfica ya estaba en funcionamiento, por lo que es menos zarpada que Vampiresas de 1933 o Desfile de candilejas. Pero creo que los tramos narrativos, con sus personajes adorablemente unidimensionales siempre corriendo detrás del dinero, funcionan mejor que en aquellas. Lo romántico y la comedia de enredos se conjugan mejor con lo musical. Berkeley dibuja en el comienzo un pequeño número con los trabajadores limpiando el hotel al ritmo de la melodía, y luego hace que los personajes de Powell y Stuart se conozcan cantando mientras andan de compras y se enamoren en un bote, bajo la luz de la luna, con la hermosa “The Words Are in My Heart”.
Con una reversión de esta última canción, creación de Harry Warren y Al Dubin (dos de los grandes letristas y compositores del cine de esos años), Berkeley pone luego a bailar a 56 pianos de cola en otra de sus creaciones supremas. Estos fastuosos y sorprendentes momentos suelen tener una estructura similar en casi todas sus películas: comienzan sobre el escenario, donde el chico y la chica de turno entonan a dúo alguna melodía romántica para celebrar su amor, y cuando esa canción concluye el número se libera de sus ataduras con la diégesis y comienza a volar, a veces literalmente. “La letra de la canción se sustituye por música orquestal que mantiene su melodía y estructura (con fragmentos ocasionales de la letra que se repiten como puntuación, normalmente cantados por voces femeninas), y la composición visual se orquesta con esta música. El interludio posterior, un sueño dentro de un sueño y condicionado únicamente por los recursos del cine, es una pura indulgencia sensual; la chica se transforma mediante procesos de generalización, abstracción y elaboración metafórica para crear una visión de la mujer como plenitud erótica ilimitada”, describe David E. James en The Most Typical Avant-Garde.
Busby Berkeley tuvo una vida difícil, según relata Jeffrey Spivak en la biografía Buzz - The Life and Art of Busby Berkeley (2011). Combatió en la Primera Guerra, era alcohólico, se casó seis veces, fue responsable de un accidente de tránsito en el que murieron dos personas y por el que fue juzgado tres veces (dos procesos nulos y una absolución en el tercero). Tuvo una relación muy conflictiva con su madre Gertrude, una gran dama del teatro que aparentemente lo maltrataba. Luego de su paso por la Warner trabajó intermitentemente para la MGM (entre otras cosas, como coreógrafo de los fantasías acuáticas de Esther Williams), donde nunca encontró libertad y tuvo varios problemas. Y dirigió para la 20th Century-Fox Entre la rubia y la morena (The Gang's All Here, 1943), con Carmen Miranda, un musical excesivo y delirante, imaginativo y desprejuiciado, que en su puesta final en Technicolor se adelanta dos décadas a la psicodelia de los años 60.
Luego de su momento de mayor éxito, la obra de Berkeley estuvo olvidada durante muchos años. Recién a mediados de los 60 algunos críticos e investigadores comenzaron a tomarlo de nuevo en serio, sobre todo a partir de que el coleccionista Raymond Rohauer organizara en Los Ángeles la primera muestra dedicada a sus creaciones. En enero de 1966, la revista francesa Cahiers du cinéma le dedicó un informe especial de 20 páginas titulado “La danza de las imágenes: un caleidoscopio de Busby Berkeley”. En un bello y lúcido texto, Jean-Louis Comolli escribió: “[Berkeley] no es un coreógrafo: las personas no bailan en sus películas, evolucionan, se desplazan, forman un círculo, el círculo se estrecha o se suelta, estalla hacia delante y vuelve a formarse. La unidad sintáctica de este ballet de imágenes no es el pas de deux, sino el pas de mille, la danza de los mil. Y se podría sospechar que Busby Berkeley utilizó el ballet como coartada para su loco frenesí -que, por desgracia, es único en la historia del cine- por mostrar el mayor número posible de chicas rubias vestidas uniformemente, de todas las formas posibles, en todas las situaciones y figuras posibles, con las piernas impecablemente alineadas, haciendo el amor en toda la gama de poses con una cámara impúdica que fuerza la imaginación hasta el punto de pasar, travelling mediante, bajo el arco de sus muslos estirados hasta el infinito, formando un túnel de ensueño donde era bueno, al menos una vez, que el cine se perdiera”.
Si tenés ganas de algo más…
- Subtitulé y publiqué en YouTube el tráiler original de Vampiresas de 1935. Es interesante cómo destaca el nombre de Busby Berkeley, incluso por encima de la mayoría del elenco.
- Vale la pena el breve documental A Study in Style (2006), que incluye testimonios de críticos, investigadores, coreógrafos y directores (entre ellos John Landis y John Waters) sobre la obra de Berkeley. Lo podés ver acá, en inglés (intenté subtitularlo, pero YouTube me bajó el video por problemas de copyright).
- La influencia de Berkeley se puede ver en muy diversas realizaciones, desde la secuencia onírica de El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel y Ethan Coen, 1998) hasta el show de Beyoncé en el entretiempo del Super Bowl de 2013. Videoclips de gran cantidad de artistas tomaron ideas de sus películas, pero quizás ninguno lo haya hecho mejor que Michel Gondry en el video de “Let Forever Be” (1999), de los Chemical Brothers.
- La revista Taipei publicó hace unos meses un texto de Ramiro Casasola Lago sobre el musical de Hollywood que recomiendo leer, porque puede ser complementario a esta entrega: se centra sobre todo en las obras de Stanley Donen y Bob Fosse, dos hombres muy importantes en la historia del género. Si, como yo, sos amante de los musicales, hacémelo saber en los comentarios. Podría seguir recorriendo su historia en una futura edición de Cinematófilos.
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Le huyo bastante a los musicales, pero en vos confío jaja. Realmente espectaculares los pianos y el lullaby, medio tediosa y desconectada la pelicula alrededor.
me pareció de unos momentos sublimes. perfectos.. muy adelantada a su época por la forma de ser filmada. . muy art deco. Muchas gracias ANDRES.