Esta semana en Cinematófilos, una breve historia cultural del VHS y los videoclubes. Más adelante vas a encontrar el link para ver la película, que estará activo durante una semana. Te recomiendo entonces que la descargues en tu PC para poder verla cuando quieras; si no sabés cómo hacerlo (es muy sencillo) podés revisar acá un tutorial al respecto.
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Para leer antes de ver la película
En 1977, el estadounidense George Atkinson tuvo una idea. Cuando se enteró de la comercialización en su país de máquinas que reproducían cintas magnéticas de video (el Betamax inventado por Sony y el VHS de JVC), pensó que no se trataba de alta tecnología sino de aparatos hogareños, lo suficientemente sencillos de operar como para que cualquiera pudiera usarlos. Desde hacía unos años, Atkinson se dedicaba a proveer películas en Súper 8 a hoteles y restaurantes, que las proyectaban como una forma de entretenimiento para sus clientes. Pero estos nuevos formatos magnéticos, imaginó, serían mucho más populares. Entonces compró una copia de cada una de las primeras 50 películas de la 20th Century-Fox que la editora Magnetic Video había lanzado en casete unos meses antes. No para venderlas, sino para alquilarlas. Así nació en diciembre de 1977, en un local ubicado sobre el bulevar Wilshire de Los Ángeles, The Video Station, el primer videoclub del mundo.
Atkinson, que murió en 2005, es considerado el padre fundador de los videoclubes en Estados Unidos. Redefinió la relación entre su producto y sus clientes: ofreció los videocasetes no como un objeto a la venta sino como una experiencia (la posibilidad de ver una película en casa) que se alquilaba. “El modelo de Atkinson acabó definiendo al videoclub como institución cultural, aunque pasarían años antes de que el videoclub moderno se convirtiera en un elemento estable del paisaje”, describe Joshua M. Greenberg en su libro From Betamax to Blockbuster – Video Stores and the Invention of Movies on Video (2008). “En 1976, cuando Sony enmarcó el primer Betamax únicamente como un dispositivo para grabar programas de la televisión y verlos luego, se suponía que nada de esto iba a ocurrir. Al principio, ni los estudios de cine ni los fabricantes de aparatos electrónicos fomentaron el alquiler y la venta de películas pregrabadas en videocasete, pero once años más tarde la industria cinematográfica ya ganaba más dinero con el video que con la exhibición en salas”, agrega.
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La aparición del video doméstico cambió para siempre la relación del espectador con el cine. Existieron antes otros modos de ver películas en casa sin depender exclusivamente de los canales de televisión para la exhibición, pero eran costosos y complejos de operar (un proyector de películas, generalmente de 16, 9,5 u 8mm) o no tuvieron ningún éxito (el efímero Cartrivision, en 1972). El casete de video, y en particular el VHS (Video Home System) luego de imponerse al Betamax, introdujo por primera vez de manera masiva la historia del cine en los hogares. Y lo hizo a través de esos templos paganos llamados videoclubes, donde convivían desde el espectador ocasional, que iba a buscar el éxito hollywoodense que se había perdido en las salas, hasta el cinéfilo más voraz, que andaba detrás de las perlas más oscuras del catálogo.
“El videoclub fue el principio de todo. Fue la cuna de la civilización, como vivir en una filmoteca. Podías ver cualquier cosa, y podías verla una y otra vez”, definió el director estadounidense Kevin Smith, que fue empleado de un videoclub en Nueva Jersey, en el libro I Lost It At The Video Store - A Filmmakers’ Oral History of a Vanished Era (2015), de Tom Roston. El hecho de poder volver a ver una película cuantas veces se quisiera, de rebobinar para repasar alguna escena o de pausar la imagen también fue importante para la crítica, la investigación y los estudios académicos sobre cine, que encontraron la posibilidad de adentrarse con mayor detalle en la obra.
Aún sobreviven algunos videoclubes alrededor del mundo; parece que el más antiguo queda en la ciudad de Bristol, en Inglaterra, donde funciona ininterrumpidamente desde su inauguración, en 1982. Pero hoy, desplazados por los servicios de streaming, son un espacio marginal y ya no central de la cultura cinéfila. Recordarlos es mucho más que un acto de nostalgia. En una escena de Soy leyenda (I Am Legend, 2007), de Francis Lawrence, el personaje que interpreta Will Smith, último sobreviviente en un mundo posapocalíptico, entra en un videoclub de Manhattan. Podría haberse llevado todas las películas del negocio a su casa, pero sin embargo decide regresar una y otra vez al local para buscar una. No le interesan sólo los films: una serie de maniquíes ubicados alrededor de los exhibidores le permiten simular la interacción que hubiera tenido con otros clientes y con los empleados. Los videoclubes no eran sólo un lugar donde buscar películas, sino también un espacio para el encuentro.
El dueño de un buen videoclub era mucho más que la persona que atendía detrás del mostrador. Era alguien con interés genuino por el cine, que podía recomendarte títulos en base a tus gustos, llevarte a descubrir cosas nuevas. La propia organización de estos locales fomentaba la indagación personal: en los democráticos exhibidores todas las películas eran iguales, ocupaban el mismo espacio, y uno podía pasarse horas recorriendo las cajitas, leyendo la información de la contratapa. El arte de las portadas era fascinante, lo que a veces podía resultar engañoso: si Mad Max (1979), de George Miller, estaba alquilada, quizás te tentaba llevar Aniquilador (Wheels of Fire, 1985), de Cirio H. Santiago, copia berreta filmada en Filipinas pero cuya ilustración era igualmente atractiva. Y seguramente la veías, por más mala que fuera, porque ya la habías alquilado.
Hace un par de meses, un artículo de la revista estadounidense The Atlantic planteó que los servicios de streaming alcanzaron un triste y predecible destino: son tantos que el espectador ya no sabe dónde podrá hallar lo que pretende ver. “Vivimos en una época de abundancia. El streaming es una maravilla moderna que nos permite ver oscuros documentales, reality shows [...] y más videos de los que cualquier viejo Blockbuster podría almacenar”, escribió el autor. La afirmación es cuando menos dudosa: cualquier videoclub más o menos bien armado tenía un catálogo más diverso, profundo y hasta numeroso que el que hoy ofrecen Netflix, HBO Max o Disney+. Y la cadena Blockbuster, que llegó a tener 87 sucursales en el país y cerró sus puertas escandalosamente en 2010, no es el mejor ejemplo de lo que un videoclub tenía para ofrecer.
Es difícil establecer con precisión cuántas películas se pueden hallar en algún servicio de streaming, porque el catálogo cambia de un país a otro y, por cuestiones de derechos, permanentemente desaparecen películas e ingresan otras. Por otro lado, la palabra “contenido” es demasiado vaga: incluye cosas tan disímiles como una película, una serie, un reality show y un documental televisivo. Datos recientes muestran que Netflix, el servicio con más suscriptores, ofrece en Argentina poco más de 3.800 títulos, y un recorrido por el buscador confirma que hoy la película más antigua disponible en el catálogo es El Padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola.
Algunos números sobre el fenómeno de los videoclubes en Argentina permiten desmentir la afirmación de The Atlantic. Según publicó en su momento la revista especializada Mundo del Video, entre marzo de 1986 y agosto de 1987 se abrieron 884 nuevos videoclubes sólo en Capital Federal y la provincia de Buenos Aires, y en ese año ya había casi 1.900 locales en todo el país. Se calcula que en el momento más fértil del negocio, en los años 90, más de 10 mil videoclubes se desperdigaban por todo el territorio. Entre fines de los ochenta y principios de los noventa llegó a haber más de 100 empresas editoras de películas en video; desde las más importantes, como AVH, Gativideo o LK-Tel, que tenían la licencia de las producciones de los grandes estudios, hasta algunas más pequeñas que editaban films menos conocidos. En el pico del negocio, cada mes había más de 300 nuevos lanzamientos. El diario Clarín publicaba los viernes (lo hizo entre 1986 y 2005) una sección de dos o tres páginas dedicada exclusivamente al video, con información y reseñas de las novedades que presentaban las editoras. En los primeros años, muchos videoclubes se anunciaban allí. El sector mostraba una gran actividad, a pesar de la crisis económica que golpeaba al país.
A comienzos de los años 90, un videoclub de barrio con algunos años de antigüedad podía contar con un catálogo de más de 4 mil videocasetes que crecía cada mes. Además, cuando adquiría un nuevo título quedaba para siempre en su patrimonio, e incluso si la copia se rompía o se perdía podía ser reemplazada. Los locales más especializados ofrecían una cantidad aún mayor de films, no sólo de Estados Unidos sino también de Europa y de otras latitudes. Y mucho cine clásico, que en los servicios de streaming actuales se encuentra con cuentagotas.
A diferencia del vinilo, que tiene argumentos para pelear por la supremacía en cuanto a calidad de audio, el VHS fue ampliamente superado por el DVD y el Blu-ray. Pero la cantidad de películas editadas en casetes fue muy superior a la de cualquier soporte físico posterior. Esto, entre otras cosas, es lo que mantiene vivo al formato incluso hoy, casi dos décadas después de que dejara de producirse industrialmente. En Facebook hay decenas de grupos que reúnen a coleccionistas de todo el mundo sedientos por exhibir imágenes de sus repisas repletas de coloridas rarezas de otra época, rectángulos plásticos de 19 centímetros de largo por 10 de ancho y unos 200 gramos de peso que atesoran una cinta magnética enrollada en su interior. En Argentina, el grupo más popular tiene cerca de 9 mil miembros muy activos, que no sólo compran y venden videocasetes sino que además comparten valiosa información.
En los últimos años proliferaron también decenas de documentales que intentan dar cuenta de la época dorada de los VHS y los videoclubes. Algunos son apenas una recopilación de testimonios de coleccionistas, hechos con más nostalgia que ideas y con un tono apenas celebratorio. Pero otros son más interesantes. Los mejores probablemente sean Rewind This! (2013), de Josh Johnson, con muchos y muy buenos testimonios, y Video Nasties: Moral Panic, Censorship & Videotape (2010), de Jake West, sobre las películas en videocasete prohibidas en Gran Bretaña durante el gobierno de Margaret Thatcher.
Hace tiempo que tenía ganas de dedicarle una edición de Cinematófilos a este tema, y dudé bastante para elegir una película apropiada. Primero pensé en films donde el VHS y los videoclubes fueran parte de la trama, como en la notable Guiones cambiados (Speaking Parts, 1989), de Atom Egoyan, o la divertida Control remoto (Remote Control, 1988), de Jeff Lieberman. Pero finalmente me decidí por una que tiene una doble conexión con la época: Alphabet City (1984), de Amos Poe. Por un lado, en Argentina se la conoció en video, sin pasar por los cines, editada por el sello Magnum Golden Video en 1987. Y, por otro, porque la película retrata de un modo muy particular esa época, como explicaré en la segunda parte de esta entrega. No le veremos en la calidad de imagen de VHS (que, de todos modos, era mejor de lo que se suele recordar) sino en una impecable versión digitalizada en alta definición, y con subtítulos en castellano que confeccioné especialmente para esta entrega.
ALPHABET CITY
Director: Amos Poe
Protagonistas: Vincent Spano, Michael Winslow, Kate Vernon, Jami Gertz
País: Estados Unidos
Idioma: inglés
Año: 1984
Duración: 85 minutos
Para leer después de ver la película
Hay diferentes variantes de un mismo meme que suelen circular por las redes sociales. De un lado, bajo la leyenda “Cómo creen los millennials que fueron los 80”, se ve una imagen de una habitación con una decoración bien colorida: carteles con luces de neón, afiches de películas de la época, muebles de tonos chillones, una Commodore 64 con su joystick, un enorme televisor de tubo, un cubo de Rubik, un teléfono inalámbrico, un walkman. A su lado, con la consigna “Cómo fueron realmente”, aparece un living de tonos marrones, apagados, con machimbre revistiendo las paredes, sillones que parecen de los años 50, un tocadiscos, un velador de luz pálida, un pequeño televisor con su antena, un enorme teléfono de disco. Es decir: quienes vivimos la década sabemos que se asemejó más a lo que mostraban entonces series como Dallas (1978-91) o Dinastía (Dynasty, 1981-89) que a cómo la recrea hoy Stranger Things (2016-). O, para ponerlo en términos porteños: la sobria El rapto (2023), de Daniela Goggi, ofrece una composición mucho más naturalista de los ochenta que la delirante Muerte en Buenos Aires (2014), de Natalia Meta.
Una de las cuestiones fascinantes de Alphabet City está relacionada con esto: el modo en el que muestra su época. No la retrata como realmente fue, sino como sería recordada. Y lo hizo en 1984. Lo excepcional transformado en cotidiano: Johnny (Vincent Spano), el protagonista, maneja una edición especial de un Pontiac Trans Am del que sólo se fabricaron 2.500 unidades, un coche muy raro de ver en las calles pero indisolublemente asociado a la década. Vive con su esposa y su hija en un loft, espacio más deseado que habitado. Viste como una estrella pop en un video de MTV más que como un auténtico traficante de drogas.
Amos Poe, el director de la película, venía de ser parte de la movida del Lower East Side de Manhattan conocida como No Wave Cinema, un cine de corte experimental y filmado en las calles con presupuestos mínimos. Entre otras cosas, había codirigido el influyente documental The Blank Generation (1976), un registro de la escena punk y New Wave de Nueva York que incluye imágenes de Blondie, los Ramones y Talking Heads, entre otros grupos. Alphabet City fue su proyecto más comercial hasta ese momento, y en parte involucraba asuntos profundamente personales: él mismo había salido de rehabilitación a las drogas unos meses antes de que comenzara el rodaje. Su idea inicial era filmar en blanco y negro, pero ante la negativa de los productores decidió irse al otro extremo: hacer que la pantalla estalle de colores.
Que la película retrate los años 80 como se los recuerda hoy (y no como realmente fueron) va mucho más allá de los objetos o la decoración de interiores. “Alphabet City es bastante innovadora en cuanto a su estética, lo que se debe en gran parte al linaje de Poe como cineasta independiente alineado con la escena artística del Downtown y el No Wave Cinema de finales de los setenta y principios de los ochenta”, apunta Cortland Rankin en su libro Decline and Reimagination in Cinematic New York (2022). “Aunque rodada enteramente de noche, en lugar de mantener el lugar a oscuras, Poe y su director de fotografía, Oliver Wood, bañan las estructuras con focos de neón rosa, morado y azul, y emplean lentes de enfoque suave que difuminan los bordes y provocan destellos estelares. Para Poe, la deteriorada fachada de los edificios abandonados no es un mero fondo, sino un lienzo para la interacción de dramáticas salpicaduras de luz de neón. Esta paleta de colores de neón dista mucho de los grises, marrones y verdes enfermizos que suelen caracterizar los paisajes urbanos en ruinas de Nueva York en el cine de la decadencia urbana”, agrega.
Alphabet City no tuvo éxito en el momento de su estreno y las críticas en general no fueron demasiado entusiastas. Pero aunque permaneció bastante olvidada durante años se puede rastrear su influencia. Por su trabajo en la película, el director de fotografía Oliver Wood pasó a integrar el equipo de División Miami (Miami Vice, 1984-89), una de las series más icónicas y estilizadas de la década, donde estuvo durante tres temporadas y más de 50 capítulos. El propio Poe dirigió poco después dos videoclips muy ochentosos: “You Talk Too Much” (1985), del grupo de hip hop Run-DMC, y en particular “Obsession” (1984), de los one hit wonder Animotion, que circuló mucho por la pantalla de MTV.
Sería un error, sin embargo, definir a la película como apenas un ejercicio de estilo, sin sustancia. Por el contrario, forma y fondo van de la mano. Toda la secuencia en el edificio abandonado donde se venden las drogas es profundamente inquietante y pone en primer plano las horribles consecuencias de la heroína. Entre las luces de las velas, el neón y los deliberadamente extraños ángulos de cámara, la escena parece convertirse en un nebuloso ritual funerario, que puede incluso remitir a la celebración del Día de los Muertos. Los adictos circulan por allí como si fueran zombis, siguiendo una fila de condenados bajo las estrictas órdenes de los dealers. En el mismo sentido puede apuntarse la música del legendario Nile Rodgers y la letra de las canciones, que van comentando los estados emocionales del protagonista.
Desde su estreno en mayo de 1984 hasta su edición en Blu-ray, en 2020, se comparó a Alphabet City con infinidad de películas. Desde aventuras nocturnas como Después de hora (After Hours, 1985), de Martin Scorsese, o Fuga al amanecer (Into the Night, 1985), de John Landis, hasta relatos vinculados a la delincuencia como Calles salvajes (Mean Streets, 1973), también de Scorsese, o Diamantes en bruto (Uncut Gems, 2019), de los hermanos Safdie. Pero yo creo que sería más adecuado relacionarla con la extraordinaria Bullitt (1968), de Peter Yates. No estoy intentando ubicar a las películas en la misma liga, y está claro que Spano y Vernon no son Steve McQueen y Jacqueline Bisset. Pero sí creo que comparten algunas cuestiones: una historia sencilla que toca temas importantes sin pretender que se note y donde la atmósfera, los climas y la forma, en consonancia con el fondo, aparecen en primer plano.
Es extraña la trayectoria del personaje de Johnny, que se nos impone como una especie de historia de redención, aunque sin saber de qué deberíamos redimirlo. Casi no lo conocemos pero enseguida estalla el conflicto: debe escapar de ese mundo. Y entonces empatizamos con él, simplemente porque se trata del “perseguido”, cuando en realidad él también es parte de la mafia local. Así que quizás la justificación dramática para esta ficción se encuentre cifrada en los primeros minutos del film, como suele ocurrir.
La secuencia de apertura de Alphabet City resulta interesante por la puesta en escena fragmentada y el modo de presentar a los personajes. A Johnny primero lo vemos como amante, con su esposa Angie (Kate Vernon) en la cama, y poco después como padre, cargando a su pequeña hija en una mochila. Recién cuando termina de hacer las dominadas le vemos el rostro. O sea que él, como sujeto, aparece ante todo definido por sus lazos afectivos. Es curioso cómo sostiene a su beba sobre su pecho, bien aferrada a su cuerpo. Segundos después, lo vemos guardar un revolver en la cintura, como si también fuera una prolongación de su cuerpo. Ahí es donde surge la fricción: un niño y un arma no pueden convivir en el mismo espacio. Tan claro y simple como eso, como se subraya en una escena posterior, durante la discusión entre Johnny y Angie, cuando un paquete de pañales descartables invade el encuadre. Al hueso: ¿se puede ser padre y ser gánster? Que tantas películas y series de televisión hayan transformado la violencia narco en glamour y goce visual, no niega el dato brutal de que esa lógica sea incompatible con la vida. Y esa es la idea desde donde parte esta película.
Si tenés ganas de algo más…
- En el canal de YouTube de este newsletter podés ver el tráiler original de Alphabet City, que subtitulé al castellano.
- Quentin Tarantino fue empleado de un video rental store de Los Ángeles durante tres años a fines de los ochenta, una experiencia importante para su cinefilia. En una entrevista de 2016, que también subtitulé, opinó acerca de qué se perdió con la desaparición de los videoclubes.
- El documental Un importante preestreno (2015), de Santiago Calori, que se puede ver en YouTube, cuenta -de modo muy divertido y con gran cantidad de testimonios- una historia inmediatamente anterior a la de esta entrega: la de la cartelera cinematográfica porteña, desde mediados de los sesenta hasta la aparición del VHS. Calori además edita el newsletter Míralos morir, que acaba de celebrar 200 ediciones. La versión gratuita sale los jueves (tiene otra los martes, paga) y te podés suscribir acá.
- Uno de los mayores coleccionistas de videocasetes en Argentina es Cristian, a quien quizás conozcas como RaroVHS en Twitter e Instagram. En su página web podés encontrar fichas con información de las ediciones locales de centenares de películas, varias que nunca fueron lanzadas en otros formatos. Y además tiene una sección que recopila artículos y entrevistas de publicaciones especializadas de la época dorada de los videoclubes.
Archivo de publicaciones
Acá podés acceder al archivo de las publicaciones de esta temporada. Y acá al de la temporada pasada. Tené en cuenta que muchos de los links de acceso a las películas no continúan activos.
Hola, Andrés. Me gustaría publicar este texto en el suple del domingo del diario Norte de Resistencia. Por supuesto, con tu firma y dirigiendo al sitio de Cinematófilos. No puedo pagar porque mi presupuesto es 0. Me darías permiso?